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Antes de sumergirme en los archivos hice una llamada a Raúl Levin y lo desperté en su casa de Glendale.

– Tengo trabajo para ti -dije.

– ¿No puede esperar hasta el lunes? Acabo de llegar a casa hace un par de horas. Iba a empezar el fin de semana hoy.

– No, no puede esperar y me debes una después de lo de ayer. Además, ni siquiera eres irlandés. Necesito el historial de alguien.

– Vale, espera un minuto.

Oí que dejaba el teléfono mientras probablemente cogía un bolígrafo y papel para tomar notas.

– Venga, adelante.

– Hay un tipo llamado Corliss que tenía que ir después de Roulet el día siete. Estaba en el primer grupo que salió y estuvieron juntos en el corral. Ahora está tratando de dar el soplo sobre Roulet y quiero saber todo lo posible sobre ese tipo para poder crucificarlo.

– ¿Conoces el nombre?

– No.

– ¿Sabes por qué lo detuvieron?

– No, y ni siquiera sé si sigue allí.

– Gracias por la ayuda. ¿Qué va a decir que le dijo Roulet?

– Que apalizó a una puta que se lo merecía. Algo así.

– Vale, ¿qué más tienes?

– Nada más, salvo que me han contado que es un soplón habitual. Descubre a quién ha delatado en el pasado y si puede haber algo que pueda usar. Remóntate todo lo que puedas con este tipo. La gente de la fiscalía normalmente no lo hace. Les da miedo lo que podrían descubrir y prefieren ser ignorantes.

– Vale, me pondré con eso.

– Infórmame en cuanto sepas algo.

Cerré el teléfono cuando llegaron mis creps. Las rocié abundantemente con jarabe de arce y empecé a comer mientras revisaba el archivo que contenía los hallazgos de la fiscalía.

El informe sobre el arma continuaba siendo la única sorpresa. El resto del contenido de la carpeta, salvo las fotos en color, ya lo había visto en el archivo de Levin.

Avancé en eso. Como era de esperar con un investigador a sueldo, Levin había engrosado el archivo con todo lo que había encontrado en la red que había tejido. Incluso tenía copias de las multas de aparcamiento y exceso de velocidad que Roulet había acumulado y no había pagado en años recientes. Al principio me molestó porque había mucho entre lo que espigar para llegar a lo que iba a ser relevante para la defensa de Roulet.

Casi lo había revisado todo cuando la camarera pasó junto a mi reservado con una jarra de café para llenarme la taza. Retrocedió al ver el rostro apaleado de Reggie Campo en una de las fotos en color que había puesto a un lado de las carpetas.

– Lo siento -dije.

Tapé la foto con una de las carpetas y volví a llamarla. La camarera retornó vacilantemente y me sirvió café.

– Es trabajo -dije a modo de débil explicación-. No pensaba hacerle esto a usted.

– Lo único que puedo decir es que espero que coja al cabrón que le hizo eso.

Asentí. Me había tomado por un poli. Probablemente porque no me había afeitado en veinticuatro horas.

– Estoy trabajando en ello -dije.

La camarera se alejó y yo volví a concentrarme en la carpeta. Al deslizar la foto de Reggie Campo de debajo vi en primer lugar la parte no herida de su rostro. La parte izquierda. Algo me impactó y sostuve la carpeta en posición de manera que me quedé mirando sólo la mitad intacta de su rostro. La ola de familiaridad me invadió de nuevo. Pero de nuevo no pude situar su origen. Sabía que esa mujer se parecía a otra mujer a la que conocía o al menos con la que estaba familiarizado. Pero ¿a quién?

También sabía que esa impresión iba a inquietarme hasta que lo descubriera. Pensé en ello mucho tiempo, dando sorbos al café y tamborileando con los dedos en la mesa hasta que decidí intentar algo. Cogí el retrato del rostro de Campo y lo doblé en vertical por la mitad, de manera que a un lado del pliegue estaba el lado derecho herido de su rostro y el otro mostraba el izquierdo perfecto. Me guardé la foto doblada en el bolsillo interior de mi chaqueta y me levanté del reservado.

