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Nada podía hacer Tarod. Sólo su orgullo le impidió protestar o suplicar. Se puso tenso e inclinó la cabeza a un lado al golpear Keridil con toda su fuerza. Un grito de angustia brotó de su garganta cuando el puño de la espada cayó sobre su mano izquierda, destrozando los frágiles huesos, rompiendo el anillo de plata de manera que el alma-piedra se desprendió de la montura sobre la base del destrozado dedo. Por un instante, a través de una neblina escarlata de dolor, vio la cara triunfal de Keridil y la mano de éste agarrando la resplandeciente gema. Entonces, cuando los Adeptos soltaron sus brazos, Tarod cayó al suelo y se sumió en una piadosa inconsciencia.

¿Dónde está la piedra?

La tomaron... de mi mano...

Tienes que recobrarla, Tarod. Tienes que hacerlo.

— No puedo...

— ¡Debes hacerlo! Es mucho lo que depende de ti. Debes cogerla de nuevo, y usarla, y comprender. Si mueres, no habrá nada. No debes morir.

No tengo posibilidad...

— Tienes una posibilidad. Aprovéchala. Si amas este mundo, aprovéchala...

La mente de Tarod se retorció, protestando, y la voz sibilante e impersonal se extinguió, dejando solamente el recuerdo de sus apremiantes palabras. Solamente el recuerdo... No había sido más que un sueño doloroso, una ilusión engañosa. No significaba nada... Suspirando en silencio, dejó que su conciencia se hundiese de nuevo en el vacío.

—Por la Voluntad de Aeoris, ¡el mal será sujetado!

— ¡Sujetado por la Voluntad de Aeoris!

—Por la Sangre de Aeoris, ¡el mal será azotado!

— ¡Azotado por la Sangre de Aeoris!

—Por la Espada de Aeoris, ¡el mal será partido!

— ¡Partido por la Espada de Aeoris!

—Por el Fuego de Aeoris, ¡el mal será destruido!

— ¿Destruido por el Fuego de Aeoris!

El lento y terrible cántico resonaba en la profundidad insondable del Salón de Mármol, y la voz del Sumo Iniciado se elevaba en un estado de trance y era respondida por el contrapunto de los Adeptos.

Una luz pálida y extraña resplandecía alrededor de Keridil, que sentía cómo aumentaba su poder como una marea creciente, mientras el canto inexorable proseguía, alimentado por la voluntad conjunta del Círculo que formaba ahora un anillo completo a su alrededor y en torno al macizo altar de madera negra. La sensación era vertiginosa, casi terrorífica, y tuvo la impresión de que las innumerables sombras de sus predecesores estaban detrás de él, infundiéndole su antigua fuerza. Por muy grandes que hubiesen podido ser un día los poderes de Tarod, un destello de divinidad parecía brillar ahora en Keridil a medida que cobraba impulso el rito tanto tiempo olvidado.

Tarod salió de la vasta negrura de la inconsciencia cuando resonó en sus oídos la salmodia de los Adeptos. Un dolor agudo y pulsátil sacudía todo su cuerpo, adquiriendo su máxima intensidad en la mano izquierda; no podía moverse... Haciendo un esfuerzo, entreabrió los ojos pero volvió a cerrarlos a causa de un rayo cegador de luz blanca-azulada que parecía suspendido en el aire delante de él. Sintió la presencia de algo inhumano; algo que llenaba de fuerza el Salón, que le sujetaba sin esfuerzo sobre una superficie dura como el hierro.

El rayo de luz se movió, de pronto, al subir de tono el cántico, y entonces se dio cuenta Tarod de dónde estaba. Yacía boca arriba sobre el altar, con la cabeza colgando hacia atrás, y la luz era el brillante reflejo que centelleaba a lo largo de la enorme espada que sostenía Keridil Toin con ambas manos. Tarod sintió el vibrante calor que desprendía la hoja como un aliento infernal sobre la frente y vio la cara del Sumo Iniciado iluminada por su resplandor, cerrados los ojos, como una máscara de inspirada concentración.

