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—El Sumo Iniciado dijo que no debíamos despertar en modo alguno su recelo — dijo en su ronco murmullo—. Llama.

Su compañero asintió con la cabeza. Tenía los labios fuertemente apretados cuando llamó con los nudillos a la puerta, y ambos escucharon en el silencio que siguió.

—No está ahí —susurró el más joven—. O esto, o...

— ¡Espera! Escucha...

Ninguno de los dos habría podido decir si los débiles sonidos que oían ahora detrás de la puerta eran pisadas o solamente el fruto de su imaginación; pero, unos segundos más tarde, percibieron el inconfundible ruido de un cerrojo al abrirse. El más viejo hizo una rápida señal con la cabeza y los dos hombres desenvainaron sus espadas, manteniéndolas ocultas debajo de los pliegues de sus capas cortas.

Chirrió la cerradura y se entreabrió la puerta... y los Iniciados se encontraron frente a una habitación a oscuras y aparentemente vacía.

Se quedaron inmóviles en el umbral, sorprendidos y sintiendo flaquear su confianza. El mayor empujó con indecisión la puerta, que se abrió del todo contra la pared, evidenciando que no había nadie escondido detrás. Por lo visto se había abierto sin que nadie tocase la cerradura ni la hoja, y el joven sintió que el miedo le atenazaba la gar ganta.

—Él lo sabe... —murmuró.

— Puede haber otra explicación... ¡No te pongas nervioso!

Su compañero respiró profundamente; después entró en la habitación, cautelosamente, sin ruido. Ahora que sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad, pudo distinguir las abultadas sombras de los muebles y vio que las cortinas de la ventana de la cámara interior estaban corridas... Sin embargo, la falta de luz parecía irreal. Diciéndose que Tarod no podía saber nada de las intenciones del Consejo, dio otro paso adelante, y su compañero le siguió. Algo surgió amenazadoramente a su derecha; se sobresaltó violentamente y después se burló de sí mismo al darse cuenta que no era más que un alto armario que, por un juego del resplandor desigual de las antorchas del pasillo, había parecido cobrar vida momentáneamente. Se volvió a medias hacia la cámara interior, haciendo ademán al otro de que no se separase...

Y entonces la puerta se cerró a su espalda, con un ruido que puso los pelos de punta a los dos.

Ambos giraron en redondo al apagarse la luz que llegaba del interior, y el más joven lanzó una maldición en voz alta e hizo la señal de Aeoris ante su cara.

Tarod estaba entre ellos y la puerta. A pesar de la oscuridad, podían verle claramente; una luz peculiar e incolora, que brotaba del anillo de su mano izquierda, acentuaba las duras facciones, la mata de cabellos negros, los inhumanos ojos verdes. Sonrió, sin humor ni rencor.

— ¿Me buscabais, caballeros?

El Iniciado más joven trató de articular las palabras que había aprendido cuidadosamente de memoria para engañarle, haciéndole creer que iban a convocarle para una reunión urgente del Consejo. Habían proyectado ganarse su confianza, o al menos disipar sus dudas, y entonces clavarle rápidamente la espada por la espalda, matándole antes de que pudiese defenderse. Ahora parecía una maniobra fútil y ri dícula.

—El Sumo Iniciado... —empezó a decir, pero la lengua se le secó en la boca y, con ella, las palabras.

Tarod les miró y su sonrisa se hizo más amplia, súbitamente amenazadora.

—¿El Sumo Iniciado...? —repitió, con una suavidad que no engañó a sus oyentes.

Al ver que ninguno de los dos respondía, avanzó un paso, y ellos retrocedieron al unísono.

—El Sumo Iniciado —prosiguió Tarod, ahora en tono suave y malicioso— me envía sus saludos y sus disculpas. El Sumo Iniciado ha decidido que ya no puedo seguir viviendo como Adepto del Círculo; mejor dicho, que no puedo seguir vivo. El Sumo Iniciado me tiene miedo, y por eso os envía a vosotros para hacer su trabajo, furtivamente, como esos bandidos que degüellan a sus víctimas amparándose en la noche. ¿O he juzgado mal al Sumo Iniciado?

