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Pensé que había entendido por qué Reggie Campo sólo tenía una herida en el cuello, a diferencia de las dos que presentaba Martha Rentería. Si el agresor de Campo hubiera llegado a su dormitorio y la hubiera tumbado en la cama, se habría encontrado de cara a la víctima al colocarse encima de ella. Si hubiera mantenido la navaja en la misma mano -la izquierda- el filo habría quedado al otro lado del cuello. Cuando la hubieran encontrado muerta en la cama, la víctima habría presentado punciones coercitivas en ambos lados del cuello.

Dejé a un lado los archivos y me senté con las piernas cruzadas sin moverme durante un buen rato. Mis pensamientos eran susurros en la oscuridad interior. En mi mente mantuve la imagen del rostro surcado por las lágrimas de Jesús Menéndez cuando me había dicho que era inocente, cuando me había rogado que le creyera y yo le había dicho que debía declararse culpable. Había dispensado algo más que consejo legal. Él no tenía dinero, ni defensa ni oportunidad -en ese orden- y yo le había dicho que no tenía elección. Y aunque en última instancia fue decisión suya y la palabra «culpable» salió de su boca delante del juez, sentía que había sido yo, su propio abogado, sosteniendo el cuchillo del sistema contra su cuello, quien le había obligado a decirlo.

19

Salí del enorme complejo nuevo de alquiler de vehículos del aeropuerto internacional de San Francisco a la una en punto y me dirigí hacia el norte, hacia la ciudad. El Lincoln que me dieron olía como si su último usuario hubiera sido un fumador, quizás el que lo había alquilado o bien el tipo que lo había limpiado para entregármelo a mí.

No sé cómo llegar a ninguna parte en San Francisco. Sólo sé atravesarlo. Tres o cuatro veces al año he de ir a la prisión de la bahía, San Quintín, para hablar con clientes o testigos. Podría decirles cómo llegar allí sin ningún problema. Pero si me preguntan cómo ir a la Coit Tower o al Muelle del Pescador me pondrían en apuros.

Cuando había atravesado la ciudad y cruzado por el Golden Gate, eran casi las dos. Iba bien de tiempo. Sabía por experiencia que el horario de visita de abogados terminaba a las cuatro.

San Quintín tiene más de un siglo y da la sensación de que las almas de todos los prisioneros que vivieron y murieron allí están grabadas en sus paredes oscuras. Era una prisión tan deprimente como cualquiera de las que había visitado, y en un momento u otro había estado en todas las de California.

Registraron mi maletín y me hicieron pasar por un detector de metales. Después, me pasaron un detector de mano por encima para asegurarse todavía más. Ni siquiera entonces me permitieron un contacto directo con Menéndez, porque no había programado la entrevista con los cinco días de antelación que se requerían. Así que me pusieron en una sala que impedía el contacto, con una pared de plexiglás entre nosotros con agujeros del tamaño de monedas para hablar. Le mostré al vigilante el conjunto de seis fotos que quería darle a Menéndez y él me dijo que tendría que mostrárselas a través del plexiglás. Me senté, aparté las fotos y no tuve que esperar demasiado hasta que llevaron a Menéndez al otro lado del cristal.

Dos años antes, cuando lo enviaron a prisión, Jesús Menéndez era un hombre joven. Ahora ya aparentaba los cuarenta, la edad a la que le había dicho que saldría si se declaraba culpable. Me miró con ojos tan muertos como las piedras de gravilla del aparcamiento. Me vio y se sentó a regañadientes. Yo ya no le servía de nada.

No se molestó en saludar, y yo fui directo al grano.

– Mira, Jesús, no he de preguntarte cómo has estado. Lo sé. Pero ha surgido algo que puede afectar a tu caso. He de hacerte unas pocas preguntas. ¿Me entiendes?

– ¿Por qué pregunta ahora? Antes no tenía preguntas.

Asentí.

