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Se volvió bruscamente y caminó en dirección a las caballerizas. Ni siquiera se había preguntado a qué lugar del mundo podía ir; lo único que le importaba era alejarse del Castillo y de su ambiente de ruindad y de traición.

Su llegada a las caballerizas hizo que los caballos pataleasen y piafasen en sus compartimientos. Fin Tivan Bruali, que había estado disfrutando de lo que consideraba una merecida siesta sobre un mo n-tón de balas de paja, se despertó sobresaltado y empezó a maldecir al intruso que venía a molestarles, a él y a los animales que tenía a su cuidado. Una mirada a la cara de Tarod cortó en seco sus maldiciones.

—La yegua alazana —dijo fríamente Tarod—. ¿Está aquí?

— ¿Aquella bestia resabiada? Está aquí, Señor, pero...

— Ensíllala. —Tarod se volvió al encargado de las caballerizas, cuando éste empezó a protestar de nuevo—. No discutas conmigo, hombre, si aprecias en algo tu cabeza. ¡Ensíllala!

Fin palideció y se dispuso a obedecer. La yegua reconoció a su antiguo jinete y captó algo de su estado mental. Luchó contra Fin, que intentaba ensillarla , tratando de morderle y desorbitando los ojos con agitación. Cuando el hombre la sacó al patio, la bestia sudaba copiosamente y estaba al borde del pánico.

— Señor, nadie podría montarla en estas condiciones —dijo Fin, desalentado—. ¡Sería un suicidio!

Tarod avanzó y asió la rienda de la yegua.

— ¡Déjame en paz con tus nervios!

Forzó la cabeza de la yegua, obligándola a volverla, y cuando el animal dio un paso de lado para protestar, saltó sobre la silla. La yegua se encabritó y Tarod le golpeó el flanco con el extremo de la rienda. En ese momento, sintió que despreciaba a todos los seres vivientes del mundo; no iba a dejarse dominar por un animal. Fin Tivan Bruali saltó a un lado cuando la yegua se lanzó hacia adelante. Tarod se dio perfecta cuenta de que estaba llamando la atención a todos los que se hallaban en el patio; pero, si querían detenerle, habían esperado demasiado. Retuvo a la bestia a pura fuerza de brazos hasta que estuvieron cerca de la puerta del Castillo; entonces le dio rienda suelta.

El ruido de los cascos sobre la piedra fue casi ensordecedor cuando la yegua salió disparada bajo el gran arco hasta el césped que se extendía más allá. Cruzaron a velocidad vertiginosa el Laberinto, y los contornos de la vasta costa del norte parecieron surgir, de pronto, de ninguna parte, mientras el animal galopaba sobre el peligroso camino del puente.

A Tarod no le habría importado que la yegua, en su furiosa carrera, le hubiese arrojado sobre el borde del estrecho puente de granito al mar embravecido que rugía abajo. Ahora chillaba a su montura, inclinado sobre su cuello y ordenándole que fuese más de prisa, casi incitándola a que les matase a los dos. Pero ella llegó sin tropiezo al otro lado, cruzó al galope la Península y, a medida que se alejaban del Castillo, la ciega y rabiosa locura que se había apoderado de Tarod iba desvaneciéndose, siendo reemplazada por una emoción que le atormentaba en lo más íntimo.

Había dejado atrás todo lo que había conocido, había roto los lazos que le habían atado desde la infancia. Ellos habían despreciado su lealtad, le habían maldecido, le habían condenado... Él ya no era parte de su mundo, sino un proscrito. La amistad se había convertido en fiera enemistad de la noche a la mañana; su única amiga y protectora había muerto... y el Círculo no guardaba nada para él, salvo dolor.

¿Adónde podía ir? El Círculo había sido su vida; no tenía parientes ni amigos más allá de sus confines. Lo único que tenía era una sola fe, una sola esperanza.

Sashka. Ahora debía de haber salido de la casa de su padre para volver a la Residencia de la Tierra Alta del Oeste y esperarle allí. En una cosa no se hacía ilusiones: en cuanto circulase la noticia, la Señora Kael Amion le condenaría con tanta vehemencia como cualquier Iniciado del Círculo; pero la Señora Kael no era madre ni tutora de Sashka. Y su hermosa, fiel y testaruda novia no prestaría atención a las advertencias o consejos de los viejos, sino que seguiría los impulsos de su corazón.

