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Dobbs se volvió hacia la ventana y se apoyó en la barandilla que recorría el cristal. Bajé la mirada y vi que la plaza se estaba llenando de gente de los edificios gubernamentales que salía a comer. Vi a muchas personas con las etiquetas rojas y blancas del nombre que sabía que les daban a los miembros de un jurado.

– Le entiendo.

– La otra cuestión es que este tipo de casos tienden a atraer a los buitres.

– ¿Qué quiere decir?

– Quiero decir que otros internos pueden estar dispuestos a declarar que han oído a alguien decir algo. Especialmente en un caso que sale en las noticias o en el periódico. Sacan esa información de la tele y hacen que parezca que tu cliente está hablando.

– Eso es delito -dijo Dobbs con indignación-. No debería permitirse.

– Sí, ya lo sé, pero ocurre. Y cuanto más tiempo se quede allí, mayor es la oportunidad para uno de esos tipos.

Valenzuela se nos unió en la barandilla. No dijo nada.

– Propondré que optemos por la fianza -dijo Dobbs-. Ya la he llamado y está en una reunión. En cuanto me devuelva la llamada nos pondremos con esto.

Sus palabras me indujeron a preguntar algo que me había inquietado durante la vista.

– ¿No puede salir de una reunión para hablar sobre su hijo que está en prisión? Me preguntaba por qué no estaba hoy en la sala si este chico, como usted lo llama, es tan formal e íntegro.

Dobbs me miró como si no me hubiera lavado los dientes en un mes.

– La señora Windsor es una mujer muy ocupada y poderosa. Estoy seguro de que si le hubiera dicho que se trata de una emergencia relacionada con su hijo, ella se habría puesto al teléfono inmediatamente.

– ¿La señora Windsor?

– Se volvió a casar después de divorciarse del padre de Louis. Eso fue hace mucho tiempo.

Asentí con la cabeza y me di cuenta de que había más cosas que hablar con Dobbs, pero nada que quisiera discutir delante de Valenzuela.

– Val, ¿por qué no vas a ver cuándo volverá Louis a la prisión de Van Nuys para que puedas sacarlo?

– Es fácil -dijo Valenzuela-. Volverá en el primer furgón, después de comer.

– Sí, bueno, ve a asegurarte mientras yo termino de hablar con el señor Dobbs.

Valenzuela estaba a punto de protestar argumentando que no necesitaba asegurarse cuando se dio cuenta de lo que le estaba diciendo.

– Bueno -dijo-. Iré.

Después de que se hubo ido estudié a Dobbs un momento antes de hablar. Tenía aspecto de estar a punto de cumplir los sesenta y unas maneras deferentes que a buen seguro respondían a treinta años de ocuparse de gente rica. Supuse que él también se había hecho rico en ese proceso, pero eso no había cambiado su porte en público.

– Si vamos a trabajar juntos, supongo que me gustaría saber cómo he de llamarle. ¿Cecil? ¿C. C? ¿Señor Dobbs?

– Cecil está bien.

– Bueno, mi primera pregunta, Cecil, es si vamos a trabajar juntos. ¿Tengo el caso?

– El señor Roulet me ha dejado claro que quería que lo defendiera usted. Para serle sincero, usted no habría sido mi primera opción. No habría sido ninguna opción porque, francamente, nunca había oído hablar de usted. Pero es la primera elección del señor Roulet, y eso para mí es aceptable. De hecho, creo que se ha desenvuelto muy bien en la sala, sobre todo considerando lo hostil que era esa fiscal con el señor Roulet.

Me fijé en que el chico se había convertido en el «señor Roulet». Me pregunté qué había ocurrido para hacerle subir ese peldaño en el punto de vista de Dobbs.

– Sí, bueno, la llaman Maggie McFiera. Es implacable.

– Diría que se ha pasado de la raya. ¿Cree que hay alguna posibilidad de que la apartemos del caso, quizá conseguir a alguien un poco más… sosegado?

– No lo sé. Tratar de mercadear con fiscales es un poco peligroso. Pero si cree que ha de quedar fuera, puedo conseguirlo.

– Me alegra oír eso. Quizá debería haberle conocido antes.

