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– Hoy, por libre.

– ¿Cómo se ha enterado de esto?

Se encogió de hombros como si fuera reacio a dar una respuesta.

– Una fuente. Un poli.

Asentí. Gillen estaba siguiendo el juego.

– ¿Cuánto gana por esto si lo vende a una cadena de noticias?

– Depende. Setecientos cincuenta por una exclusiva y quinientos sin exclusiva.

Sin exclusiva quería decir que cualquier director de noticias que le comprara la cinta sabía que el cámara podía venderle el metraje a otra cadena de la competencia. Gillen había doblado las cantidades que en realidad cobraba. Era una buena jugada. Seguramente había estado escuchando lo que se decía en la sala mientras grababa.

– Mire -dije-, ¿qué le parece si le compramos nosotros la exclusiva ahora mismo?

Gillen era un gran actor. Dudó como si se planteara la ética implícita en la propuesta.

– De hecho, pongamos mil -dije.

– De acuerdo. Trato hecho.

Mientras Gillen dejaba la cámara en el suelo y sacaba la cinta, yo saqué un fajo de billetes del bolsillo. Me había guardado mil doscientos del dinero de los Road Saints que Teddy Vogel me había dado en el camino. Me volví hacia Dobbs.

– Puedo cargar este gasto, ¿verdad?

– Sin duda -dijo. Estaba radiante.

Intercambié el efectivo por la cinta y le di las gracias a Gillen. Éste se embolsó el dinero y se dirigió a los ascensores encantado de la vida.

– Ha sido brillante -dijo Dobbs-. Hemos de contener esto. Literalmente podría destruir el negocio familiar; de hecho, creo que es una de las razones por las que la señora Windsor no está hoy aquí. No le gusta que la reconozcan.

– Bueno, tendremos que discutirlo si el caso va para largo. Entretanto, haré lo posible para mantenerlo fuera del radar.

– Gracias.

En un teléfono móvil empezó a sonar música clásica de Bach o Beethoven o algún otro tipo muerto sin derechos de autor, y Dobbs buscó en el interior de su chaqueta, sacó el aparato y comprobó la pantallita.

– Es ella -dijo.

– Entonces le dejaré que atienda. Al alejarme, oí que Dobbs decía:

– Mary, todo está bajo control. Ahora hemos de concentrarnos en sacarle. Vamos a necesitar algo de dinero…

Mientras el ascensor subía hacia mi planta sentí una certeza casi absoluta de estar tratando con un cliente y una familia para quienes «algo de dinero» significaba más de lo que yo había visto nunca. Mi mente recuperó el comentario que Dobbs había hecho sobre mi indumentaria. Todavía me escocía. La verdad era que no tenía en mi armario ningún traje que costara menos de seiscientos dólares, y siempre me sentía bien y seguro con cualquiera de ellos. Me pregunté si había pretendido insultarme o había buscado algo más, quizá tratar en esa primera fase del juego de imprimir su control sobre mí y sobre el caso. Decidí que tendría que cubrirme las espaldas con Dobbs. Lo mantendría cerca, pero no demasiado.

6

El tráfico en dirección al centro se embotelló en el paso de Cahuenga. Ocupé el tiempo al teléfono y tratando de no pensar en la conversación que había mantenido con Maggie McPherson acerca de mis cualidades como padre. Mi ex mujer tenía razón conmigo y eso dolía. Durante mucho tiempo había puesto la práctica legal por encima de la práctica paterna. Era algo que me prometí cambiar. Sólo necesitaba el tiempo y el dinero para frenar. Pensé que tal vez Louis Roulet me proporcionaría ambos.

Desde la parte de atrás del Lincoln, llamé en primer lugar a Raúl Levin, mi investigador, para avisarle de la posible cita con Roulet.

Le pedí que llevara a cabo una investigación preliminar del caso para ver qué podía descubrir. Levin se había jubilado anticipadamente del Departamento de Policía de Los Ángeles y todavía conservaba contactos y amigos que le hacían favores de vez en cuando. Probablemente tenía su propia lista de Navidad. Le dije que no dedicara mucho tiempo hasta que yo estuviera seguro de que tenía a Roulet atado como cliente de pago. No importaba lo que C. C. Dobbs me había dicho cara a cara en el pasillo del tribunal. No creería que tenía el caso hasta que recibiera el primer pago.

