La zona de visita era una fila de cabinas en las cuales un abogado podía sentarse en un lado y hablar con una dienta sentada en el otro lado, separados por una lámina transparente de plexiglás de cuarenta y cinco centímetros. Un agente sentado en una cabina de cristal situada al final de la sala observaba la escena, aunque supuestamente no escuchaba. Si había que pasar algún papel a la dienta, el abogado tenía que levantarlo para que el agente lo viera y diera su aprobación.
Mi escolta me condujo a una cabina y me dejó allí. Esperé otros diez minutos hasta que la misma agente apareció con Gloria Dayton en el otro lado del plexiglás. Inmediatamente vi que mi clienta presentaba una hinchazón en torno al ojo izquierdo y un punto de sutura sobre una pequeña laceración justo debajo del pico entre las entradas del pelo. Gloria Dayton tenía el cabello negro azabache y piel aceitunada. Había sido muy guapa. La primera vez que la representé, hacía siete u ocho años, era hermosa. Tenía la clase de belleza que te deja pasmado ante el hecho de que la estuviera vendiendo, de que venderse a desconocidos fuera su mejor o única opción. Esta vez me miró con dureza. Los rasgos de su rostro estaban tensos. Había visitado a cirujanos que no eran los mejores, y en cualquier caso, nada se podía hacer con unos ojos que han visto demasiado.
– Mickey Mantle -dijo-. ¿Vas a batear por mí otra vez?
Ella lo dijo en su voz de niña pequeña que supongo que a sus clientes habituales les gustaba o les excitaba. A mí simplemente me sonó extraña, viniendo de aquella boca apretada y aquella cara con ojos que eran tan duros y tenían en ellos tan poca vida como un par de canicas.
Ella siempre me llamaba Mickey Mantle, aunque había nacido después de que el gran bateador se hubiera retirado y probablemente sabía poco de él o del juego al que jugó. Para ella era sólo un nombre. Supongo que la alternativa habría sido llamarme Mickey Mouse y probablemente no me habría gustado demasiado.
– Lo voy a intentar, Gloria -le dije-. ¿Qué te ha pasado en la cara? ¿Cómo te has hecho daño?
Ella hizo un gesto despreciativo con la mano.
– Hubo un pequeño desacuerdo con algunas de las chicas de mi celda.
– ¿Sobre qué?
– Cosas de chicas.
– ¿Os colocáis ahí?
Ella pareció indignada y trató de hacer un mohín.
– No.
La estudié. Parecía sobria. Quizá no se estaba colocando y quizá la pelea no se había producido por eso.
– No quiero quedarme aquí, Mickey -dijo con su voz real.
– No te culpo. Yo tampoco quiero estar aquí y he de irme.
Inmediatamente lamenté haber dicho esta última parte y recordarle su situación. Ella pareció no advertirlo.
– ¿Crees que podrías meterme en uno de esos como-se-llamen prejudiciales donde pueda ponerme bien?
Pensé que era interesante cómo los adictos llamaban tanto a colocarse como a desintoxicarse de la misma manera: ponerme bien.
– El problema, Gloria, es que la última vez ya te puse en un programa de intervención prejudicial, ¿recuerdas? Y obviamente no funcionó. Así que esta vez, no sé. Tienen plazas limitadas y a los jueces y fiscales no les gusta enviar a gente una segunda vez cuando no lo han aprovechado a la primera.
– ¿Qué quieres decir? -protestó ella-. Saqué provecho. Estuve todo el tiempo.
– Es verdad. Eso estuvo bien. Pero en cuanto terminó volviste a hacer lo que haces, y aquí estamos otra vez. Ellos no lo calificarían de éxito. No creo que pueda meterte en un programa esta vez. Creo que has de estar preparada para que esta vez sean más duros.
Bajó la mirada.
– No puedo hacerlo -dijo con voz débil.
– Mira, tienen un programa en prisión. Puedes recuperarte y salir con otra oportunidad de empezar de nuevo limpia.
Ella negó con la cabeza; parecía hundida.
– Has recorrido un largo camino, pero no puedes continuar -dije-. Yo en tu lugar pensaría en salir de aquí. Me refiero a Los Ángeles. Vete a algún sitio y empieza de nuevo.
Gloria me miró con rabia en los ojos.
– ¿Empezar de nuevo y hacer qué? Mírame. ¿Qué voy a hacer? ¿Casarme, tener hijos y plantar flores?
Yo no tenía respuesta y ella tampoco.
– Hablemos de eso cuando llegue el momento. Por ahora, preocupémonos del caso. Cuéntame lo que pasó.
– Lo que pasa siempre. Revisé al tipo y todo cuadraba. Parecía legal. Pero era un poli y eso fue todo.
– ¿Fuiste tú a verlo?
Ella asintió.
– Al Mondrian. Tenía una suite… Esa es otra, los polis normalmente no tienen suites. No tienen tanto presupuesto.
– ¿No te dije lo estúpido que es llevar coca cuando vas a trabajar? Y si un tipo te pide alguna vez que lleves coca, sabrás que es un poli.
– Sé todo eso, y no me pidió que llevara. Lo olvidé, ¿vale? Me la dio un tipo al que fui a ver justo antes que a él.
¿Qué se supone que tenía que hacer, dejarla en el coche para que se la llevaran los aparcacoches del Mondrian?
– ¿Quién te la dio?
– Un tipo en el Travelodge de Santa Mónica. Me lo hice antes con él y me la ofreció en lugar de dinero. Después de irme escuché los mensajes y tenía esa llamada del tipo del Mondrian. Así que lo llamé, quedamos y fui directamente. Me olvidé de lo que llevaba en el bolso.
Asintiendo con la cabeza me incliné hacia delante. Estaba viendo un brillo, una posibilidad.
– ¿Quién es ese tipo del Travelodge?
– No lo sé, sólo un tipo que vio mi anuncio en la web.
Ella concertaba sus citas a través de un sitio web en el que aparecían fotografías, números de teléfono y direcciones de correo electrónico de las chicas de compañía.
– ¿Dijo de dónde era?
– No. Era mexicano o cubano o algo.
– Cuando te dio la coca, ¿viste si tenía más?
– Sí, tenía más. Confiaba en que volviera a llamarme…, pero no creo que yo fuera lo que él esperaba.
La última vez que miré el anuncio de Gloria Dayton en LA-Darlings.com para comprobar si seguía en el mundillo, las fotos que había colgado tenían al menos cinco años y ella parecía diez años más joven. Supuse que podían llevar a algún desengaño cuando sus clientes abrieran las puertas de sus habitaciones de hotel.
– ¿Cuánta coca tenía?
– No lo sé. Sólo sé que tenía que quedarle más, porque si no, no me la habría dado.
Era una buena reflexión. El brillo se estaba haciendo más intenso.
– ¿Lo identificaste?
– Claro.
– ¿Qué, su carnet de conducir?
– No, su pasaporte. Dijo que no tenía carnet.
– ¿Cómo se llamaba?
– Héctor algo.
– Vamos, Gloria. Héctor qué. Trata de re…
– Héctor algo Moya. Eran tres nombres. Pero recuerdo el Moya.
– Vale, está bien.
– ¿Crees que es algo que puedes usar para ayudarme?
– Quizá, depende de quién sea el tipo, de si puedo cambiarlo por algo.
– Quiero salir.
– Vale, escucha, Gloria. Voy a ver a la fiscal y a ver qué piensa y qué puedo hacer por ti. Te han pedido una fianza de veinticinco mil dólares.