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Sentado con las piernas abiertas en el suelo de hormigón de mi almacén, con el contenido de los archivos del caso Menéndez esparcidos delante de mí, me estaba familiarizando otra vez con los hechos del caso en el que había trabajado dos años antes. Menéndez fue condenado por matar a Martha Rentería en Panorama City, después de seguirla a su casa desde un club de estriptis de East Hollywood llamado The Cobra Room. La violó y luego la acuchilló más de cincuenta veces. Salió tanta sangre del cadáver que ésta se filtró desde la cama y formó un charco en el suelo de madera que había debajo. Un día más tarde se había filtrado por las rendijas del suelo y había empezado a gotear desde el techo del piso de abajo. Fue entonces cuando llamaron a la policía.

Las pruebas contra Menéndez eran formidables pero circunstanciales. El acusado también se había causado daño a sí mismo al admitir ante la policía -antes de que yo me hiciera cargo del caso- que había estado en el apartamento la noche del asesinato. Pero fue el ADN en la toallita rosa del cuarto de baño de la víctima lo que en última instancia lo condenó. No se podía neutralizar. Era un plato que giraba y que era imposible de detener. Los profesionales de la defensa llaman «iceberg» a una prueba así, porque es la prueba que hunde el barco.

Había aceptado el caso de asesinato de Menéndez pensando que era una gran causa perdida. Menéndez no tenía dinero para pagar el tiempo y esfuerzo que costaría montar una defensa concienzuda, sin embargo, el caso había atraído no poca atención de los medios, y yo estaba dispuesto a cambiar mi tiempo y mi trabajo por la publicidad gratuita. Menéndez había acudido a mí porque unos meses antes de su detención yo había defendido con éxito a su hermano mayor, Fernando, en un caso de drogas. Al menos en mi opinión había tenido éxito. Había conseguido que una acusación de posesión y venta de heroína se redujera a simple posesión. Lo condenaron a libertad vigilada en lugar de prisión.

Ese buen trabajo resultó en que Fernando me llamara la noche en que Jesús fue detenido por el asesinato de Martha Rentería. Jesús había ido a la División de Van Nuys para hablar voluntariamente con los detectives. Los canales de televisión de la ciudad habían mostrado su retrato robot y éste aparecía con mucha frecuencia, en particular en los canales hispanos. Menéndez le dijo a su familia que iría a ver a los detectives para aclarar las cosas y volvería. Pero nunca volvió, así que su hermano me llamó. Le dije al hermano que la lección que tenía que aprender es que uno nunca va a ver a los detectives para aclarar las cosas antes de consultar con un abogado.

Antes de que el hermano me llamara, yo ya había visto numerosas noticias en televisión sobre el asesinato de la bailarina exótica, como habían bautizado a Rentería. En las noticias se mostraba el retrato robot del varón latino que se creía que había seguido a la víctima desde el club. Sabía que el interés de los medios previo a la detención significaba que el caso probablemente seguiría siendo llevado a la conciencia pública por las noticias de televisión y yo podría sacar provecho. Acepté hacerme cargo del caso gratis. Pro bono. Por el bien del sistema. Además, los casos de asesinato son pocos y espaciados. Los cojo cuando puedo. Menéndez era el duodécimo acusado de asesinato al que había defendido. Los once primeros continuaban en prisión, pero ninguno de ellos estaba en el corredor de la muerte. Consideraba que eso era un buen registro.

Cuando vi por primera vez a Menéndez en el calabozo de la División de Van Nuys él ya había hecho una declaración ante la policía que lo implicaba. Había dicho a los detectives Howard Kurlen y Don Crafton que no había seguido a Rentería a su casa como sugerían las noticias, sino que ella lo había invitado a su apartamento. Explicó que ese mismo día había ganado mil cien dólares en la lotería de California y que quería gastar parte de ese dinero a cambio de ciertas atenciones de Rentería. Dijo que en el apartamento de ésta hubo sexo consentido -aunque él no usó estas palabras- y que cuando se fue estaba viva y era quinientos dólares en efectivo más rica.

