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– ¿Cuánto tiempo hace de eso? -pregunté.

– Unos cuatro años. Dejó de vender propiedades después de que ocurrió eso. Se quedó en la oficina y nunca volvió a mostrar una propiedad. Yo hacía las ventas. Fue entonces y por ese motivo que compré la navaja. La tengo desde hace cuatro años y la llevo a todas partes, salvo en los aviones. Estaba en mi bolsillo cuando fui al apartamento. No pensé en eso.

Me dejé caer en la silla que estaba al otro lado de la mesa, enfrente del sofá. Mi mente estaba trabajando. Estaba viendo cómo podía funcionar. Todavía era una defensa que se basaba en la coincidencia. Campo le tendió una trampa a Roulet y se aprovechó de las circunstancias cuando encontró la navaja después de dejarlo inconsciente. Podía funcionar.

– ¿Su madre presentó una denuncia a la policía? -preguntó Levin-. ¿Hubo una investigación?

Roulet negó con la cabeza al tiempo que aplastaba la colilla del cigarrillo en el cenicero.

– No, estaba demasiado avergonzada. Temía que saliera en los periódicos.

– ¿Quién más lo sabe? -pregunté.

– Eh, yo… y estoy seguro de que lo sabe Cecil. Probablemente nadie más. No puede usar esto. Ella…

– No lo usaré sin su permiso -dije-, pero podría ser importante. Hablaré con ella.

– No, no quiero que…

– Su vida y su sustento están en juego, Louis. Si le envían a prisión, no lo superará. No se preocupe por su madre. Una madre haría lo que hiciera falta para proteger a su pequeño.

Roulet bajó la mirada y negó con la cabeza.

– No lo sé… -dijo.

Exhalé, tratando de liberar la tensión con la respiración. Quizá podría evitar el desastre.

– Sé una cosa -dije-. Voy a volver a la fiscalía y a decirles que pasamos del trato. Iremos a juicio y correremos el riesgo.

16

Continué encajando golpes. El segundo directo de la fiscalía no lo recibí hasta después de que dejé a Earl en el gran estacionamiento de las afueras donde aparcaba su propio coche todas las mañanas y yo mismo conduje el Lincoln hasta Van Nuys y el Four Green Fields. Era un bar de taburetes en Victory Boulevard -quizá por eso les gustaba a los abogados-, con la barra en el lado izquierdo y una fila de reservados de madera rallada a la derecha. Estaba lleno como sólo puede estarlo un bar irlandés en la noche de San Patricio. Supuse que la multitud era aún mayor que en años anteriores por el hecho de que esa fiesta de los bebedores caía en jueves, y muchos de los juerguistas iban a empezar un fin de semana largo. Yo mismo me había asegurado de tener la agenda vacía el viernes. Siempre hago fiesta el día después de San Patricio.

Al empezar a abrirme paso a través de la masa en busca de Maggie McPherson, el Danny Boy de rigor empezó a sonar en una máquina de discos situada en la parte de atrás. En esta ocasión era una versión punk rock de principios de los ochenta y su ritmo privaba de toda oportunidad de oír algo cuando veía caras familiares y decía hola o preguntaba si habían visto a mi ex mujer. Los pequeños fragmentos de conversación que escuché al avanzar parecían monopolizados por Robert Blake y el asombroso veredicto del día anterior.

Me encontré con Robert Gillen en la multitud. El cámara buscó en su bolsillo, sacó cuatro billetes nuevos de cien dólares y me los dio. Los billetes probablemente eran cuatro de los diez originales que le había pagado dos semanas antes en el tribunal de Van Nuys cuando trataba de impresionar a Cecil Dobbs con mis habilidades de manipulación de los medios. Ya le había cobrado los mil a Roulet. Los cuatrocientos eran beneficio.

– Pensé que te encontraría aquí -me gritó en el oído.

– Gracias, Patas -le repliqué-. Me dará para unas copas.

Rió. Miré por encima de él a la multitud en busca de mi ex mujer.

– Cuando quieras, tío -dijo.

