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– Parece un niño perdido en el bosque.

– ¿Es blanco?

– Sí, nunca ha estado detenido.

– Bueno, ¿lo hizo?

Ella siempre planteaba la pregunta irrelevante. No importaba en términos de la estrategia del caso si el acusado «lo hizo» o no. Lo que importaban eran las pruebas acumuladas contra él y si éstas podían neutralizarse o no. Mi trabajo consistía en sepultar las pruebas, en colorearlas de gris. El gris era el color de la duda razonable.

En cambio, a ella siempre parecía importarle si el cliente lo hizo o no.

– Quién sabe, Lorna. Ésa no es la cuestión. La cuestión es si es un cliente que paga o no. La respuesta es que creo que sí.

– Bueno, dime si necesitas alguna…, ah, hay otra cuestión.

– ¿Qué?

– Ha llamado Patas y dice que te debe cuatrocientos dólares, que te los pagará cuando te vea.

– Sí, es cierto.

– Estás teniendo un buen día.

– No me quejo.

Nos despedimos de manera amistosa, con la disputa sobre Gloria Dayton aparentemente olvidada por el momento. Quizá la seguridad de saber que iba a llegar dinero y que teníamos el anzuelo echado en un cliente de los buenos hacía que Lorna se sintiera mejor respecto a que trabajara gratis en algunos casos. Me pregunté, no obstante, si se habría molestado tanto si estuviera defendiendo gratis a un traficante de drogas en lugar de a una prostituta. Lorna y yo habíamos compartido un breve y dulce matrimonio, en el que ambos no tardamos en descubrir que nos habíamos precipitado después de salir rebotados de nuestros respectivos divorcios. Le pusimos fin y continuamos siendo amigos, y ella continuó trabajando conmigo, no para mí. Las únicas veces en que me sentía incómodo con la nueva situación era cuando ella actuaba otra vez como una esposa y discutía mis elecciones de clientes o a quién y cuánto quería cobrar o dejar de cobrar. Sintiéndome seguro de la forma en la que había manejado a Loma, llamé a la oficina del fiscal del distrito en Van Nuys. Pregunté por Margaret McPherson y la encontré comiendo en su mesa.

– Sólo quería disculparme por lo de esta mañana. Sé que querías el caso.

– Bueno, probablemente tú lo necesitas más que yo. Debe de ser un cliente de pago si tiene a C. C. Dobbs llevándoles el rollo.

Se refería al rollo de papel higiénico. Los abogados de familia muy bien remunerados eran vistos normalmente por los fiscales como meros limpiaculos de los ricos y famosos.

– Sí, no me vendrá mal uno de esos… el cliente de pago, no el limpiaculos. Hace mucho que no tengo un filón.

– Bueno, no has tenido tanta suerte hace unos minutos -susurró ella al teléfono-. Han reasignado el caso a Ted Minton.

– Nunca lo he oído nombrar.

– Es uno de los pipiolos de Smithson. Acaba de traérselo del centro, donde se ocupaba de casos simples de posesión. No había visto el interior de una sala hasta que se presentó aquí.

John Smithson era el ambicioso subdirector de la oficina del fiscal y estaba a cargo de la División de Van Nuys. Era mejor político que fiscal y había utilizado su habilidad para conseguir una rápida escalada, pasando por encima de otros ayudantes más experimentados hasta alcanzar el puesto de jefe de la división. Maggie McPherson estaba entre aquellos a los que había pasado por delante. Una vez que ocupó el cargo, Smithson empezó a construir un equipo de jóvenes fiscales que no se sentían desairados y que le eran leales porque él les había brindado una oportunidad.

– ¿Ese tipo nunca ha estado en un tribunal? -pregunté, sin entender cómo enfrentarse a un novato podía entenderse como mala suerte, tal y como había indicado Maggie.

– Ha tenido algunos juicios aquí, pero siempre con una niñera. Roulet será su primer vuelo en solitario. Smithson cree que le está dando un caso que es pan comido.

La imaginé sentada en su cubículo, probablemente no muy lejos de donde estaría sentado mi nuevo oponente.

– No lo entiendo, Mags. Si este tipo está verde, ¿cómo es que no he tenido suerte?

