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—Señora... —Sashka seguía mirando fijamente a Tarod y la expresión de su semblante era una mezcla peculiar de resentimiento, orgullo y astucia—. ¿Me das permiso para cabalgar hasta el Castillo con la escolta?

— ¿Quieres ir al Castillo? ¿Por qué, hija mía?

Sashka echó la cabeza hacia atrás.

— Creo que soy quien puede explicar más claramente al Sumo Iniciado todo lo que ha ocurrido aquí esta noche. Y... me gustaría que supiese que he sido personalmente responsable de la captura de su enemigo.

Kael vio inmediatamente el rumbo de los pensamientos de la joven y no supo si darle una fuerte reprimenda por su arrogancia o reírse de su presunción. Entonces recordó las palabras de la carta de Keridil Toin, la preocupación que había mostrado por ella, y pensó irónicamente en cómo habían sido esta noche cruelmente desbaratados los planes y las esperanzas de Sashka. Por muy tortuosa que pudiese ser, se merecía al menos una segunda oportunidad.

—Está bien. Te acompañará la Hermana Erminet, pues puedes necesitar sus servicios durante el viaje.

Sashka se volvió a ella, iluminado el semblante por una sonrisa dulce e inocente como una flor.

— ¡Gracias, Señora!

El grupo salió al amanecer, y estaba compuesto de cuatro robustos labriegos de las fincas del valle, montados en pesados y plácidos caballos y conscientes de su gran responsabilidad. Llevaban horcas y garrotes, levantados a la manera de lanzas, y formaban una guardia delante y detrás de las dos mujeres, Sashka y la Hermana Erminet, y la yegua alazana, que había sido encontrada pastando fuera de la Residencia y sobre la que habían atado a Tarod.

Los narcóticos de la Hermana Erminet garantizaban que Tarod no recobraría el conocimiento hasta muy avanzado el día, y además había sido atado a la silla con las manos sujetas debajo del cuello de la yegua, de manera que yacía con la cabeza enterrada en la crin de ésta. Después de una breve mirada desdeñosa, Sashka no se molestó una sola vez en volverse a mirarle, mientras la pequeña comitiva ascendía por la ladera del valle en dirección a las montañas que se elevaban amenazadoras a lo lejos. Todavía se estremecía de cólera por haber sido engañada, al menos así lo creía ella; pero aún era mayor la exc i-tación que sentía ante la perspectiva de encontrarse de nuevo con el Sumo Iniciado... y en circunstancias que podían ser muy favorables.

Los caballos llegaron al borde del valle y echaron a andar por la carretera. Entonces sintió Sashka algo duro que se clavaba en su costado, causándole molestias. Hurgó en su bolsa, causa aparente de su malestar, y sacó la insignia de oro de Iniciado que le había dado Ta-rod. Parecía que había pasado mucho tiempo y, ahora, aquella prenda ya no significaba nada. Durante unos momentos contempló el círculo de oro dividido por un rayo en la palma de su mano. Después, con un indiferente ademán, lo arrojó a un lado del camino. El metal centelleó entre las hierbas y uno de los caballos resopló y dio un paso a un lado, alarmado por aquella cosa desconocida y brillante. Entonces una nube cubrió la cara carmesí del sol y el pequeño resplandor dorado se apagó mientras el grupo proseguía su camino.

CAPÍTULO 16

— Estamos en deuda contigo, Hermana Novicia Sashka Vey yil. —El anciano Consejero tomó la mano de Sashka y se inclinó sobre ella de una manera normalmente reservada a las mujeres de alta categoría... y de edad avanzada—. Nos has prestado un gran servicio, y el Círculo te está sumamente agradecido.

Sashka disimuló su orgullo y su satisfacción bajo una máscara de adecuada modestia e hizo una reverencia.

— Creo que no he hecho más que cumplir mi deber con Aeoris, Señor. Pero me halaga mucho tu amabilidad.

