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Una quietud irreal imperaba en el sótano. Nada se movía. Tarod tuvo entonces un presentimiento, la certidumbre de que algo andaba mal y al crecer este temor dentro de él, se encaminó a la puerta abierta que conducía al Salón de Mármol.

Esta vez no brillaba la cegadora luz de plata. La puerta del Salón de Mármol tenía un fulgor mate de estaño, e incluso antes de llegar a ella, la intuición advirtió a Tarod lo que iba a suceder. Alargó un brazo y, a tres pulgadas de la puerta, su mano fue detenida por una barrera invisible. Hizo un segundo intento, y un tercero, pero siempre con el mismo resultado. Y al fin comprendió lo que ocurría.

Las fuerzas que los inhumanos arquitectos del Castillo habían montado en el Salón de Mármol eran tan caprichosas y tortuosas como sus creadores. Sí, él había conseguido detener el Péndulo del Tiempo; y el Castillo y sus moradores estaban paralizados y retenidos en un limbo, y él había ganado una especie de inmortalidad. Pero el Tiempo se había desviado más sutilmente de lo que había imaginado Tarod; el momento del que dependía el Salón de Mármol no había coincidido exactamente con aquel en que había sido inmovilizado el propio Castillo, y esto hacía que el Salón quedase fuera de su alcance.

Y el alma-piedra estaba atrapada, junto con los Adeptos del Círculo, como una mosca en ámbar, detrás de aquella puerta...

Tarod sintió algo muy parecido a la desesperación. Haber conseguido tanto y verse frustrado por un capricho del destino cuando todo parecía estar en sus manos, era una ironía cruel. Levantó la mano izquierda, mirando la torcida montura de plata del anillo que permanecía aún en su dedo índice. Sin la piedra, se hallaba en un callejón sin salida posible; necesitaba recobrarla si quería mantener alguna esperanza de destruirla al fin, y sin embargo, no podía poseerla sin traer de nuevo el tiempo y, con él, toda la cólera del Círculo.

Poco a poco, se apartó de la puerta mate y volvió a la biblioteca. Durante un rato permaneció inmóvil entre los libros desparramados, absorbiendo la muerta y silenciosa atmósfera. Ahora era allí el único ser viviente.

Ahora. Tarod sonrió tristemente al darse cuenta de que aquella palabra ya no significaba nada. ¿Qué era de un mundo en el limbo? ¿Qué era de sus habitantes? No sentía compasión por Keridil y el Círculo, y muy poco rencor o resentimiento. El amargo gustillo de la traición permanecía, pero ya no le inquietaba; era como si su corazón se hubiese helado dentro de él. Al renunciar a su humanidad, había renunciado también a las emociones propias del ser humano, y pensó, despreocupadamente, que parecía un precio muy pequeño.

Por fin salió Tarod de la biblioteca. Al llegar al patio, se detuvo para contemplar el cielo. Un tétrico resplandor rojo oscuro parecía cernirse más allá de los negros muros del Castillo, dando relieve a las cuatro gigantescas torres y proyectando una radiación irreal sobre todo lo que tocaba. Tarod sonrió ante esta prueba de la inmensidad de las fuezas que habían tenido que desencadenarse en esta dimensión en el momento en que había cesado el Tiempo. Más allá del Castillo, más allá del Laberinto y el puente, el mundo vivía y seguía respirando; pero el Castillo de la Península de la Estrella ya no formaba parte de él. El Tiempo les había separado; nadie podía entrar, y él no podía salir: estaba preso en la trampa que él mismo había montado.

Se volvió y caminó a lo largo de la columnata que conducía a la puerta principal del Castillo. El resplandor carmesí había penetrado en el interior y relucía detrás de las puertas abiertas como un lejano fuego infernal. Tarod subió la escalinata, pero se detuvo antes de entrar. Allí tenía que haber habido actividad, a pesar de la macabra ceremonia que se estaba celebrando. Criados cuidando de sus menesteres incluso en la oscuridad; una multitud en el comedor, agrupándose alrededor del hogar apagado para murmurar y especular y calmar sus temores. En algún lugar, Sashka habría estado durmiendo, o velando en espera del regreso de Keridil...

Un eco de su perdida humanidad hizo que Tarod se estremeciese al pensar en lo que podría ver si cruzaba el umbral de la puerta. ¿Estatuas silenciosas, petrificadas en la flor de la vida? ¿Fantasmas? Dominó su inquietud y entró en el Castillo.

Allí no había nadie. Pasillos en silencio, habitaciones vacías. Nada. El comedor le acogió, frío y sin vida y habitado solamente por sombras que acechaban en los rincones que la vaga radiación roja no podía alcanzar. Donde quiera que estuviesen, cualquiera que hubiese sido su destino, los moradores del Castillo no habían dejado rastro de su existencia cuando la detención del Tiempo les había enviado al limbo.

Un suspiro, tan suave que podía haber sido fruto de su imaginación, sonó en el silencioso comedor. Tarod se volvió. Creyó ver agitarse el borde de una capa junto a una de las mesas vacías y oír el débil eco de una risa de mujer en la galería de encima del hogar, pero ambas cosas se extinguieron antes de que sus sentidos pudiesen captarlas plenamente.

Fantasmas de sus propios recuerdos... Sintió en lo más hondo una impresión que podía ser de soledad o de tristeza; pero era muy vaga y se desvaneció rápidamente. Podía aprender a vivir con recuerdos...

Tarod volvió la espalda al silencioso comedor. Su rostro no expresaba nada, pues no había sentimientos dentro de él. Volvió a la gran puerta de la entrada y se quedó mirando, a través del patio, las macizas puertas dobles de la muralla exterior del Castillo. Entonces, casi como un movimiento reflejo, levantó la mano izquierda e hizo un descuidado ademán. Retumbó un trueno en lo alto y un rayo rojo como la sangre estalló en el patio, iluminándolo momentáneamente con un vivo fulgor. La sensación de su propio poder trajo algún consuelo a Tarod. Mientras lo conservase, podría tener esperanza. Había triunfado una vez y, a pesar de la, al parecer, irremediable situación en que se hallaba, creyó que podía triunfar de nuevo. Tendría que haber una manera, tenía que haber una manera, de recobrar el alma -piedra. Y él la encontraría.

Tarod contempló los negros muros del Castillo que era ahora su prisión, y casi se echó a reír. Sí; encontraría la manera.

Y tenía todo el Tiempo del mundo...