Los agujeros que Kurlen y Crafton hicieron en la declaración de Menéndez eran numerosos. En primer lugar, no había habido sorteo de lotería del estado el día del asesinato ni el día anterior, y el minimercado del barrio donde el acusado declaró que había cobrado su boleto ganador no tenía registro de haber pagado mil cien dólares a Menéndez ni a nadie. Además, en el apartamento de la víctima sólo se encontraron ochenta dólares en efectivo. Y por último, el informe de la autopsia indicaba que hematomas y otras heridas en el interior de la vagina de la víctima descartaban lo que podía considerarse relaciones sexuales consentidas. El forense concluyó que había sido brutalmente violada.

No había otras huellas dactilares que las de la víctima en el apartamento. El lugar había sido limpiado. No se encontró semen en el cuerpo de la víctima, lo cual indicaba que el violador había usado un condón o no había eyaculado durante la agresión. Sin embargo, en el cuarto de baño del dormitorio donde se había desarrollado la agresión y asesinato, un investigador de la escena del crimen encontró, usando una luz negra, una pequeña cantidad de semen en una toallita rosa colgada junto al lavabo. La teoría era que después de la violación y asesinato, el criminal había entrado en el cuarto de baño, se había quitado el condón y lo había tirado al váter. Después se había limpiado el pene en la toalla cercana y a continuación había vuelto a colgar la toalla en su sitio. Cuando limpió después del crimen las superficies que podría haber tocado se olvidó de la toalla.

Los investigadores se guardaron el descubrimiento del ADN y la teoría que lo acompañaba en secreto. Nunca salió en los medios. Sería la carta tapada de Kurlen y Crafton.

Basándose en las mentiras de Menéndez y en su reconocimiento de que había estado en el apartamento de la víctima, éste fue detenido como sospechoso de asesinato y retenido sin posibilidad de fianza. Los detectives consiguieron una orden de registro y raspados orales de Menéndez fueron enviados al laboratorio para realizar una comparación entre su ADN y el recogido en la toalla del cuarto de baño.

Así estaban las cosas cuando yo entré en el caso. Como dicen en mi profesión, para entonces el Titanic ya había salido del muelle. El iceberg estaba aguardando. Menéndez se había causado mucho daño al hablar -y mentir- a los detectives. Inconsciente todavía de la comparación de ADN que estaba en camino, vi un rayo de esperanza para Jesús Menéndez. Había que preparar una estrategia que neutralizara su interrogatorio con los detectives, el cual, por cierto, se convirtió en una confesión total cuando lo anunciaron los medios. Menéndez había nacido en México y había venido a Estados Unidos a los ocho años. Su familia hablaba únicamente español en casa y él había asistido a una escuela para castellanohablantes hasta que la dejó a los catorce años. Hablaba un inglés sólo rudimentario, y su nivel de comprensión del lenguaje me pareció inferior incluso a su nivel al hablarlo. Kurlen y Crafton no hicieron ningún esfuerzo para conseguirle un traductor y, según la cinta del interrogatorio, nunca le preguntaron a Menéndez si deseaba uno.

Ésa era la rendija por la que quería meterme. El interrogatorio era la base de la acusación contra Menéndez. Era el plato que giraba. Si podía hacerlo caer, la mayoría de los otros platos caerían con él. Mi plan consistía en alegar que el interrogatorio era una violación de los derechos constitucionales de Menéndez, porque éste no había entendido los derechos que le había leído Kurlen ni el documento que enumeraba esos derechos en inglés y qué el acusado había firmado a petición del detective.

Ahí era donde estaba el caso hasta que dos semanas después de la detención de Menéndez llegaron los resultados del laboratorio, según los cuales su ADN coincidía con el encontrado en la toalla del cuarto de baño de la víctima. Después de eso, el fiscal no necesitaba el interrogatorio ni sus admisiones. El ADN ponía a Menéndez directamente en la escena de una brutal violación y asesinato. Podía intentar una defensa al estilo de la de O. J. Simpson, es decir, atacar la credibilidad de una coincidencia de ADN. Sin embargo, los fiscales y los técnicos de laboratorio habían aprendido demasiado en los años transcurridos desde aquella debacle y sabía que era improbable imponerse a un jurado. El ADN era el iceberg y la inercia del barco impedía esquivarlo a tiempo.