Mientras hablaba, miró brevemente y de reojo al hombre de rubios cabellos que estaba un poco apartado de los otros en la habitación elegantemente amueblada. Era el único que todavía no le había dicho una palabra, y esto la disgustaba e inquietaba al mismo tiempo, haciendo que se preguntase si le había molestado u ofendido en algo. A fin de cuentas, había sido amigo íntimo del hombre que ahora yacía inconsciente en una habitación fuertemente custodiada de otra ala del Castillo... Pero la carta, su carta, había parecido tan prometedora...

Keridil vio que la joven le miraba y su pulso se aceleró desagradablemente. Había una combinación de súplica y desafío en aquella mirada; pero, aunque creía haber interpretado bien su significado, todavía se sentía reacio a hablar. Hasta ahora había dejado que los ancianos del Consejo ofreciesen a Sashka los plácemes que le eran debidos, prefiriendo mantenerse él en segundo término hasta que estu-vie se más seguro de sí mismo.

No podía borrar enteramente de su memoria la impresión que había sentido cuando, hacía apenas una hora, había llegado al Castillo el grupo de la Tierra Alta del Oeste. De momento, al ver la figura inmóvil de Tarod atada sobre el lomo de la yegua, sin el menor respeto ni consideración, un sentimiento de culpa había roído sus entrañas como una rata hambrienta. Pero entonces había visto a Sashka, y aquel sentimiento había sido superado por otras y más fuertes emociones.

Al escuchar su relato, hecho con un aplomo que le impresionó en gran manera, empezaron a renacer las viejas esperanzas en la mente de Keridil. Ya no tenía motivos para estar celoso: Sashka había roto todos los lazos con Tarod por su propia voluntad, y volvía a ser libre. Si su cambio de actitud era auténtico, y Keridil no tenía razón alguna para pensar de otra manera, lo que antes le había parecido inalcanzable se había convertido, de pronto, en una posibilidad.

Se dio cuenta de que la estaba mirando como un vulgar mozo de cuadra y desvió rápidamente la mirada. Si pudiera encontrar una oportunidad de hablar con ella a solas...

También Sashka abrigaba ideas parecidas. Aunque halagada por los encomios que le prodigaban los Consejeros, deseaba que los ancianos terminasen sus discursos y se marchasen. Deseaba tener ocasión de mirar abiertamente aquella estancia que presumía que era el estudio particular del Sumo Iniciado, y también de hablar con éste sin la engorrosa presencia de tantos observadores y, sobre todo, de su carabina.

Sashka no disimulaba la aversión y el desprecio que sentía por la Hermana Erminet Rowald. Podía ser muy buena herbolaria, pero, en opinión de Sashka, era también como un sargento de cara arrugada y lengua viperina, cuya mente recelosa y cuyos ojos de ave de presa observaban la menor infracción de sus severas normas. Podía estar segura de que la Hermana Erminet informaría a Kael Amion de todos los detalles de su encuentro con el Sumo Iniciado, enriqueciendo el relato con sus propias y acerbas observaciones. Y no era probable que la Hermana Erminet la perdiese de vista un solo instante...

Sashka pegó un salto cuando la vieja Hermana habló, de pronto, como activada por sus agrios pensamientos.

—Señores, si me lo permitís, creo que debería volver junto a mi paciente. —Durante todo el viaje, se había referido remilgadamente a Tarod como a un paciente—. Vuestro médico es, desde luego, un hombre excelente, pero como hasta ahora me he cuidado yo de él... — Frunció los labios en elocuente rechazo de la capacidad de Grevard y añadió—: Si algo se estropease ahora, nunca me lo perdonaría.

Antes de que cualquiera de los Consejeros pudiese contestar, Ke-ridil se adelantó.

—Lo siento, Hermana —dijo, con una sonrisa de disculpa—. Hemos sido egoístas al entretenerte; has hecho un viaje largo y difícil. En cuanto te hayas asegurado de que todo marcha bien, debes tomarte un tiempo de descanso. Caballeros —prosiguió, dirigiéndose a los Consejero—, debemos despedirnos de las buenas Hermanas hasta más tarde.

La Hermana Erminet era insensible a los halagos. Repitió con firmeza:

—Ante todo debo atender a mi paciente, Sumo Iniciado. Si me lo permites, tal vez una de vuestras mujeres podría encargarse de Sas h-ka...