Antiguamente, cuando reinaban los Ancianos, el Tiempo había sido un juguete de los Señores del Caos. Las mentes inhumanas que habían guiado las manos que construyeron este Castillo lo habían elegido como centro de su manipulación de las fuerzas temporales, y seguía conservando esta antigua calidad. El Círculo nunca había sido capaz de descubrir sus misterios: Tarod, como Adepto del Círculo, había sido tan ignorante como ellos. Pero ahora, el secreto le había sido revelado...
El cántico era como un sonido sólido que fuera golpeando sus sentidos a medida que el ritual se acercaba a su punto culminante. Tarod cerró los ojos, borrando la imagen de Keridil en estado de trance. Algo oscuro se cernió sobre el borde de su campo visual interior, y lo reconoció como emanado de debajo de donde él yacía, del círculo negro que marcaba el centro de las peculiares dimensiones del Salón de Mármol. Dejó que su mente lo siguiese, sintió que le llamaba... y, poco a poco, el mundo real se desvaneció, hasta que su conciencia pendió, sola e inmaculada, en la oscuridad. Sus ojos se empañaron debajo de los párpados cerrados, y un trance mucho más profundo que el del Sumo Iniciado se apoderó de él...
Una pared de roca vertical le cerró el camino. El negro basalto, resplandeciente por las pulidas facetas de cristales incrustados en su superficie, se elevaba hacia un ciclo sulfuroso, sin ofrecerle paso alguno. Tarod, haciendo un gran esfuerzo, recordó; después levantó una mano y dijo una sola palabra.
Se oyó un fuerte estampido y la roca se abrió, y una intensa luz verde brotó de la estrecha fisura. Tarod avanzó, sintiendo que la roca la envolvía, y vio dentro de la peña un pozo que se hundía en la nada. La verde radiación procedía de aquel pozo, y se dirigió hacia él.
¡Alto!
Se detuvo. La voz había venido de ninguna parte, y la radiación verde empezó a temblar como si una presencia invisible la agitase. La memoria despertó de nuevo, y Tarod formuló mentalmente una severa pregunta.
¿Quién eres tú para darme órdenes?
En seguida recibió la respuesta, meditada y rotunda.
El Guardián de este lugar.
Tarod sonrió. Levantó la mano izquierda e hizo un ademán.
Dejate ver, Guardián.
Apareció lentamente, tomando su forma y su sustancia de la roca viva que le rodeaba. Parecía un hombre, pero corcovado y deforme; un vigoroso enano de ojos de basalto, en cuya garganta resplandeció un brillo de cristal cuando abrió la fea pero graciosa boca en una sonrisa.
Bienvenido, viajero, dijo, con una voz que parecía producida por un trozo de esquisto deslizándose sobre granito.¿Qué te trae por aquí?
Tenía la mitad de la estatura de Tarod, pero una fuerza y un aplomo que él sabía que serían difíciles de combatir. Y tampoco quería luchar con el Guardián de la Tierra. Había maneras mejores... y antiguas lealtades.
Dijo suavemente: ¿Me conoces, Guardián?
El enano de piedra frunció el ceño tratando de recordar y, por un instante, los ojos parpadearon vacilantes. Eres un extranjero, un mortal... y sin embargo, no eres extranjero...
Los ojos verdes de Tarod resplandecieron y su forma astral cambió sutilmente, y el enano abrió mucho los ojos al reconocerle de pronto. El peculiar y achaparrado personaje hincó torpemente una rodilla en el suelo y murmuró:
¡Señor!
Tarod se echó a reír, en voz baja pero suficiente para despertar mil ecos en las paredes de roca que le rodeaban. Viejo amigo, dijo al enano de piedra, nuestros tiempos eran buenos...
Aquel ser levantó la fea cabeza y le miró con una expresión que parecía de afecto. La Tierra no olvida.
Entonces, ayúdame.
Otra sonrisa se pintó en las rudas y melladas facciones. Señor.., la Tierra es tuya toma lo que quieras de ella.
Tarod respiró profundamente. La silueta del enano osciló, y tuvo la sensación de que su propio cuerpo se estaba convirtiendo en piedra.
