Se arremangó y empezó a mezclar distintos polvos y a disolverlos en una copa de vino. Su larga experiencia le había enseñado que ni siquiera los pacientes más recalcitrantes solían rehusar una copa de vino...
— Sashka...
La voz fue ahora más fuerte, aunque todavía confusa por los efectos de la droga. La Hermana Erminet interrumpió sus preparativos y se acercó a la cama, donde miró un momento a Tarod antes de levantarle un párpado con dedos expertos. El ojo estaba vidrioso; sin duda no podía ver nada, y la mujer dudó de que él tuviese algún control sobre los miembros, lo cual hacía que fuese bastante inofensivo.
Estaba a punto de volver a la mesa, cuando una mano la agarró de un brazo, débilmente pero con firmeza.
— Por favor...
— ¡Aeoris!
A Erminet le dio un salto el corazón, y Tarod abrió los ojos.
No podía verla. Su mente trataba inútilmente de luchar contra una niebla que confundía sus pensamientos. No tenía más fuerza que un niño pequeño, pero se daba cuenta de la presencia de ella, y un instinto infalible le decía que estaba de nuevo en el Castillo. Sin que pudiese recordar la razón, esta idea le produjo irritación y miedo, y una parte de él sintió ganas de reírse de su propia tontería.
— El Castillo — dijo.
La Hermana Erminet frunció los labios.
—Sí, estamos en el Castillo. Aunque sólo los dioses saben si eres capaz de comprender lo que esto significa. Sería mejor que no lo fue-ses.Miró con recelo su colección de drogas.
Sashka..., tenía que decírselo a Sashka. Gradualmente, su mente se estaba aclarando un poco, aunque todavía no tenía un recuerdo coherente de los acontecimientos recientes.
La Hermana Erminet no le respondió. Había resuelto ya administrar al paciente una pócima que, manteniéndole físicamente impotente, le permitiese conservar cierto grado de coherencia mental. No se podía jugar con el cerebro; podía ser muy peligroso y su propia ética no le permitía arriesgarse a perjudicar en modo alguno al hombre que tenía a su cargo.
—Toma —dijo vivamente—, bebe esto, si puedes.
Agradeció a su buena suerte que Tarod estuviese todavía demasiado confuso para discutir y observó con alivio cómo engullía el contenido de la copa de vino que acercó a sus labios. No se podía andar con triquiñuelas con un Adepto de séptimo grado, y si la mitad de lo que le habían dicho de éste era verdad, no tendría el menor deseo de enfrentarse con él si recobraba todas sus facultades. Retiró la copa, la dejó sobre la mesa y, cuando se volvió de nuevo, le impresionó ver que aquellos ojos verdes estaban abiertos de par en par y llenos de inteligencia, y que la miraban fijamente.
—¿Quién eres? —preguntó Tarod con voz ronca.
La Hermana respiró hondo para tranquilizarse.
—Soy la Hermana Erminet Rowald. Has sido puesto bajo mi cuidado hasta nueva orden... No, por favor, no trates de moverte. Temo que no podrías hacerlo.
Tarod había intentado levantar un brazo, pero descubrió que no tenía fuerzas para hacerlo. De momento, casi sintió pánico, pero en seguida se dio cuenta de lo que pasaba.
— Eres una herbolaria. — Su boca se torció en una sonrisa helada y malhumorada, aunque le costó un gran esfuerzo—. Me has drogado.
—Sí; por orden del Sumo Iniciado y de la Señora Kael Amion.
— La Hermana Erminet hizo una pausa y correspondió, de pronto, a la torcida sonrisa de él—. Lo siento.
—¿Lo sientes?
Casi escupió estas palabras, y ella encogió los estrechos y nervudos hombros.
— Desprecia mi simpatía si así te place, Adepto, pero aquí encontrarás muy poca entre los demás.
Tarod empezaba a juntar las piezas del rompecabezas en que se habían convertido sus recuerdos. Recordó el garrote que le había dejado sin sentido... y la mano que lo había enarbolado. Una sensación terrible que no podía identificar amenazó con sofocarle.
