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– Lo sé. Pero en cuanto tenga algo, te lo diré. Voy a intentar sacarte de aquí, Jesús, pero podría tardar un poco.

– Usted me dijo que viniera aquí.

– En aquel momento no pensé que hubiera elección.

– ¿Cómo es que nunca me preguntó si maté a esa chica? Usted era mi abogado, joder. No le importó. No escuchó.

Me levanté y llamé al guardia en voz alta. Entonces respondí a su pregunta.

– Para defenderte legalmente no necesitaba conocer la respuesta a esa pregunta. Si le preguntara a mis clientes si son culpables de los delitos de que los acusan, muy pocos me dirían la verdad. Y si lo hicieran, no podría defenderlos con lo mejor de mi habilidad.

El guardia abrió la puerta y me miró.

– Estoy listo para salir -dije.

Miré el reloj y calculé que si tenía suerte con el tráfico podría coger el puente aéreo de las cinco en punto a Burbank. O el de las seis como muy tarde. Dejé las fotos en mi maletín y lo cerré. Miré de nuevo a Menéndez, que continuaba en la silla, al otro lado del cristal.

– ¿Puedo poner mi mano en el cristal? -le pregunté al guardia.

– Dese prisa.

Me incliné por encima del mostrador y puse mi mano en el cristal, con los dedos separados. Esperé que Menéndez hiciera lo mismo, creando un apretón de manos carcelario.

Menéndez se levantó, se inclinó hacia delante y escupió en el cristal, donde estaba mi mano.

– Nunca me dio la mano -dijo-. No se la daré ahora.

Asentí. Pensé que lo entendía.

El guardia esbozó una sonrisita y me dijo que saliera. Al cabo de diez minutos estaba fuera de la prisión, caminando por el suelo de gravilla hacia mi coche de alquiler.

Había recorrido seiscientos kilómetros para cinco minutos, pero esos minutos habían sido devastadores. Creo que el punto más bajo de mi vida y de mi carrera profesional llegó una hora después, cuando estaba en el servicio de tren del alquiler de coches, de camino a la terminal de United. Ya no me concentraba en la conducción ni en llegar a tiempo y sólo tenía el caso en que pensar. Los casos, mejor dicho.

Me incliné, clavé los codos en las rodillas y hundí la cara entre mis manos. Mi mayor temor se había hecho realidad, se había hecho realidad dos años antes y no me había enterado. Hasta ese momento. Se me había presentado la inocencia, pero yo no la había podido asir, sino que la había arrojado a las fauces de la maquinaria del sistema, como todo lo demás. Ahora era una inocencia fría, gris, tan muerta como la gravilla y encerrada en una fortaleza de piedra y acero. Y yo tenía que vivir con eso.

No había solaz en la alternativa, en la certeza de que si hubiera echado los dados e ido a juicio, probablemente Jesús estaría en ese momento en el corredor de la muerte. No podía haber consuelo en saber que se había evitado ese destino, porque yo sabía tan bien como podía saber cualquier otra cosa en el mundo que Jesús Menéndez era inocente. Algo tan raro como un verdadero milagro -un hombre inocente- había acudido a mí y yo no lo había reconocido. Le había dado la espalda.

– ¿Un mal día?

Levanté la mirada. Un poco más lejos en el vagón había un hombre sentado de cara a mí. Éramos los únicos en ese enlace. Parecía diez años mayor que yo y su calvicie le hacía parecer más sabio. Quizás incluso era abogado, pero no me interesaba.

– Estoy bien -dije-. Sólo cansado.

Y levanté una mano con la palma hacia fuera, una señal de que no quería conversación. Normalmente viajo con unos auriculares como los de Earl. Me los pongo y el cable va a un bolsillo de la chaqueta. No están conectados con nada, pero evitan que la gente me hable. Había tenido demasiada prisa esa mañana para pensar en ellos. Demasiada prisa para alcanzar ese punto de desolación.

El hombre del tren captó el mensaje y no dijo nada más. Yo volví a mis oscuros pensamientos acerca de Jesús Menéndez. El resumen era que creía que tenía un cliente que era culpable del asesinato por el cual otro cliente cumplía cadena perpetua. No podía ayudar a uno sin perjudicar al otro. Necesitaba una respuesta. Necesitaba un plan. Necesitaba pruebas. Pero por el momento, en el tren, sólo podía pensar en los ojos apagados de Jesús Menéndez, porque sabía que era yo quien les había robado la vida.

