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Volvió una vez más su atención a Sashka. La muchacha la estaba mirando fijamente, pero Kael tuvo la impresión de que su cerebro no hallaba sentido a lo que veía. La impresión.., era comprensible, pero tenía que sacarla de ella lo antes posible y hacerle ver la razón. De otra manera, su carácter voluntarioso podía afirmarse y meterle en la cabeza toda clase de ideas tontas y desafiadoras.

— Sashka — dijo, severamente—, una cosa debe quedar cla ra desde el principio. Tu matrimonio no puede celebrarse en modo alguno.

Sashka se incorporó en su silla para protestar:

—Pero...

—¡No! No hay discusión posible. Sé que es duro para ti, pero, con el tiempo, lo comprenderás y te alegrarás de ello. Casarte con ese hombre sería echar por la borda todo tu futuro; todo aquello por lo que han trabajado durante generaciones los clanes de tu padre y de tu madre. El Círculo no tolerará que semejante criatura viva entre ellos, y ni siquiera un alto Adepto puede hacer su propia ley. En el mejor de los casos, será degradado y expulsado del Círculo. En el peor... — Vaciló—. No ha habido ninguna ejecución en el Castillo durante el tiempo que alcanza la memoria de sus actuales moradores, pero existen precedentes.

Sashka guardó silencio.

—El Sumo Iniciado tiene autoridad para ordenar su muerte — siguió diciendo Kael—. Keridil Toln es un hombre justo, pero esto — y golpeó el pergamino para dar mayor énfasis a sus palabras — es más que un delito. Es un sacrilegio y una blasfemia contra nuestro señor Aeoris. Y aunque se perdonase la vida a Tarod, sería un proscrito, un paria. ¿Querrías aliarte con un ser semejante, incurrir en la cólera de Aeoris y convertirte en una proscrita a su lado?

Sashka tampoco respondió esta vez y la Señora Kael supo que sus palabras habían causado efecto. Los Veyyil Saravin eran una familia orgullosa y ambiciosa, y la muchacha había heredado estos rasgos; la idea de que si se mantenía fiel a Tarod perdería su honor, su posición y sus perspectivas, se impondría cuando hubiese tenido tiempo de considerar sus implicaciones. Si podía infundirle un poco de miedo, pensó Kael, habría cumplido su misión.

—Querida —dijo, acomodándose más en su silla—, probablemente no lo sabes, pero yo misma he tenido experiencia directa de los poderes de hechicería de Tarod, de los que habla con tanta elocuencia el Sumo Iniciado en su carta.

Sashka la miró, sorprendida.

— ¿Tú, Señora?

—Sí. De esto hace muchos años; él no era más que un chiquillo, pero ya entonces su poder era terrible y evidente. Escucha y te contaré la historia...

La yegua alazana se detuvo sobre el mojado y resbaladizo esquisto y agachó la cabeza, jadeando. Tarod sintió la convulsiva agitación de sus flancos y se preguntó si se habría cansado demasiado. Esperó que no fuese así; él se había recobrado hacía tiempo de su primera irritación contra el animal y, además, podía necesitarle de nuevo den tro de poco.

Desde la cumbre que marcaba el extremo sur de las montañas, contempló las suaves vertientes de un antiguo valle glacial. Los detalles quedaban medio oscurecidos por la fuerte lluvia que había estado cayendo desde el amanecer; los colores eran opacos y borrosos bajo el velo del agua; pero, a pesar de todo, aquel lugar parecía un puerto de refugio después del duro terreno de los picos. Al otro lado se alzaban de nuevo las montañas, negras y amenazadoras, con sus riscos más altos perdiéndose entre los móviles jirones de nubes; pero en el fondo había granjas y huertos, y rebaños manteniéndose estoicos en los refugios que podían encontrar. Y, a lo lejos, medio ocultas por una arboleda y rodeadas de limpios y bien cultivados campos, veíanse las paredes blancas de la Residencia de la Hermandad de la Tierra Alta del Oeste.

