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Esta vez no sería una espada clavada en la espalda...

Keridil seguiría el ritual ortodoxo del Círculo, y Tarod sabía demasiado lo que le esperaba antes de que su vida se extinguiese al fin. Purificación, exorcismo, condena, fuego... conocía los actos prescritos tan bien como el que más, aunque no se habían realizado desde hacía siglos y eran absolutamente bárbaros. Trataría de persuadir a la Hermana Errninet de que le administrase algún brebaje anestésico antes de que empezara el ritual de la muerte, aunque se imaginaba que era capaz de negarse por pura perversidad. En este caso, sólo podía esperar una terrible agonía antes de ir a reunirse con Aeoris...

Agonía. La perspectiva de este dolor físico no significaba nada para Tarod; parecía tan remoto y ajeno a la realidad como se sentía él. Cerró los ojos, súbitamente aplastado por una oleada de agotadora desesperación. Ni siquiera tenía fuerza para rebelarse contra su propio destino; ya no le importaba. El amargo sabor de la traición de Sashka había socavado su voluntad, y el olvido sería una bendición...

La voz de la Hermana Erminet interrumpió ásperamente sus tristes pensamientos.

—¿Cómo van a matarte? —preguntó, en tono indiferente—. ¿Lo sabes?

Él abrió de nuevo los ojos y la miró turbiamente.

—Creo que sí.

—Y no será una muerte fácil, ¿verdad?

— No...

Ella gruñó.

—No soy muy entendida fuera de mi especialidad, pero he leído bastante acerca de estas cosas... —Sus ojos, pequeños y brillantes como los de un pájaro, se fijaron en la cara de él cuando añadió, casi tímidamente—: Podría darte un narcótico. No lo bastante fuerte para que no sintieses nada, pues el Círculo sospecharía de mí. Pero siempre te... facilitaría las cosas.

— Eres muy amable.

Erminet se encogió de hombros y volvió la cara, desconcertada. Ni por un instante había presumido que, precisamente ella, podría sentir compasión e incluso débiles síntomas de afecto por un desconocido condenado a muerte; pero los sentimientos eran reales, y ella, lo bastante sincera para no negarlos. Tal vez era una empatía natural con alguien que había sido víctima de una amante traidora, como lo había sido ella antaño de un amante traidor; o tal vez se debía a una arraigada antipatía contra Sashka y otras muchachas como ella, a quienes Erminet consideraba diletantes sin ningún mérito. En todo caso, no le gustaba ver una vida vigorosa tronchada y desperdiciada.

— No soy amable — dijo a Tarod, en tono cortante—. Soy, sencillamente, más afortunada que tú. Tú estás destinado a morir, mientras que yo debo seguir viviendo para tratar de inculcar un poco de mi saber sobre las hierbas a esas Novicias de cabeza hueca. Y si es esto lo que quiere Aeoris, no voy a discutirlo. Además, si tú eres lo que ellos dicen, sin duda haremos bien en librarnos de ti.

Tarod se echó a reír. Lo hizo en voz baja, pero el sonido fue inconfundible y la Hermana se volvió para mirarle.

—Eres muy raro —observó— he visto morir a mucha gente, pero a nadie reírse de la perspectiva de la muerte.

—Oh, yo no me río de la muerte, Hermana —dijo Tarod—. Sólo me río de ti.

—¿De mí? —dijo ella, enojada.

—Sí. Me ves impotente, gracias a tus pócimas, y dices que os libraréis de mí. —Por un momento, un fuego extraño brilló en sus ojos; después, se apagó—. Espero por el bien de todos, Hermana Erminet, ¡que no os equivoquéis!

Encima del Castillo, el cielo había adquirido color de san gre seca, y teñía las grandes losas del patio con un reflejo fatídico. Desde la ventana de su estudio, Keridil pudo ver a los primeros Adeptos de alto rango reuniéndose y caminando hacia la puerta que conducía a la biblioteca y, desde ésta, al Salón de Mármol. La roja luz del ocaso se reflejaba también en sus ropajes blancos, rodeándoles de una aureola lúgubre y débilmente inhumana; se movían despacio, como intimidados ya por las exigencias de las ceremonias que les aguardaban.

