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Se levantó y se acercó a la ventana, abriendo la cortina para mirar al patio. La culpa, el remordimiento y un miedo terrible al futuro pesaban sobre él como una carga de plomo. Si Keridil hubiese dicho entonces la verdad, creía que, reforzado por el Círculo en su empeño, habría podido luchar contra la influencia de la piedra-alma y contra la corrupción de Yandros, y tenido algo en lo que esperar. Pero sin ayuda, estaba perdido.

De pronto, le llamó la atención una figura en el patio: un hombre que se movía todo lo deprisa que le permitía su avanzada edad y llamaba bastante la atención a los que le miraban. Había salido del lugar donde se hallaban las habitaciones del Sumo Iniciado, y Tarod se puso tenso al reconocer a Gyneth Linto. El viejo tenía mucha prisa e, incluso visto desde lejos, su agitación era evidente. Sin duda un recado urgente de su Señor...

Bruscamente, las angustiosas dudas cristalizaron en una fría certidumbre. Tarod sintió renacer una vez más su terrible cólera y tuvo que ejercer, para sofocarla, todo el dominio que tenía sobre sí mismo. Se dijo que no podía estar seguro... , que un pequeño incidente no demostraba nada.

Pero si sus sospechas fuesen acertadas..., le dijo una vocecilla interior.

Corrió la cortina y sintió un escalofrío al volverse hacia la sombría habitación. Tenía que descubrir lo que pasaba, le decía su instinto. Si apreciaba en algo su vida, no podía otorgar a Keridil el beneficio de la duda. Se dejó caer temblando en un sillón, incapaz de creer que el Sumo Iniciado fuese tan pérfido, pero sin atreverse ya a confiar en él. Poco a poco, levantó la mano izquierda.

Aborrecía el centelleo de la piedra del anillo, pero sabía que dependía de ella, que la necesitaba. Su aura pareció intensificarse y extenderse como un súbito estallido de luz, cuando Tarod fijó su poderosamente en las habitaciones del Sumo Iniciado...

—Estamos de acuerdo, Señores. —Keridil se levantó, indicando que la discusión había terminado. Su cara estaba desprovista de color y de emoción, y su mirada rehuyó las de los Ancianos presentes en su estudio—. Gracias por el tiempo y la atención que me habéis prestado. Creo que hemos llegado a la única conclusión posible.

El más viejo de los Consejeros asintió gravemente con la cabeza.

— Debo confesar que siento un cierto alivio, Sumo Iniciado. Ésta ha sido la decisión más dura que cualquiera de nosotros haya tenido nunca que tomar, y comprendemos que tu larga amistad con Tarod te ha colocado en una posición nada envidiable. Pero creo hablar en nombre de todos los presentes cuando digo que alabamos tu prudencia y que apoyamos plenamente la decisión.

Un murmullo de asentimiento recorrió toda la mesa, pero Keridil supo que no solamente Tarod había sido juzgado en esa reunión. Su propia credibilidad, como presidente del Círculo y del Consejo, había estado en juego, y cualquier intento de pronunciarse en favor de Tarod habría sido desastroso. Lo había sabido hacía una hora, en el terrible momento en que había estado demasiado asustado para negarse a la petición de ayuda de Tarod, y lo veía ahora doblemente confirmado. Había tomado la única decisión posible; no podía hacer otra cosa. Y, con el recuerdo de la espantosa muerte de Rhiman todavía vivo en su mente, supo también que era esto lo que había querido.

— Gracias por vuestra confianza en mí, Consejeros —dijo —. Espero, por encima de todo, saber cuál es mi deber para con el Circulo, y sé que este deber va mucho más allá de las exigencias de cualquier amistad. — Vaciló—. Pero también confieso que el puro deber no ha sido mi único motivo. Como a vosotros, me espanta lo que Ta-rod podría hacer y, a diferencia de vosotros, he sido testigo involuntario y presencial de sus poderes. Estoy totalmente de acuerdo en que no podemos correr el riesgo de permitir que viva entre nosotros.

