– ¿Esto es todo? -pregunté.
– Todo lo que yo tengo.
Así era siempre. Si el fiscal no lo tenía, entonces podía demorar su entrega a la defensa. Sabía a ciencia cierta -como si hubiera estado casado con una fiscal- que no era nada extraordinario que un fiscal pidiera a los investigadores de la policía que se tomaran su tiempo para entregar toda la documentación. De este modo podían darse la vuelta y decir al abogado defensor que querían jugar limpio y no entregar prácticamente nada. Los abogados profesionales normalmente se referían a las reglas de hallazgos como reglas de la deshonestidad. Esto, por supuesto, era válido para ambas partes. En teoría, los hallazgos eran una calle de doble sentido.
– ¿Y va a ir a juicio con esto?
Agité la carpeta en el aire como para subrayar que el peso de las pruebas era tan escaso como el de la carpeta.
– No me preocupa. Pero si quiere hablar de una disposición, le escucharé.
– No, ninguna disposición en esto. Vamos a por todas. Vamos a renunciar al preliminar e iremos directamente a juicio. Sin retrasos.
– ¿No va a renunciar al juicio rápido?
– No. Tiene sesenta días desde el lunes para dar la cara o callar.
Minton frunció los labios como si lo que yo acababa de decirle fuera sólo un inconveniente menor y una sorpresa. Por más que disimulara, sabía que le había asestado un golpe sólido.
– Bueno, entonces, supongo que deberíamos hablar de hallazgo unilateral. ¿Qué tiene para mí?
Había abandonado el tono amable.
– Todavía lo estoy componiendo -dije-, pero lo tendré para la vista del lunes. Aunque la mayor parte de lo que tengo probablemente ya está en este archivo que me ha dado, ¿no cree?
– Seguramente.
– Sabe que la supuesta víctima es una prostituta que se había ofrecido a mi cliente allí mismo, ¿no? Y que ha continuado en esa línea de trabajo desde el incidente alegado, ¿no?
La boca de Minton se abrió quizás un centímetro y luego se cerró. La reacción fue suficientemente reveladora. Le había asestado un mazazo. Sin embargo, se recuperó con rapidez.
– De hecho -dijo-, soy consciente de su ocupación. Pero lo que me sorprende es que usted ya lo sepa. Espero que no haya estado siguiendo a mi víctima, señor Haller.
– Llámeme Mickey. Y lo que estoy haciendo es el menor de sus problemas. Será mejor que estudie a fondo este caso, Ted. Sé que es nuevo en delitos graves y no querrá estrenarse con un caso perdedor como éste. Especialmente después del fiasco Blake. Pero no ha tenido suerte esta vez.
– ¿De verdad? ¿Y cómo es eso?
Miré por encima de su hombro al ordenador que había en la mesa.
– ¿Ese trasto tiene reproductor de DVD?
Minton miró el equipo. Parecía viejo.
– Supongo. ¿Qué tiene?
Me di cuenta de que mostrarle el vídeo de vigilancia de la barra de Morgan's equivalía a mostrarle el mejor as que tenía, pero estaba confiado en que una vez que lo viera no habría lectura de cargos el lunes, no habría caso. Mi trabajo era neutralizar el caso y liberar a mi cliente de la maquinaria de la fiscalía. Esa era la forma de hacerlo.
– No tengo el conjunto de mis hallazgos, pero tengo esto -dije.
Le pasé a Minton el DVD que me había dado Levin. El fiscal lo introdujo en su ordenador.
– Es de la barra de Morgan's -le expliqué cuando él intentaba reproducirlo-. Vuestros chicos nunca fueron allí, pero el mío sí. Es del domingo por la noche del supuesto ataque.
– Y podría haber sido manipulado.
– Podría, pero no lo ha sido. Puede comprobarlo. Mi investigador tiene el original y le pediré que lo tenga disponible después de la lectura de cargos.
Superadas algunas dificultades, Minton puso en funcionamiento el DVD. Lo observé en silencio mientras yo señalaba el tiempo y los mismos detalles que Levin me había hecho notar, sin olvidar al señor X y el hecho de que fuera zurdo. Minton lo pasó deprisa como yo le ordené y luego lo ralentizó para ver el momento en que Reggie Campo se acercaba a mi cliente en la barra. Tenía una mueca de concentración en el rostro. Cuando terminó, sacó el disco y lo sostuvo.