El rito había empezado... y él era impotente para detenerlo. Las fuerzas conjuradas por el Círculo le tenían firmemente sujeto y ahora Keridil empezaba a cantar los misteriosos cánticos de Exhortación y Exorcismo que harían que los dioses condenasen a su víctima. Esto se alcanzaría pronto... y cuando la ceremonia llegase a su frenético punto culminante el Sumo Iniciado evocaría la Llama Blanca, el fuego puro y sobrenatural que, según la leyenda, ardía eternamente en el corazón de Aeoris y era lo único que podía destruir la esencia de un demonio del Caos.

Brotó sudor de la piel de Tarod, como si su cuerpo sintiese ya el contacto de la Llama Blanca. No quería morir... y al darse cuenta de ello sintió al mismo tiempo como un martillazo. Afluyó a su mente toda la furia contenida en su interior y que las drogas de la Hermana

Erminet habían mantenido a raya. Antes de que le rompiesen la mano para quitarle el alma -piedra, nada le había importado su propio destino. Pero ahora se había apoderado de él una nueva sensación... una necesidad furiosa, salvaje, de aferrarse a la vida, de desafiar y vencer al Círculo, eclipsando cualquier otro deseo. Y algo más..., algo que sólo gradualmente se manifestaba al despertar sus sentidos.

El Sumo Iniciado seguía cantando y los Adeptos casi vociferaban sus respuestas, alcanzados también por la increíble sobrecarga de poder. Pero sus voces resbalaban sobre Tarod, sin conmoverle. Cuidadosamente, fijó toda su atención en el dolor lacerante que llenaba su cuerpo. Y el dolor menguó... Entonces concentró una pequeña parte de su voluntad en la mano izquierda...

El dolor desapareció del todo, y cuando trató de doblar los dedos, supo que volvían a estar enteros, que el daño infligido por Keridil había sido remediado como si nunca se hubiese producido. Y empezó a comprender.

Keridil había tomado la piedra que contenía su alma, pero el Sumo Iniciado no había contado con el efecto que esta acción podía surtir en su enemigo. Si a un mortal le quitaban el alma, era como una cáscara vacía; pero Tarod no era enteramente mortal. Al perder la piedra, había perdido sus lazos con el tremendo poder del Caos, pero también había ganado algo que ni él ni el Círculo habían previsto. Todavía conservaba poder, y era un poder despojado de todos los tabúes y restricciones impuestos por la humanidad, porque ya no era humano.

Creía que este poder era lo bastante grande para salvarle. El camino estaba plagado de peligros en comparación con los cuales parecería un juego de niños el rito de la muerte del Círculo, pero ahora Tarod era incapaz de sentir miedo. También era ajeno al dolor y a la conciencia: una frialdad total había sustituido en su corazón los escollos de la emoción humana. Aunque había luchado por dominar las fuerzas devastadoras que yacían en el fondo de su ser, sabía que podía apelar a ellas si quería, que estaban allí, latentes, esperando. Ahora las emplearía sin reparo, y si esto significaba liberar el poder del Caos que llevaba dentro, no le importaba. El Círculo debería cargar con las consecuencias.

La enorme espada pendía sobre su cabeza, todavía con aquel vibrante resplandor que disipaba la temblorosa niebla del Salón de Mármol. La voz de Keridil se elevó, estridente, y los Adeptos medio gritaron y medio cantaron una fúnebre endecha como contrapunto. Poco a poco fue aumentando el brillo de la hoja, y Tarod sintió que unas fuerzas tremendas le arrastraban hacia abajo, tratando de poner su mente en poder del Círculo. Él se resistió en silencio, pero, aunque se desvaneció aquella influencia, comprendió que el tiempo se estaba agotando rápidamente.

El tiempo. Era como si hubiese girado una llave en su memoria, abriendo un depósito de conocimiento tan antiguo que no había advertido su existencia. Yandros, a su enigmática manera, se había referido a él, pero Tarod no lo había comprendido del todo, hasta ahora...