Supo la respuesta sin necesidad de mirar los pasmados semblantes. Poco a poco cerró la mano derecha sobre la izquierda, tocando ligeramente, casi instintivamente, su anillo.

—Con que Keridil ha tomado por fin una decisión. —Miró de nuevo a los Iniciados y éstos palidecieron—. Cree que soy un embustero, y cree que soy el mal. Tal vez ahora descubrirá lo que es el verdadero mal...

El más joven de los presuntos asesinos se dejó llevar por el pánico. Incitado por las palabras de Tarod, un terror ciego anuló su razón y, súbitamente, saltó sobre el hechicero de cabellos negros, levantando la espada, dispuesto a matar. Por un instante, Tarod se sorprendió; después, con tal rapidez que ninguno de sus dos atacantes se dio cuenta de ello hasta que fue demasiado tarde, desenvainó su cuchillo y lo levantó para parar el golpe. Chocaron ruidosamente los metales, saltaron chispas al encontrarse las dos hojas, y el cuchillo de Tarod se hundió hasta el mango en el pecho de su adversario.

El Iniciado se tambaleó, soltó la espada y se apoyó de espaldas en la pared. Su cara había palidecido de espanto y de dolor, y la sangre brotó a raudales de la larga y curva herida del torso. Después cayó de rodillas y Tarod volvió su atención a su compañero.

El Iniciado mayor había adoptado una posición entre agresiva y defensiva, sosteniendo la espada con ambas manos. Tarod le miró un breve instante; después, hizo un ligero movimiento con la mano izquierda. El anillo resplandeció, como si cobrase vida de repente, y el hombre retrocedió tambaleándose lanzando un alarido al ser alcanzado de lleno por una fuerza colosal y sentir que le ardían los ojos. Ciego, cayó al suelo y Tarod se inclinó sobre él. Habló, casi sin poder controlar la voz:

— Dile a tu traidor Sumo Iniciado que, si quiere tenérselas conmigo, será mejor que lo haga en persona, ¡en vez de enviar a unos niños en su lugar!

El Iniciado cegado estaba demasiado aterrorizado y dolorido para responderle. Abrió la boca, pero ninguna palabra salió de ella, y su mano, que se movía a tientas, no encontró nada. Sintió que se agitaba el aire a su alrededor, como si alguien o algo se moviese, y lo último que oyó, antes de sumirse en el olvido, fue el furioso golpe de la puerta exterior al cerrarse.

Si los Siete Dioses y todas sus legiones le hubiesen cerrado el camino en aquel momento, Tarod les habría derribado sin pensarlo. Se dirigió a la escalera principal, bajó de tres en tres los escalones, salió al gran vestíbulo y lo cruzó, sin reparar en el cuchillo ensangrentado que colgaba de nuevo de su cinto, manchando su ropa y su mano izquierda. Todos sus sentidos estaban embotados; lo único que sentía era una enorme y sofocante amargura por la magnitud de la traición de Keridil. Fingir amistad, jugar con el lazo que les había atado desde la infancia, con el único fin de intentar un frío y cínico asesinato... , todavía no podía creerlo. Pero los dos hombres con sus espadas desenvainadas no habían sido fruto de su imaginación.

Al parecer desde muy lejos, alguien gritó su nombre; él hizo caso omiso de la llamada, apartó a un criado de su camino y oyó una exclamación de sorpresa. Hasta aquel momento, pocos moradores del Castillo, aparte de Keridil y de los miembros más ancianos del Consejo, conocían los detalles de las muertes de Rhiman y Themila; Keridil quería que los hechos no se divulgasen hasta después de que muriese Tarod, y por esto nadie intentó detenerle cuando abrió la doble puerta del vestíbulo y salió al patio.

La brillante luz del sol le deslumbró, y se detuvo, confuso. Sentía una necesidad salvaje y animal de encontrar a Keridil y matarle, pero la razón se estaba ya abriendo paso entre el miasma de su cerebro. Podía vengarse, pero tendría que enfrentarse con todo el Círculo, y ni siquiera él podría resistir su fuerza combinada. No quería morir... , su venganza contra Keridil tendría que esperar.