Me dio un golpecito en el hombro cuando yo me escurrí a su lado y seguí empujando para abrirme paso. Finalmente encontré a Maggie en el último reservado del fondo. Estaba ocupado por seis mujeres, todas ellas fiscales o secretarias de la oficina de Van Nuys. A la mayoría las conocía al menos de vista, pero la escena resultaba extraña porque tenía que quedarme de pie y gritar por encima del bullicio de la música y la multitud. Por no mencionar el hecho de que eran fiscales y me veían como un aliado del diablo. Tenían dos jarras de Guinness en la mesa y una estaba llena. Mis oportunidades de abrirme paso entre la multitud hasta la barra para conseguir un vaso eran ínfimas. Maggie se fijó en mi situación difícil y me ofreció compartir su vaso.

– No pasa nada -gritó-. Hemos intercambiado saliva antes.

Sonreí y supe que las dos jarras de la mesa no habían sido las dos primeras. Eché un largo trago. Me cayó bien. La Guinness siempre me da un centro sólido.

Maggie estaba en medio del lado izquierdo del reservado, entre dos fiscales jóvenes que había tomado bajo su tutela. En la oficina de Van Nuys, muchas de las fiscales jóvenes gravitaban hacia mi ex mujer porque el hombre al mando, Smithson, se rodeaba de fiscales como Minton.

Aún de pie en el lado del reservado, levanté el vaso para brindar con ella. Maggie no pudo responder porque yo tenía su vaso, así que se estiró y levantó la jarra.

– ¡Salud!

No llegó tan lejos como para beber de la jarra. La dejó en la mesa y le susurró algo a la mujer que estaba en el extremo del reservado. Esta se levantó para dejar pasar a Maggie. Mi ex mujer se levantó, me besó en la mejilla y dijo:

– Siempre es más fácil para una dama conseguir vaso en este tipo de situaciones.

– Especialmente para una dama hermosa -dije.

Maggie me dedicó una de sus miradas y se volvió hacia la multitud compuesta por cinco filas de personas entre nosotros y la barra. Silbó estridentemente y captó la atención de uno de los irlandeses de pura cepa que estaban sirviendo la cerveza y que podían dibujar un arpa o un ángel o una señora desnuda en la espuma del vaso.

– Necesito una pinta -gritó Maggie.

El camarero tuvo que leerle los labios. Y como un adolescente transportado por encima de las cabezas de la multitud en un concierto de los Pearl Jam, un vaso limpio llegó hasta nosotros de mano en mano. Ella lo llenó de la última jarra de la mesa del reservado y entrechocamos los vasos.

– Bueno -dijo ella-. ¿Te sientes un poco mejor que cuando te he visto antes?

Asentí con la cabeza.

– Un poco.

– ¿Minton te ha engañado?

Asentí otra vez.

– Él y los polis, sí.

– ¿Con ese tipo Corliss? Les dije que era un mentiroso. Todos lo son.

No respondí y traté de actuar como si lo que acababa de decirme no fuera una noticia para mí, y ese Corliss fuera un nombre que ya conociera. Di un trago largo y lento de mi vaso.

– Supongo que no debería decirlo -dijo ella-. Pero mi opinión no cuenta. Si Minton es lo bastante tonto para usar a ese tipo, le cortarás la cabeza, estoy segura.

Supuse que estaba hablando de un testigo. Pero no había visto nada en mi carpeta de hallazgos que mencionara a un testigo llamado Corliss. El hecho de que fuera un testigo del que ella no se fiaba me condujo a pensar que Corliss era un soplón. Más concretamente un soplón de calabozo.

– ¿Cómo es que lo conoces? -pregunté al fin-. ¿Minton te habló de él?

– No, fui yo quien se lo mandó a Minton. No importa lo que pensara de lo que el tipo decía, era mi deber dárselo al fiscal correspondiente y era cosa de Minton evaluarlo.

– ¿O sea que acudió a ti?

Frunció el entrecejo, porque la respuesta era obvia.

– Porque yo llevé la primera comparecencia. Estaba allí en el corral. Creía que el caso todavía era mío.

Lo entendí. Corliss era una C. Roulet fue sacado del orden alfabético y llamado antes. Corliss debía de haber estado en el grupo de internos llevados al tribunal con mi cliente. Nos había visto a Maggie y a mí discutir sobre la fianza de Roulet. Por consiguiente pensó que Maggie seguía en el caso. Debió de darle el soplo a ella.