– Tienes razón. Debería haberte hecho más preguntas entonces y no lo hice. No sabía lo que sé ahora. O al menos lo que creo que sé ahora. Estoy tratando de arreglar las cosas.

– ¿Qué quiere?

– Quiero que me hables de esa noche en The Cobra Room.

Él se encogió de hombros.

– La chica estaba allí y le hablé. Me dijo que la siguiera a casa. -Se encogió de hombros otra vez-. Fui a su casa, pero yo no la maté así.

– Vuelve al club. Me dijiste que tuviste que impresionar a la chica, que tuviste que mostrarle el dinero y que gastaste más de lo que querías. ¿Recuerdas?

– Es así.

– Dijiste que había otro tipo que quería llegar a ella. ¿Te acuerdas de eso?

– Sí, estaba allí hablando. Ella fue a él, pero volvió a mí.

– Tuviste que pagarle más, ¿verdad?

– Eso.

– Vale, ¿recuerdas a ese tipo? Si vieras una foto de él ¿lo recordarías?

– ¿El tipo que habló? Creo que lo recuerdo.

– Vale.

Abrí mi maletín y saqué las fotos de ficha policial. Había seis fotos que incluían la foto de la detención de Louis Roulet y las de otros cinco hombres cuyos retratos había sacado de mis cajas de archivos. Me levanté y uno por uno empecé a colocarlas en el cristal.

Pensaba que si extendía los dedos podría aguantar las seis contra el cristal. Menéndez se levantó y miró de cerca las fotos.

Casi inmediatamente una voz atronó a través del altavoz del techo.

– Apártese del cristal. Los dos apártense del cristal y permanezcan sentados o la entrevista se acabará.

Negué con la cabeza y maldije. Recogí las fotos y me senté. Menéndez también volvió a sentarse.

– ¡Guardia! -dije en voz alta.

Miré a Menéndez y esperé. El guardia no entró en la sala.

– ¡Guardia! -lo llamé otra vez, en voz más alta. Finalmente, la puerta se abrió y el guardia entró a mi lado en la sala de entrevistas.

– ¿Ha terminado?

– No. Necesito que mire estas fotos. Levanté la pila.

– Enséñeselas a través del cristal. No está autorizado a recibir nada de usted.

– Pero voy a llevármelas otra vez enseguida.

– No importa. No puede darle nada.

– Pero si no le deja acercarse al cristal, ¿cómo va a verlas?

– No es mi problema.

Levanté las manos en ademán de rendición.

– Muy bien, de acuerdo. ¿Entonces puede quedarse un minuto?

– ¿Para qué?

– Quiero que vea esto. Le voy a mostrar las fotos y si identifica a alguien quiero que sea testigo de ello.

– No me meta en sus gilipolleces.

Caminó hacia la puerta y salió.

– Maldita sea -dije. Miré a Menéndez.

– Muy bien, Jesús, te las voy a enseñar de todos modos. Mira si reconoces a alguien desde donde estás sentado.

Una a una fui levantando las fotos a unos treinta centímetros del cristal. Menéndez se inclinó hacia delante. Cuando le enseñé las cinco primeras miró y reflexionó un momento, pero luego negó con la cabeza. En cambio en la sexta foto sus ojos se encendieron.

Parecía que aún quedaba algo de vida en ellos.

– Ése -dijo-. Es él.

Giré la foto hacia mí para asegurarme. Era Roulet.

– Lo recuerdo -dijo Menéndez-. Es él.

– ¿Estás seguro?

Menéndez asintió con la cabeza.

– ¿Por qué estás tan seguro?

– Porque lo sé. Aquí dentro pienso siempre en esa noche.

Asentí con la cabeza.

– ¿Quién es? -preguntó.

– No puedo decírtelo ahora mismo. Sólo quiero que sepas que voy a intentar sacarte de aquí.

– ¿Qué hago?

– Lo que has estado haciendo. Quédate en calma, ten cuidado y mantente a salvo. -¿A salvo?