– Quizá. ¿Quiere que hablemos ahora de mis honorarios y nos olvidemos de ese asunto?

– Como prefiera.

Miré en torno al vestíbulo para asegurarme de que no había otros abogados que pudieran oírme. Pensaba ir con la lista A hasta el final en ese caso.

– Cobraré dos mil quinientos dólares por hoy, y Louis ya lo ha aprobado. Si quiere ir por horas a partir de ahora, cobraré trescientos la hora, que sube a quinientos en el juicio porque no puedo hacer nada más. Si prefiere una tarifa fija, serán sesenta mil a partir de aquí hasta la vista preliminar. Si terminamos con un acuerdo, cobraré doce mil más. Si en cambio vamos a juicio, necesitaré otros sesenta mil el día que lo decidamos y veinticinco mil más cuando empecemos a elegir al jurado. Este caso no parece que pueda alargarse más de una semana, contando con la selección del jurado, pero si pasa de una semana, cobraré veinticinco mil por cada semana adicional. Podemos hablar de una apelación si es necesario y en el momento en que sea necesario.

Dudé un momento para ver cómo estaba reaccionando Dobbs. No mostró nada, así que seguí presionando.

– Necesitaré un adelanto de treinta mil y otros diez mil para un investigador al final del día. No me gustaría perder tiempo con esto. Quiero un investigador metido en este asunto antes de que llegue a los medios y quizás antes de que la policía pueda hablar con gente implicada.

Dobbs asintió lentamente.

– ¿Son ésos sus honorarios habituales?

– Cuando puedo cobrarlos. Me los merezco. ¿Cuánto le cobra a la familia, Cecil?

Estaba seguro de que Dobbs no iba a salir con hambre de ese pequeño episodio.

– Eso es entre mi cliente y yo. Pero no se preocupe, incluiré sus honorarios en mi reunión con la señora Windsor.

– Se lo agradezco. Y recuerde que necesito que ese investigador empiece hoy.

Le di una tarjeta de visita que saqué del bolsillo derecho de mi americana. Las tarjetas que llevaba en el bolsillo derecho tenían mi número de móvil. Las de mi bolsillo izquierdo llevaban el número que atendía Lorna Taylor.

– Tengo otra vista en el centro -dije-. Cuando saquen al señor Roulet, llámeme y nos reuniremos. Hagámoslo lo antes posible. Estaré disponible más tarde y esta noche.

– Perfecto -dijo Dobbs, guardándose la tarjeta en el bolsillo sin mirarla-. ¿Vamos a su bufete?

– No, iré yo. Me gustaría ver cómo vive la otra mitad en esos rascacielos de Century City.

Dobbs sonrió con desenvoltura.

– Es obvio por su traje que conoce y practica el adagio de que un abogado nunca debe vestirse demasiado bien en un juicio. Quiere caerle bien al jurado, no que el jurado le tenga envidia. Bueno, Michael, un abogado de Century City no puede tener un bufete más bonito que las oficinas de sus clientes. Y por eso le aseguro que nuestras oficinas son muy modestas.

Asentí para expresar mi acuerdo. Pero me había insultado de todos modos. Llevaba mi mejor traje. Siempre me ponía mi mejor traje los lunes.

– Es bueno saberlo -dije.

La puerta de la sala se abrió y salió el cámara, cargado con su fumadora y un trípode plegable. Dobbs lo vio e inmediatamente se puso tenso.

– Los medios -dijo-. ¿Cómo podemos controlar esto? La señora Windsor no…

– Espere un segundo.

Llamé al cámara y éste se acercó. Inmediatamente le tendí la mano. Él tuvo que dejar su trípode para estrechármela.

– Soy Michael Haller. Lo he visto ahí dentro grabando la comparecencia de mi cliente.

Usar mi nombre formal era un código.

– Robert Gillen -dijo el cámara-. La gente me llama Patas.

Hizo un gesto hacia su trípode a modo de explicación. Usar su nombre formal era un código de respuesta. Me estaba haciendo saber que entendía que estaba en medio de una actuación.

– ¿Va usted por libre o por encargo? -pregunté.