– Porque todos los que elige este Smithson están cortados por el mismo patrón. Son capullos arrogantes. Creen que no pueden equivocarse y lo que es más… -Bajó la voz todavía más-. No juegan limpio. Y lo que se comenta de Minton es que es un tramposo. Ten cuidado, Haller. Ten cuidado con él.

– Bueno, gracias por la info.

Pero ella no había terminado.

– Muchos de esta nueva hornada no lo entienden. No lo ven como una vocación. Para ellos no se trata de justicia. Es sólo un juego, un promedio de bateo. Les gusta hacer estadísticas y ver lo lejos que llegarán en la fiscalía. De hecho, son todos como Smithson júnior.

Vocación. Era su sentido de la vocación lo que en última instancia nos había costado el matrimonio. En un plano intelectual, ella podía aceptar estar casada con alguien que trabajaba del otro lado del pasillo. Pero cuando se trataba de la realidad de lo que hacíamos, tuvimos suerte de haber durado ocho años. «Cariño, ¿cómo te ha ido el día? Oh, conseguí un acuerdo de siete años para un tipo que mató a su compañero de habitación con un piolet. ¿Y a ti? Oh, he logrado una condena de cinco años para un tipo que robó el equipo de música de un coche para pagarse una dosis…» Sencillamente no funciona. A los cuatro años, nació una hija, pero aunque no fue culpa suya, sólo consiguió mantenernos unidos cuatro años más.

Aun así no me arrepentía de nada. Valoraba a mi hija. Era la única cosa realmente buena de mi vida, lo único de lo que podía sentirme orgulloso. Pienso que la verdadera razón de que no la viera lo suficiente -de que me consagrara a los casos en lugar de a mi hija- era que me sentía indigno de ella. Su madre era una heroína. Ponía a los malos entre rejas. ¿Qué podía contarle yo que fuera bueno y justo cuando hacía mucho que yo mismo había perdido el hilo?

– Eh, Haller, ¿sigues ahí?

– Sí, Mags, estoy aquí. ¿Qué estás comiendo hoy?

– Sólo la ensalada oriental de la planta baja. Nada especial. ¿Dónde estás tú?

– De camino al centro. Escucha, dile a Hayley que la veré este sábado. Haré un plan. Haremos algo especial.

– ¿En serio? No quiero que se entusiasme.

Sentí que algo revivía en mi interior por saber que mi hija todavía se entusiasmara ante la idea de verme. La única cosa que Maggie nunca me hizo fue menospreciarme ante Hayley. No era de la clase de mujer que haría eso. Y yo lo admiraba.

– Sí, estoy seguro -dije.

– Perfecto, se lo diré. Dime cuándo vendrás o si quieres que te la deje.

– Vale.

Dudé. Quería seguir hablando con ella, pero no había nada más que hablar. Finalmente le dije adiós y cerré el móvil. Al cabo de unos minutos salimos del cuello de botella. Miré por la ventana y no vi ningún accidente. No vi a nadie con la rueda pinchada ni ninguna patrulla de autopistas aparcada en el arcén. No vi ninguna razón que explicara la caravana. Ocurría eso con frecuencia. El tráfico de las autovías en Los Angeles era tan misterioso como un matrimonio. Avanzaba y fluía, y de repente se atascaba y se detenía sin ninguna razón que lo explicara.

Provengo de una familia de abogados: mi padre, mi hermanastro, una sobrina y un sobrino. Mi padre fue un famoso abogado en un tiempo en que no había televisión ni existía Cotirt TV. Fue decano de los abogados penalistas en Los Angeles durante casi tres décadas. Desde Mickey Cohen a las chicas Manson, sus clientes siempre coparon los titulares. Yo sólo fui una ocurrencia de última hora en su vida, un visitante sorpresa de su segundo matrimonio con una actriz de segunda fila, conocida por su exótico aspecto latino pero no por sus cualidades interpretativas. La mezcla me dio ese aspecto de irlandés moreno. Mi padre ya era mayor cuando yo nací y falleció antes de que llegara a conocerlo realmente o a hablar con él acerca de la vocación por el derecho. Sólo me dejó su nombre, Mickey Haller, la leyenda legal. Todavía me abría puertas.