Tarod sintió una emoción extraña al contemplar el tranquilo edificio. Podía estar allí mucho antes del anochecer, y entre aquellas paredes estaba Sashka, esperándole..., pero no se atrevía a moverse de donde estaba hasta que se hiciese de noche. Era posible, sí, posible que un mensaje de Keridil hubiese llegado a la Residencia; a fin de cuentas, era el único lugar donde esperaría lógicamente el Círculo que fuese él, y no podía arriesgarse.

Tanto Tarod como su caballo se habían esforzado al máximo desde su huida del Castillo. Ahora estaba terriblemente fatigado, sufriendo los efectos del frío y la falta de sueño, y la lluvia le había empapado hasta los huesos: en su prisa, no había traído comida ni una capa, y el viento, filtrándose a través de la mojada camisa, le entumecía la piel hasta el punto de que apenas podía sentir sus congeladas manos. Pero tendría que sufrir un poco más...

Descabalgó y a punto estuvo de caerse al flaquearle las piernas. Agarrándose a un estribo para sostenerse, apartó a la yegua del risco y la condujo al resguardo de un escarpado cantil. Habla observado un camino seguro que descendía al valle, transitable incluso en plena oscuridad; hasta que se hiciese de noche, se refugiaría donde pudiese al pie del cantil, y esperaría.

Confiaba en poder dormir un rato, pero el viento cambió de dirección proyectando fuertes ráfagas de lluvia contra la cara de la roca bajo la que se había resguardado, y esto, combinado con las punzadas del hambre, le mantenía despierto. Aunque era hora avanzada de la tarde, el crepúsculo pareció tardar una eternidad; pero al fin el cielo empezó a oscurecerse en oriente, pasando del gris al plomo y al negro. Entonces quedó el valle hundido en una densa sombra y Tarod se puso en pie.

Subió con dificultad a la mojada silla y tuvo que agarrarse a la crin de la yegua para sostenerse. El animal parecía haber recobrado el ánimo y emprendió la marcha al primer toque, sin hacerse rogar. Envueltos en la creciente oscuridad, descendieron lentamente por el sendero, dejando las montañas a su espalda. El viento amainó cuando se acercaron al fondo del valle; después cruzaron unos pastos, salpicados aquí y allá de indistintas siluetas de arbustos y matorrales y de alguna res ocasional que se ponía trabajosamente en pie y se alejaba con un mugido de indignación. Brillaban débilmente luces en dos casas de campo próximas, pero nadie reparó en el desconocido que pasó cabalgando sin ruido; y al fin aparecieron delante de él las blancas paredes de la Residencia de la Hermandad.

Tarod tiró de la rienda y, después de desmontar, ató la yegua al primero de los árboles circundantes. Desde fuera, no se veían luces en la Residencia; de acuerdo con la tradición, ésta había sido construida con un alto muro de cerca, con el fin de disuadir a los presuntos galanes de rondar alas Novicias. Tenía que haber una poterna, cerrada pero probablemente sin vigilancia; abrirla sería fácil.. , si tenía fuerza para ello.

Tarod acarició su anillo, sintiendo la piedra fría débilmente pulsátil a su tacto. De nuevo lo necesitaría; en circunstancias normales, le habría bastado su propia habilidad natural, pero el agotamiento se había ensañado en él. Se volvió para dar unas palmadas al morro de la yegua y tranquilizarla, y oyó que resoplaba inquieta al perderse él de vista en la oscuridad. El muro estaba ahora frente a él y lo resiguió en silencio hasta encontrar la puerta. Una rejilla colocada a bastante altura en la madera permitía ver un destello de luz al otro lado; pero nada se movía. Tarod cerró los ojos, forzando a su mente a concentrarse... y al cabo de unos momentos oyó el chirrido de un pesado cerrojo. Empujó la poterna, que se abrió sobre los untados goznes, y entró en el jardín de la Residencia.