Pero mi hermano mayor -el hermanastro del primer matrimonio de mi padre- me dijo que mi padre solía hablar con él de la práctica legal y la defensa criminal. Acostumbraba a decir que defendería al mismísimo diablo siempre y cuando pudiera cobrarle su minuta. El único caso importante que declinó fue el de Sirhan Sirhan. Le explicó a mi hermano que apreciaba demasiado a Bobby Kennedy para defender a su asesino, por más que creyera en el ideal de que el acusado siempre merecía la mejor y más vigorosa defensa posible.
Al crecer leí todos los libros acerca de mi padre y sus casos. Admiraba su habilidad y vigor, así como las estrategias que llevó a la mesa de la defensa. Era un profesional excelente, y me hizo sentir orgulloso de llevar su nombre. Pero ahora la ley es diferente. Es más gris. Los ideales hace tiempo que han quedado degradados a nociones. Las nociones son opcionales.
Mi teléfono sonó y miré la pantalla antes de contestar.
– ¿Qué pasa, Val?
– Vamos a sacarlo. Ya han vuelto a llevarlo a prisión y estamos procesando su puesta en libertad.
– ¿Dobbs ha pagado la fianza?
– Tú lo has dicho.
Percibí el regocijo en su voz.
– No te marees. ¿Estás seguro de que no se va a fugar?
– Nunca estoy seguro. Voy a obligarle a llevar un brazalete en el tobillo. Si lo pierdo a él, pierdo mi casa.
Me di cuenta de que lo que había tomado por regocijo ante una fianza de un millón de dólares caída del cielo era en realidad energía nerviosa. Valenzuela estaría tenso como la cuerda de un violín hasta que el caso terminara, de un modo u otro. Aunque el juez no lo había ordenado, Valenzuela iba a poner un dispositivo electrónico de seguimiento en el tobillo de Roulet. No iba a correr riesgos.
– ¿Dónde está Dobbs?
– Se ha vuelto a esperar en mi oficina. Le llevaré a Roulet en cuanto salga. No debería tardar mucho.
– ¿Está allí Maisy?
– Sí.
– Bueno, voy a llamarla.
Terminé la llamada y pulsé la tecla de marcado rápido de Liberty Bail Bonds. Respondió la recepcionista y ayudante de Valenzuela.
– Maisy, soy Mick. ¿Puedo hablar con el señor Dobbs?
– Claro, Mick.
Al cabo de unos segundos, Dobbs estaba en la línea. Noté que estaba exasperado por algún motivo sólo por la forma en que dijo: «Soy Cecil Dobbs.»
– Soy Mickey Haller. ¿Cómo va?
– Bueno, si tiene en cuenta que he abandonado mis obligaciones con otros clientes para estar aquí sentado leyendo revistas de hace un año, no muy bien.
– ¿No lleva un móvil para trabajar?
– Sí, pero no se trata de eso. Mis clientes no son gente de teléfono. Son gente de cara a cara.
– Ya veo. En fin, la buena noticia es que he oído que están a punto de soltar a nuestro chico.
– ¿Nuestro chico?
– Al señor Roulet. Valenzuela podrá sacarlo antes de una hora. Voy a ir a una reunión con un cliente, pero, como le he dicho antes, estoy libre por la tarde. ¿Quiere que vaya para que tratemos el caso con nuestro cliente mutuo o prefiere que me encargue yo desde ahora?
– No, la señora Windsor ha insistido en que lo supervise de cerca. De hecho, es probable que ella también decida estar allí.
– No me importa conocer y saludar a la señora Windsor, pero cuando se trate de hablar del caso, sólo va a estar el equipo de la defensa. Puede incluirle a usted, pero no a la madre. ¿Entendido?
– Entiendo. Quedemos a las cuatro en punto en mi despacho. Louis estará allí.
– Allí estaré.
– Mi firma cuenta con un buen investigador. Le pediré que se una a nosotros.
– No será necesario, Cecil. Tengo mi propio investigador y ya está trabajando. Nos vemos a las cuatro.
Colgué antes de que Dobbs tuviera oportunidad de iniciar un debate acerca de qué investigador usar. Tenía que procurar que Dobbs no controlara ni la investigación ni la preparación ni la estrategia del caso. Supervisar era una cosa, pero ahora el abogado de Louis Roulet era yo, y no él.
Cuando llamé a Raúl Levin a continuación, me dijo que estaba en camino hacia la División de Van Nuys del Departamento de Policía de Los Ángeles para recoger una copia del atestado de la detención.