No había nadie en el cuarto de baño. Rápidamente fui al lavabo y saqué la foto doblada. Me incliné sobre la pila y apoyé el pliegue de la foto contra el espejo, con el lado intacto del rostro de Reggie Campo expuesto. El espejo reflejó la imagen, creando una cara completa y sin heridas. La miré un buen rato hasta que finalmente me di cuenta de por qué la cara me resultaba familiar.

– Martha Rentería -dije.

La puerta del lavabo se abrió de repente y entraron dos adolescentes con las manos ya en la cremallera. Rápidamente retiré la foto del espejo y me la guardé en la chaqueta. Me volví y caminé hacia la puerta. Oí que estallaban en carcajadas en cuanto yo salí. No pude imaginar qué era lo que habían pensado que estaba haciendo.

De nuevo en el reservado recogí mis archivos y fotos y lo metí todo en mi maletín. Dejé una más que adecuada cantidad de efectivo en la mesa para la cuenta y la propina y salí apresuradamente del restaurante. Me sentía como si estuviera experimentando una extraña reacción alérgica. Tenía la cara colorada y sentía calor debajo del cuello de la camisa. Podía oír los latidos de mi corazón debajo de la ropa.

Quince minutos después había aparcado delante de mi almacén en Oxnard Avenue, en North Hollywood. Tenía un espacio de ciento cincuenta metros cuadrados detrás de unas puertas de garaje de doble ancho. El dueño era un hombre a cuyo hijo defendí en un caso de posesión, y al que le conseguí un programa de rehabilitación para impedir que entrara en prisión. Como pago de mi minuta, el padre me cedió el almacén por un año. Pero el hijo era un drogadicto que no paraba de meterse en problemas y yo no paraba de conseguir años de alquiler gratuito del almacén.

En el almacén guardaba la información de casos archivados junto con dos Lincoln Town Car. El año anterior, cuando iba bien de dinero, compré cuatro Lincoln de golpe para obtener una tarifa de flota. El plan era usar cada Lincoln hasta los cien mil kilómetros y luego dejarlo en un servicio de limusinas para que lo usaran para trasladar pasajeros del aeropuerto. De momento estaba funcionando. Iba por el segundo Lincoln y pronto llegaría el momento para el tercero.

Una vez que levanté una de las puertas del garaje fui a la zona de archivos, donde las cajas estaban ordenadas por años en una estantería industrial. Encontré la sección de los estantes correspondiente a dos años antes y pasé el dedo por la lista de clientes escrita en el lado de cada caja hasta que encontré la de Jesús Menéndez.

Saqué la caja del estante, me agaché y la abrí en el suelo. El caso Menéndez había sido corto. Aceptó un acuerdo pronto, antes de que el fiscal lo retirara. Así que sólo había cuatro carpetas y éstas en su mayoría contenían copias de documentos relacionados con la investigación policial. Hojeé los archivos buscando fotografías y finalmente vi la que estaba buscando en la tercera carpeta.

Martha Rentería era la mujer de cuyo homicidio se había declarado culpable Jesús Menéndez. Era una bailarina de veinticuatro años con una belleza oscura y una sonrisa de dientes grandes y blancos. La habían apuñalado en su apartamento de Panorama City. La habían golpeado antes de acuchillarla y sus heridas faciales estaban en el lado izquierdo del rostro, el opuesto a Reggie Campo. Miré el primer plano de su rostro que contenía el informe de la autopsia. Una vez más doblé la foto en vertical, con un lado de la cara intacto y el otro herido.

En el suelo cogí las dos fotografías dobladas, una de Reggie y una de Martha, y las encajé a lo largo de la línea de pliegue. Dejando aparte el hecho de que una mujer estaba muerta y la otra no, los medios rostros encajaban casi a la perfección. Las dos mujeres se parecían tanto que habrían pasado por hermanas.

18

Jesús Menéndez estaba cumpliendo cadena perpetua en San Quintín porque se había limpiado el pene con la toalla del cuarto de baño. No importa cómo uno lo mirara, el caso se reducía a eso. Esa toalla había sido su mayor error.