Haciendo un esfuerzo, Keridil apartó la mirada de la ventana y concentró su atención en su tarea inmediata. Hacía un frío terrible en la habitación (este ritual particular exigía que no se encendiese fuego en presencia del Sumo Iniciado el día elegido) y Keridil casi se alegró de tener que llevar las gruesas prendas de ceremonia, a pesar de que, por no haber sido empleadas durante generaciones, desprendían un olor a moho muy desagradable. Se preguntó quién habría sido el último Sumo Iniciado que llevó aquellas vestiduras purpúreas, con sus complicados bordados en hilo de color zafiro, y la naturaleza del delito que habría sido castigado en aquella ocasión; pero borró esta idea de su mente. La noche pasada había sufrido las pesadillas más horribles que jamás hubiese experimentado y en las que Tarod, transformado en algo que nada tenía de humano, le perseguía a través de un paisaje deformado de montañas que gritaban su nombre como acusándole, y de vientos que quemaban su carne, hasta que, carbonizado pero todavía con vida, se arrojaba Keridil de cara al duro suelo y rezaba para que llegase la muerte. Se había despertado sudoroso, gritando con voz ronca, y solamente una copa de vino y los brazos cariñosos de la muchacha que compartía su cama habían borrado el infernal recuerdo.

La joven estaba ahora sentada en silencio en un sillón del fondo de la estancia, envuelta en una gruesa capa para resguardarse del terrible frío. Aparte del tiempo que había pasado tranquilizando a Keridil cuando éste despertó de su pesadilla, Sashka había dormido tan profundamente como siempre, y su semblante permanecía sereno e imp a-sible mientras observaba cómo Keridil preparaba la ejecución de Ta-rod. Durante los siete días transcurridos desde su llegada al Castillo, había pasado casi todo el tiempo en compañía de Keridil, y ahora todos aceptaban que era, salvo de nombre, la consorte del Sumo Iniciado. Sus padres, llamados urgentemente, habían venido a toda prisa desde la provincia de Han, esperando encontrar a su hija desolada y avergonzada, y, en vez de esto, habían hallado a una muchacha radiante por un triunfo que superaba en mucho sus anteriores ambiciones. Y tanto les satisfizo el inesperado cambio de fortuna después de las espantosas noticias concernientes a Tarod que cerraron los ojos ante el hecho de que Sashka desapareciese en las habitaciones privadas de Keridil cada noche, después de cenar, y no volviese a ser vista hasta la mañana.

Sashka estaba ya descubriendo que Keridil era mucho más maleable y fácil de comprender que Tarod. Había aprendido rápidamente a usar toda su habilidad para distraerle de los remordimientos de conciencia, y, durante los dos últimos días, mientras se realizaban los últimos preparativos para el Rito Supremo que enviaría a Tarod a la muerte, se había resignado dócilmente a representar un papel pasivo. Una vez había insinuado su deseo de que le permitiesen presenciar el rito, pero había aceptado la negativa de Keridil. Sin embargo, le habría gustado estar presente..., habría sido la señal definitiva de su triunfo.

No había intentado ver a Tarod. Según rumores, éste yacía casi inconsciente en una habitación cerrada y guardada, sometido a los cuidados de la Hermana Erminet; pero la Hermana Erminet nunca hablaba de él y, en realidad, parecía evitar deliberadamente a Sashka, cosa que complacía bastante a la muchacha. Sin embargo, a veces se preguntaba cómo estaría Tarod, si pensaría alguna vez en ella y si sabría que había sido ella la que le había entregado al Círculo. Le habría gustado que lo supiese... por una mezcla peculiar de amargo resentimiento y de celosos vestigios del deseo que había sentido por él. Sashka esperaba que conociese su inminente destino y sufriese por ello...

Keridil ignoraba lo que pensaba ella mientras Gyneth, con estudiada e innecesaria deliberación, echaba por fin una gruesa capa negra sobre sus hombros inmóviles. El broche, de oro macizo y con la insignia de Sumo Iniciado, se cerró sobre su cuello, y Keridil estuvo preparado para la ceremonia. A una señal del anciano criado, dos Adeptos de sexto grado, vestidos de blanco, avanzaron desde la puerta donde estaban esperando y se colocaron a ambos lados del Sumo Iniciado. Keridil apoyó la mano derecha en la maciza empuñadura de la espada que pendía de su costado, y su solidez contribuyó a mitigar la angustia que sentía en el estómago. Su mirada se cruzó con la de Sashka, que, anticipándose, se levantó y cruzó la estancia en dirección a él. Su cara estaba muy seria cuando él tomó sus mejillas entre las manos.