– ¿Puedo quedármelo hasta que tenga el original?
– Claro.
Minton volvió a guardar el disco en su estuche y lo colocó en lo alto de una pila de carpetas que tenía sobre la mesa.
– Vale, ¿qué más? -preguntó.
En esta ocasión fue mi boca la que dejó entrar un poco de luz.
– ¿Cómo que qué más? ¿No es suficiente?
– ¿Suficiente para qué?
– Mire, Ted, ¿por qué no nos dejamos de chorradas?
– Hágalo, por favor.
– ¿De qué estamos hablando aquí? Ese disco hace añicos el caso. Olvidémonos de la lectura de cargos y del juicio y hablemos de ir al tribunal la semana que viene con una moción conjunta para que se retiren los cargos. Quiero que retire esta mierda con perjuicio, Ted. Que no vuelvan sobre mi cliente si alguien aquí decide cambiar de opinión.
Minton sonrió y negó con la cabeza.
– No puedo hacer eso, Mickey. Esta mujer resultó mal herida. Fue agredida por un animal y no voy a retirar nada contra…
– ¿Mal herida? Ha estado recibiendo clientes otra vez toda la semana. Usted…
– ¿Cómo sabe eso?
Negué con la cabeza.
– Joder, estoy tratando de ayudarle, de ahorrarle un bochorno, y lo único que le preocupa es si he cruzado algún tipo de línea con la víctima. Bueno, tengo noticias para usted. Ella no es la víctima. ¿No ve lo que tiene aquí? Si este asunto llega a un jurado y ellos ven el disco, todos los platos caen, Ted. Su caso habrá terminado y tendrá que volver aquí y explicarle a su jefe Smithson cómo es que no lo vio venir. A Smithson no le gusta perder. Y después de lo que ocurrió ayer, diría que se siente un poco más apremiado al respecto.
– Las prostitutas también pueden ser víctimas. Incluso las aficionadas.
Negué con la cabeza. Decidí mostrar todas mis bazas.
– Ella le engañó -dije-. Sabía que tenía dinero y le tendió una trampa. Quiere demandarlo y cobrar. O bien se golpeó ella misma o le pidió a su amigo del bar, el zurdo, que lo hiciera. Ningún jurado en el mundo se va a tragar lo que está vendiendo. Sangre en la mano o huellas en la navaja… lo prepararon todo después de que lo noquearan.
Minton asintió como si siguiera la lógica de mi discurso, pero de repente salió con algo que no venía a cuento.
– Me preocupa que esté tratando de intimidar a mi víctima siguiéndola y acosándola.
– ¿Qué?
– Conoce las reglas. Deje en paz a la víctima o iremos a hablar con un juez.
Negué con la cabeza y extendí las manos.
– ¿Está escuchando algo de lo que le estoy diciendo aquí?
– Sí, he escuchado todo y no cambia mi determinación. Aunque tengo una oferta para usted, y será buena sólo hasta la lectura de cargos del lunes. Después, se cierran las apuestas. Su cliente corre sus riesgos con un juez y un jurado. No me intimida usted ni los sesenta días. Estaré listo y esperando.
Me sentía como si estuviera bajo el agua, como si todo lo que había dicho estuviera atrapado en burbujas que se elevaban y eran arrastradas por la corriente. Nadie podía oírme correctamente. En ese momento me di cuenta de que se me había escapado algo. Algo importante. No importaba lo novato que fuera Minton. No era estúpido y por error yo había pensado que estaba actuando como un estúpido. La oficina del fiscal del distrito del condado de Los Ángeles reclutaba a los mejores de las mejores facultades de Derecho. Ya había mencionado la Universidad del Sur de California y sabía que de su facultad de Derecho salían abogados de primer orden. Era sólo cuestión de experiencia. A Minton podía faltarle experiencia, pero eso no significaba que anduviera corto de inteligencia legal. Entendí que tendría que mirarme a mí mismo y no a Minton para comprender.
– ¿Qué me he perdido? -pregunté.