Huesos de granito, carne de basalto, piel de cristal..., la esencia del plano-tierra le llenaba y le fortalecía, mientras la forma del achaparrado Guardián se disolvía en la nada.
Había pasado la primera barrera y... poco a poco, se acercó al profundo pozo y a su verde y tembloroso resplandor. Su radiación le bañó como una lluvia fresca, y se entregó a ella, dejando que su conciencia se hundiese en aquellas tranquilas y brillantes profundidades...
Se movía con facilidad y gracia, como un pez, en un mundo compuesto solamente de agua. Formas extrañas y elementales danzaban en los límites de su campo visual, y un alegre murmullo llenaba su mente, dando a sus pensamientos una serenidad que no había conocido hasta entonces. Absorbió este sentimiento, dejando que impregnase su ser y extrayendo de él más fuerza, mientras se dirigía con aplomo hacia el tercero de los siete planos astrales.
Y entonces, súbitamente, se encontró en el aire. Un aire que gemía y chillaba a su alrededor, soplando y girando con vibrante vida propia. Una fuerte sensación de vértigo invadió a Tarod, y colores pálidos y fantasmagóricos, surcados de vetas más oscuras, bailaron ante sus ojos. Pero siguió adelante, dejándose llevar por el furioso vendaval, retorciéndose y girando con las corrientes de aire, hasta que...
Le abrasó el calor. La arena ardía bajo sus pies y el cielo era un incendio carmesí desde un horizonte a otro, más espectacular que cualquier puesta de sol. Igual habría podido estar en el corazón del Sol. Una bola de fuego resplandeció sobre su cabeza, con un esplendor fugaz, y surgieron del suelo llamas que parecían árboles exóticos, a pocas pulgadas de él y que se extinguieron al agotarse su breve pero violenta energía. Tarod centró su mente y absorbió algo de aquella violenta energía; ahora había alcanzado el cuarto plano y el esfuerzo se hacía sentir, a pesar de la fuerza que había tomado de los tres planos que acababa de cruzar. E inquietando su conciencia estaba el conocimiento de que muy lejos, en otra dimensión más material, el rito de la muerte del Círculo proseguía hacia su espantoso final. Si Keridil evocaba la Llama Blanca antes de que él pudiese alcanzar su meta, su mente sería devuelta al reino de los mortales y él moriría, entre horribles tormentos, sin haber realizado su tarea.
Un surtidor de fuego al rojo vivo brotó a solamente un paso delante de él, elevándose hacia el cielo y rugiendo como un alto horno. La forma astral de Tarod tembló al lanzarse hacia él, y entonces ardió el fuego en sus venas, de tal manera que se convirtió en una llama viva que se elevó más y más, y hacia afuera, hasta que estalló en un reino de ilusión.
Sonaron risas en las gibosas rocas negras, sobre las que resplandecía engañosamente una aureola de plata. El suelo se movía debajo de Tarod, y en el aire se formaban caras que temblaban y se desvanecían antes de que pudiese identificarlas. Pero, a pesar de la intangibili-dad de este plano, que era, o al menos así lo creía el Círculo de Adeptos, el más alto alcanzable por cualquier mago humano, Tarod sabía que se estaba acercando a su objetivo. Un pulso débil y regular latía en la estructura del mundo y, aunque venía de muy lejos, era una señal segura de que su instinto le guiaba bien.
Haciendo un gran esfuerzo, rechazó las seductoras ilusiones y fantasías que le invitaban a dar media vuelta y quedarse allí, e impulsó a su mente hacia el sexto y penúltimo plano. Hasta entonces, nunca se había atrevido a perseguir una meta tan alta; pero las barreras que podían haber existido para un simple mortal se derrumbaron a su alrededor, y se encontró en un lugar donde una única voz, gigantesca, emitía una nota interminable. Rabia, locura y un regocijo infernal se mezclaban en aquella ensordecedora cacofonía, y Tarod retrocedió ante aquella agresión, a punto de perder el control bajo la amenaza de aquel estruendo que le empujaba al abismo de la locura. Trató desesperadamente de dominar sus sentidos, sabiendo que no podría resistir a aquella voz y que debía dejarla entrar, dejar que le atravesara...