Ahora la necesitaba más que nunca. En cuanto estuviesen de nuevo juntos, podrían trazar planes y decidir lo que había que hacer: su futuro sería ahora muy diferente, pero, pasara lo que pasara, nunca volverían a separarse...

La yegua, calmado su frenesí, había ralentizado su andadura. Más amablemente que antes, pero con mayor resolución, Tarod levantó las riendas y la condujo hacia adelante, en dirección al estrecho y peligroso camino que se adentraba hasta el corazón de las montañas.

CAPÍTULO 15

Aunque se acercaba lo más crudo del invierno y los pocos árboles que crecían tan al norte se habían despojado de sus hojas, el jardín de la Residencia de la Hermandad de la Tierra Alta del Oeste era un lugar agradable para pasar en él un par de horas. Sashka había salido del salón de recreo, donde se presumía que ella y las otras Novicias pas a-rían los ratos de ocio divirtiéndose con pasatiempos propios de muchachas de su posición, y se alegraba de haberse librado de lo que consideraba tonterías de sus compañeras. Durante la visita a sus padres, casi había olvidado lo aburrida que podía ser la vida en la Residencia. Dondequiera que volvie se la cara, se encontraba con alguna forma de autoridad, y para una joven acostumbrada a hacer su voluntad en todo, el reglamento de la Residencia podía ser, ciertamente, muy irritable.

Sonrió en su fuero interno mientras bajaba por uno de los senderos empedrados del jardín, deteniéndose para cortar una flor tardía de uno de los bien cuidados arbustos. En verdad, tenía que confesarse que otros factores habían influido en su rápido cambio de actitud en lo tocante a la Hermandad. Tarod le había hecho ver horizontes que se extendían mucho más lejos de lo que anteriormente había imaginado; ahora, la Hermandad, que había sido su ambición suprema, parecía un pálido sustituto, comparada con lo que había visto del Círculo y sus costumbres.

Introdujo una mano en la bolsa colgada de su cinto y, por quincuagésima vez, acarició la insignia de oro que conservaba en ella. Recordaba con satisfacción la reacción de su padre a la prenda de su noviazgo; había sido su triunfo final sobre cualquier desaprobación o duda que hubiese podido existir todavía, y desde que había mostrado orgullosamente la insignia, sólo había oído alabanzas del Adepto de alto grado que iba a honrar a su clan con su apellido, y súplicas apremiantes de que le diese la bienvenida en su casa a la primera oportunidad posible.

Lo único que la desconcertaba un poco era que Tarod no había cumplido todavía su promesa de venir a buscarla. Esto había motivado en parte su súbita decisión de regresar a la Tierra Alta del Oeste; la insistencia de sus padres se estaba haciendo engorrosa, y había deseado la relativa soledad de la Residencia en su valle aislado. Seguía estando segura de que él vendría en cuanto pudiese, pero no estaría mal que, cuando llegase a la casa de su padre, se encontrase con que ella se había ido. Una promesa, pensaba Sashka, era una promesa; si los asuntos del Círculo le habían retenido en la Península de la Estrella más tiempo del previsto, tendría que aprender que lo que necesitaba ella tenía preferencia sobre todo lo que pudiese exigirle el Castillo.

Sin embargo, no había tardado en darse cuenta de que estaba tan inquieta en la Residencia como lo había estado en la casa de sus padres. Y su inquietud mental no era en modo alguno remediada por la curiosidad de sus compañeras Novicias, que no paraban de hacerle preguntas banales sobre el Adepto a quien se había prometido, ni por la tácita pero inconfundible desaprobación de la Hermana Superiora, la Señora Kael Amion.

Sashka recordaba con cierto malestar la conversación sostenida en el despacho de la Señora Kael. Esta la había felicitado, pensando sin duda que no podía hacer otra cosa, pero su actitud había sido distante, casi fría. Sashka se había atrevido a preguntarle sin ambages si desaprobaba su noviazgo y la Señora Kael había estado a punto de perder los estribos, cosa muy rara en una persona normalmente estoica.