Después, comprobé la situación de varios casos y volví a llamar a Lorna Taylor. Sabía que el correo se entregaba en su casa la mayoría de los días justo antes de mediodía. Ella había dicho que no había llegado nada importante. Ni cheques ni correspondencia a la que tuviera que prestar atención inmediata de los tribunales.

– ¿Has averiguado cuándo es la comparecencia de Gloria Dayton? -le pregunté.

– Sí. Parece que se la van a quedar hasta mañana por razones médicas.

Gruñí. La fiscalía disponía de cuarenta y ocho horas para acusar a un individuo después de una detención y llevarlo ante el juez. Posponer la comparecencia de Gloria Dayton hasta el día siguiente por causas médicas probablemente significaba que estaba con el mono. Eso ayudaría a explicar por qué llevaba cocaína en el momento de su detención. No la había visto ni había hablado con ella en al menos siete meses. Su caída debía de haber sido vertiginosa. La estrecha línea entre controlar las drogas y que las drogas te controlen a ti había sido cruzada.

– ¿Has descubierto quién presentó los cargos? -pregunté.

– Leslie Paire -dijo.

Gruñí otra vez.

– Genial. Bueno, vale, voy a acercarme y veré qué puedo hacer. No tengo nada en marcha hasta que tenga noticias de Roulet.

Leslie Faire era una fiscal con fama de dura, cuya idea de dar al acusado una segunda oportunidad o el beneficio de la duda consistía en ofrecer un periodo de libertad vigilada, después de cumplir condena en prisión.

– Mick, ¿cuándo vas a aprender con esta mujer? -dijo Lorna, refiriéndose a Gloria Dayton.

– ¿Aprender qué? -pregunté, aunque sabía exactamente lo que diría Lorna.

– Te arrastra cada vez que has de tratar con ella. Nunca va a dejar esa vida, y ahora puedes apostar que cada vez que te llame será un dos por uno. Eso estaría bien, si no fuera porque nunca le cobras.

Lo que Lorna quería decir con dos por uno era que los casos de Gloria Dayton a partir de ahora serían más complicados y requerirían que les dedicara más tiempo, porque era probable que los cargos relacionados con las drogas acompañaran a los de prostitución. Lo que preocupaba a Lorna era que eso significaba más trabajo para mí, pero sin incrementar mis ingresos.

– Bueno, la judicatura exige que todos los abogados hagan un poco de trabajo pro bono, Lorna. Sabes…

– No me escuchas, Mick -dijo de manera desdeñosa-. Por eso precisamente no pudimos seguir casados.

Cerré los ojos. Menudo día. Había conseguido enfadar a mis dos ex esposas.

– ¿Qué tiene esa mujer contigo? -preguntó-. ¿Por qué no le cobras ni siquiera una tarifa básica?

– Mira, no tiene nada conmigo, ¿vale?-dije-. ¿Podemos cambiar de tema?

No le dije que años antes, cuando había revisado los viejos y mohosos libros de registro de la práctica legal de mi padre, había descubierto que tenía un punto débil por las llamadas mujeres de la noche. Defendió a muchas y cobró a pocas. Puede que yo simplemente estuviera prolongando una tradición familiar.

– Perfecto -dijo Lorna-. ¿Cómo ha ido con Roulet?

– ¿Te refieres a si conseguí el trabajo? Creo que sí. Probablemente, Val lo estará sacando ahora mismo. Prepararemos una reunión después. Ya le he pedido a Raúl que eche un vistazo.

– ¿Has conseguido un cheque?

– Todavía no.

– Consigue el cheque, Mick.

– Estoy en ello.

– ¿Qué pinta tiene el caso?

– Sólo he visto fotos, pero tiene mal aspecto. Sabré más cuando vea qué le surge a Raúl.

– ¿Y Roulet?

Sabía lo que estaba preguntándome. ¿Qué tal era como cliente? ¿Un jurado, si es que Roulet llegaba a situarse ante un jurado, lo vería bien o lo despreciaría? Los casos podían ganarse o perderse en función de la impresión que los miembros del jurado tuvieran del acusado.