Siguió otro asentimiento general y, entonces, alguien dijo:

—Existe, desde luego, la cuestión de los.., de los medios, Sumo Iniciado. Aunque, estrictamente hablando, estamos moralmente obligados a seguir los procedimientos adecuados, me parece que, dadas las circunstancias, un juicio no sería aconsejable.

—Sí... —convino otro—. A fin de cuentas, nadie va a la muerte de buen grado. Y en cuanto se enterase Tarod de la decisión del Consejo, se convertiría en un terrible adversario. Por lo que nos has dicho, está claro que podría destruir a cualquiera de nosotros, o a todos, con la misma facilidad con que nosotros aplastamos un insecto.

Varios Consejeros miraron involuntariamente al suelo. Se habían llevado ya el cuerpo de Rhiman, todavía envuelto en la cortina; pero antes de que se lo llevasen, todos habían visto con sus ojos el resultado del poder de Tarod. Alguien rió nerviosamente.

Keridil miró fijamente la mesa, sobre la que apoyaba las manos extendidas, con los nudillos totalmente blancos.

—Tenemos buenos espadachines —dijo pausadamente—. Si dos de ellos llamasen a la puerta de Tarod sin previo aviso... todo habría terminado en un momento y sin que nadie pudiese impedirlo. Y sería un final piadoso.

Los Consejeros se miraron en silencio. Al fin, el más joven carraspeó y dijo:

—Sobrarán los voluntarios, Keridil. Después de la revelación de ayer...

Keridil cerró momentáneamente los ojos, como sobreponiéndose. Después asintió con la cabeza y dijo vivamente, casi con irritación:

— Está bien, enviad a buscarles. Dadles las instrucciones oportunas y decidles que actúen antes de que Tarod tenga oportunidad de contraatacar.

— ¿Ahora, Señor?

— ¡Sí, ahora! Me habéis recordado que no puedo perder tiempo, y teníais razón. —El conocimiento de que estaba traicionando la amistad, traicionando los principios, ya no parecía importarle. La existencia del Caos en medio del Círculo era una traición todavía más grave, y contando con el apoyo del Consejo, la conciencia de Keridil se sentía un poco más tranquila—. Enviadies a buscar — dijo—. ¡Acabe mos de una vez con este desagradable asunto!

Gracias a alguna cuidadosa manipulación por parte de Keridil, el pasillo del Castillo que conducía a las habitaciones de Tarod estaba desierto cuando los dos Iniciados de cuarto grado lo recorrieron en dirección a la escalera principal. Caminaban rápidamente y sin ruido, sin hablar, asiendo cada uno con mano inquieta la empuñadura de la espada, de hoja corta, que colgaba de su cinto.

Keridil no se había sorprendido de que hubiese voluntarios para la desagradable tarea. A nadie le gustaba la perspectiva, pero los sentimientos de los Adeptos estaban excitados después de las dos muertes de la noche anterior. Estaban de acuerdo en que la de Rhiman había sido indiscutiblemente un asesinato a sangre fría, y en cuanto a la de Themila, aunque Tarod no la había matado, era el único culpable de los sucesos que habían provocado su muerte por la espada. Mientras siguiese vivo y en libertad en medio de ellos, nadie podía sentirse seguro. Sin él, el Círculo se libraría de una plaga maligna que podía extenderse rápidamente.

Los dos Iniciados de cuarto grado habían sido elegidos para esta misión tanto por su destreza en el empleo de las armas como por la vehemencia con que habían aceptado la decisión del Consejo. Ambos habían sido discípulos de Themila en su infancia y habían sentido un afecto especial por ella, y uno estaba emparentado, a través de una hermana casada, con el clan de Rhiman. Antes de salir de las habitaciones de Keridil, se habían arrodillado con el Sumo Iniciado para pedir a Aeoris el triunfo de la justicia y habían bebido, con veneración, el vino de la Isla Blanca, elaborado según una antigua receta y reservado exclusivamente para casos excepcionales. La ceremonia había fortalecido su determinación, pero ambos tenían que reconocer interiormente un sentimiento de aprensión que iba creciendo a medida que se acercaban a la puerta de Tarod.

La puerta estaba cerrada y no se filtraba luz por debajo de ella. El Iniciado más joven alargó una mano hacia el tirador, pero el otro le detuvo, sacudiendo la cabeza.