—¿Dónde está Sashka...?
La Hermana Erminet sabía lo bastante acerca de la historia de Ta-rod para adivinar el resto, y frunció el entrecejo.
—Sigue mi consejo y no te preocupes de la Hermana Novicia Sashka.
— He preguntado dónde está.
La vieja suspiró.
—Está bien; te lo diré, ya que te empeñas. Supongo que en este momento está manteniendo una conversación privada con el Sumo Iniciado, en el estudio de éste. —Le miró de reojo—. Él parecía extraordinariamente deseoso de hablar a solas con ella.
Keridil... La magnitud de su falsía y de su traición hirió a Tarod como un cuchillo clavado en sus entrañas, pero no pudo responder a este sentimiento; el narcótico le impedía toda reacción que no fuese mínima.
Miró fijamente a la Hermana de duras facciones y comprendió que, a pesar de su brusquedad, la simpatía que le había manifestado era bastante auténtica. Tratando de dar acritud a su voz, dijo:
— Me parece, Señora, que no apruebas esta relación...
La Hermana Erminet había oído raras veces tanta amargura en una voz. Miró a Tarod durante un largo rato y después respondió:
—Esto no significa nada para mí. Todos hemos tenido momentos parecidos en nuestra juventud. Pero no puedo aprobar la fría traición.
— Entonces, ella...
—¿Si te ha traicionado? ¡Oh, sí! Te ha traicionado, te ha engañado, llámalo como quieras; la pequeña zorra sabía perfectamente lo que estaba haciendo. —Sonrió de nuevo, ahora tristemente—. Un Adepto de séptimo grado es una cosa; un hombre a quien han puesto precio a su cabeza, es otra muy distinta. A fin de cuentas, ella es una Veyyil Saravin; me extraña que tu sentido común no te hiciese ver su manera de ser.
Parecía no saber si burlarse de él o compadecerle, y Tarod no sabía si despreciarla o estarle agradecido. Cerró los ojos para no ver su propia aflicción impotente, y la Hermana Erminet volvió a su lado.
—Lo siento por ti, Adepto —dijo más amablemente—. A pesar de lo que hayas hecho y de quien seas, nadie merece un trato semejante por parte de la persona que ha dicho que le amaba. —Vaciló un momento—. Yo sentí una vez lo que sientes tú ahora, aunque dudo de que esto te sirva de consuelo. Me dejó plantada un joven cuyo clan pensaba que yo era inferior a ellos. Yo creía que él les desafiaría por mí, y en esto fui tan ingenua y tonta como tú. Cuando me di cuenta de mi error, traté de suicidarme, fracasé en mi intento y mi familia me envió a la Hermandad.
Se pasó la lengua por los labios, sorprendida, de pronto, de su propia actitud. En cuarenta años, no había hablado a nadie de aquel remoto incidente... , pero ahora pensó que nada perdía con confesarlo a un hombre que, antes de que pasaran muchos días, se llevaría a la tumba su secreto...
Tarod la observaba fijamente.
— Tal vez — dijo a media voz — somos los dos de la misma clase, Hermana Erminet.
Ella gruñó desdeñosamente.
—Nos parecemos tanto como un huevo a una castaña.
—Alargó una mano y le asió la muñeca izquierda. La nueva droga había surtido pleno efecto, y él nada pudo hacer para impedírselo. Erminet frotó la piedra del anillo con el dedo pulgar—. Es una curiosa chuchería. Los Iniciados estuvieron tratando de quitarte el anillo, pero no lo consiguieron. Dicen que guardas en él tu alma y que en realidad no eres un hombre, sino algo del Caos. ¿Es verdad?
Los ojos de Tarod centellearon.
— Empleas con mucha ligereza esta palabra. ¿No temes al Caos, Hermana Erminet?
—No te temo a ti. Y, seas o no seas del Caos, pronto habrán acabado contigo, y si es así, ¿por qué habría de temerte?