– ¿Así de fácil? -pregunté.
– No, no es así de fácil. En cierto modo podrías decir que he tardado veinte años en conseguir este informe.
Lo comprendí. Los contactos de Levin, conseguidos a través del tiempo y la experiencia, ganados con confianza y favores, le estaban dando frutos. No era de extrañar que cobrara quinientos dólares al día cuando podía conseguirlos. Le hablé de la reunión a las cuatro y dijo que vendría y que estaría preparado para facilitarnos el punto de vista policial sobre el caso.
El Lincoln se detuvo cuando yo cerré el teléfono. Estábamos delante del complejo carcelario de las Torres Gemelas. No tenía ni diez años de antigüedad, pero la contaminación estaba empezando a teñir de manera permanente sus paredes color arena de un espantoso gris. Era un lugar triste y adusto en el que yo pasaba demasiado tiempo. Abrí la puerta del coche y bajé para entrar una vez más en el edificio.
7
Había una ventanilla de control para los abogados que me permitió saltarme la larga cola de visitantes que esperaban para entrar a ver a sus seres queridos encarcelados en una de las torres. Cuando le dije al agente de la ventanilla a quién quería ver, éste escribió el nombre en el teclado del ordenador y no me dijo nada de que Gloria estuviera en la enfermería o no disponible. Imprimió un pase de visitante que deslizó en la funda de plástico de una placa con clip y me dijo que me la pusiera y que no me la quitara mientras permaneciera en el recinto penitenciario. Dicho esto, me pidió que me apartara de la ventanilla y esperara a un escolta para abogados.
– Tardará unos minutos -anunció.
Sabía por experiencia previa que mi móvil no tenía cobertura en el interior de la prisión y que si salía para utilizarlo podía perderme a mi escolta, con lo cual tendría que repetir todo el protocolo de entrada. Así que me quedé y observé las caras de la gente que venía a visitar a los encarcelados. La mayoría eran negros o hispanos. La mayoría tenían la expresión de rutina en sus rostros. Probablemente la mayoría conocía el terreno mucho mejor que yo.
Al cabo de veinte minutos, una mujer grande vestida con uniforme de sheriff llegó a la zona de espera y me recogió. Sabía que no había ingresado en el departamento del sheriff con esas dimensiones. Al menos tenía cuarenta kilos de sobrepeso y daba la sensación de que el simple hecho de caminar le costaba un gran esfuerzo. También sabía que una vez que alguien entra en el departamento es difícil echarlo. Lo mejor que ella podría hacer en caso de un intento de fuga sería apoyarse contra una puerta para mantenerla cerrada.
– Lamento haber tardado tanto -me dijo mientras esperábamos entre las dos puertas de acero de la torre de las mujeres-. Tenía que ir a buscarla y asegurarme de que todavía estaba aquí.
Ella hizo una señal a la cámara que había encima de la segunda puerta para indicar que todo iba bien y el cierre se desbloqueó.
– La estaban curando en la enfermería.
– ¿Curando?
No sabía que en prisión hubiera un programa de tratamiento de drogas que incluyera «curar» a adictos.
– Sí, está lesionada -dijo la ayudante del sheriff-. Recibió un poco en una refriega. Ella se lo contará.
Decidí no hacer más preguntas. En cierto modo, estaba aliviado de que el retraso médico no se debiera -al menos directamente- al consumo o adicción a las drogas.
La ayudante del sheriff me condujo a la sala de abogados, en la cual había estado muchas veces con anterioridad con clientes diferentes. La inmensa mayoría de mis clientes eran hombres y yo no discriminaba, aunque la verdad es que detestaba representar a mujeres encarceladas. Desde prostitutas a asesinas -y había defendido a todas- había algo que causaba pena en una mujer en prisión. Había descubierto que casi en la totalidad de las ocasiones en el origen de sus delitos se hallaba un hombre. Hombres que se aprovechaban de ellas, que abusaban de ellas, que las abandonaban, que las herían. No es que quiera decir que aquellas mujeres no fueran responsables de sus actos ni que algunas de ellas no merecieran los castigos que recibían. Había depredadoras entre las filas de las mujeres que rivalizaban con facilidad con sus homólogos masculinos, pero, a pesar de todo, las mujeres que vi en prisión parecían muy diferentes de los hombres que ocupaban la otra torre. Los hombres todavía sobrevivían mediante tretas y fuerza. A las mujeres no les quedaba nada una vez que les cerraban la puerta.