20

En cuanto bajé del puente aéreo en Burbank encendí el móvil. No había trazado un plan, pero sí había pensado en mi siguiente paso y éste era llamar a Raúl Levin. El teléfono vibró en mi mano, lo que significaba que tenía mensajes. Decidí que los escucharía después de poner en marcha a Levin.

Respondió a mi llamada y lo primero que me preguntó era si había recibido su mensaje.

– Acabo de bajar de un avión -dije-. Me lo he perdido.

– ¿Un avión? ¿Adonde has ido?

– Al norte. ¿Cuál era el mensaje?

– Sólo una actualización sobre Corliss. Si no llamabas por eso, ¿por qué llamabas?

– ¿Qué haces esta noche?

– Me quedo por aquí. No me gusta salir los viernes y sábados. Demasiada gente, demasiados borrachos en la carretera.

– Bueno, quiero que nos veamos. He de hablar con alguien. Están ocurriendo cosas malas.

Levin aparentemente percibió algo en mi voz, porque inmediatamente cambió su política de quedarse en casa el viernes por la noche y quedamos en el Smoke House, al lado de los estudios de la Warner. No estaba lejos de donde yo me encontraba ni tampoco de la casa de Levin.

En la ventanilla del aeropuerto le di mi tíquet a un hombre con chaqueta roja y comprobé los mensajes mientras esperaba el Lincoln. Había recibido tres mensajes, todos durante el vuelo de un ahora desde San Francisco. El primero era de Maggie McPherson.

«Michael, sólo quería llamarte y disculparme por cómo te he tratado esta mañana. A decir verdad, estaba enfadada conmigo misma por algunas de las cosas que dije anoche y por las decisiones que tomé. Te lo cargué a ti y no debería haberlo hecho. Hum, si quieres llevarte a Hayley mañana o el domingo a ella le encantará y, quién sabe, quizá pueda ir yo también. Bueno, dime algo.»

Ella no me llamaba «Michael» con mucha frecuencia, ni siquiera cuando estábamos casados. Era una de esas mujeres que podía llamarte por el apellido y hacer que sonara cariñoso. Cuando quería, claro. Siempre me había llamado «Haller». Desde el día que nos conocimos en la cola para pasar un detector de metales en el tribunal central. Ella iba a orientación en la oficina del fiscal y yo iba al tribunal de faltas por un caso de conducción bajo los efectos del alcohol.

Guardé el mensaje para oírlo otra vez en algún momento y pasé al siguiente. Estaba esperando que fuera de Levin, pero la voz automática dijo que la llamada era de un número con el código de área 310. La siguiente voz que oí fue la de Louis Roulet.

«Soy yo, Louis. Sólo pasando revista. Me estaba preguntando dónde estaban las cosas después de lo de ayer. También hay algo que quiero contarle.»

Pulsé el botón de borrado y pasé al tercer y último mensaje. Era el de Levin.

«Eh, jefe, llámame. Tengo material de Corliss. Por cierto, el nombre es Dwayne Jeffery Corliss. Es un yonqui y ha dado un par de soplos más aquí en Los Ángeles. Nada nuevo, ¿eh? La cuestión es que lo detuvieron por robar una moto que probablemente pensaba cambiar por un poco de alquitrán mexicano. Ha cambiado el soplo de Roulet por un programa de internamiento de noventa días en County-USC. Así que no podremos acceder a él ni hablar con él a no ser que lo disponga un juez. Un movimiento muy hábil del fiscal. Bueno, lo sigo investigando. Ha salido algo en Internet en Phoenix que tiene buena pinta si es el mismo tipo. Algo que le estallaría en la cara. Así que esto es todo por ahora. Llámame el fin de semana. Estaré por casa.»

Borré el mensaje y cerré el teléfono.

– Ya no -me dije a mí mismo.

Una vez que oí que Corliss era yonqui no necesitaba saber nada más. Entendí por qué Maggie no se había fiado de ese tipo. Los adictos a la heroína eran la gente más desesperada y poco fiable con la que uno puede cruzarse en la maquinaria del sistema. Si tuvieran la oportunidad delatarían a sus propias madres a cambio de la siguiente dosis o del siguiente programa de metadona. Todos eran unos mentirosos y todos ellos podían ser mostrados como tales en un tribunal.