Выбрать главу

– No obstante, estaba desconcertado por lo que pretendía el fiscal. El nombre de Dwayne Corliss no figuraba en el material de hallazgos que Minton me había dado. Aun así, el fiscal estaba tomando las precauciones que tomaría con un testigo. Había puesto a Corliss en un programa de noventa días para mantenerlo a salvo. El juicio a Roulet empezaría y terminaría en ese tiempo. ¿Estaba ocultando a Corliss? ¿O simplemente estaba poniendo al soplón en un armario para saber exactamente dónde estaba y dónde estaría en caso de que su testimonio se necesitara en el juicio? Obviamente trabajaba desde la creencia de que yo no sabía nada de Corliss. Y de no haber sido por un resbalón de Maggie McPherson así sería. Sin embargo, seguía siendo un movimiento peligroso. A los jueces no les gustan nada los fiscales que rompen tan abiertamente las reglas de los hallazgos.

Eso me llevó a pensar en una posible estrategia para la defensa. Si Minton era lo bastante tonto para presentar a Corliss en un juicio, yo podría no objetar a las reglas de hallazgos. Podría dejar que pusiera al adicto a la heroína en el estrado para tener la ocasión de hacerlo trizas delante del jurado como un recibo de tarjeta de crédito. Todo dependería de lo que encontrara Levin.

Planeaba decirle que continuara hurgando en Dwayne Jeffery Corliss. Que no se dejara nada.

También pensé en el hecho de que Corliss estuviera en un programa cerrado en County-USC. Levin se equivocaba, lo mismo que Minton, al creer que no podría acceder a ese testigo encerrado. Por coincidencia, mi cliente Gloria Dayton había sido puesta en un programa cerrado en County-USC después de que delatara a su cliente traficante de drogas. Aunque había varios de esos programas en County, era probable que compartiera sesiones de terapia o incluso turnos de comida con Corliss. Quizá no pudiera acceder directamente a Corliss, pero como abogado de Dayton podía acceder a ella, y ella a su vez podía hacerle llegar un mensaje a Corliss.

Me trajeron el Lincoln y le di al hombre de la chaqueta roja un par de dólares. Salí del aeropuerto y me dirigí por Hollywood Way hacia el centro de Burbank, donde estaban todos los estudios.

Llegué al Smoke House antes que Levin y pedí un martini en la barra. En la tele colgada pasaban las últimas noticias del inicio del torneo universitario de baloncesto. Florida había vencido a Ohio en primera ronda. El titular al pie de la pantalla decía «Locura de marzo» en referencia al nombre popular del torneo universitario de veinte días. Levanté mi vaso para brindar. Yo había empezado a experimentar mi propia locura de marzo.

Levin entró y pidió una cerveza antes de sentarse a cenar. Todavía era verde, resto de la noche anterior. Debió de ser una noche tranquila. Quizá todo el mundo había ido al Four Green Fields.

– Al palo, palo, siempre que sea un palo verde -dijo con ese acento irlandés que ya empezaba a hacerse viejo.

Bebió hasta bajar el nivel del vaso lo suficiente para poder caminar con él y nos acercamos a la señorita que asignaba las mesas. Ella nos condujo a un reservado con acolchado rojo en forma de U. Nos sentamos uno enfrente del otro y puse el maletín a mi lado. Cuando la camarera llegó para que pidiéramos el cóctel, pedimos todo: ensaladas, bistecs y patatas. Yo también pedí una ración del pan de ajo y queso especialidad de la casa.

– Está muy bien que no te guste salir en fin de semana -le dije a Levin después de que se alejara la camarera-. Si comes pan de ajo tu aliento puede matar a cualquiera que se te acerque después.

– Correré mis riesgos.

Estuvimos un largo momento en silencio después de eso. Sentía que el vodka se abría camino en mi sentimiento de culpa. Me aseguraría de pedir otro cuando llegaran las ensaladas.

– Bueno -dijo finalmente Levin-. Tú me has llamado.

Asentí.

– Quiero contarte una historia. No conozco ni están establecidos todos los detalles. Pero te la contaré de la forma en que creo que va y me cuentas qué opinas y qué crees que debería hacer. ¿Vale?

– Me gustan las historias. Adelante.

– No creo que te guste ésta. Empieza hace dos años con…

Me detuve y esperé mientras la camarera dejaba nuestras ensaladas y el pan de queso y ajo. Pedí otro martini de vodka aunque sólo me había tomado la mitad del primero. Quería asegurarme de que no hubiera huecos.

– Decía -continué después de que ella se hubo ido- que toda esta historia empieza hace dos años con Jesús Menéndez. Lo recuerdas, ¿verdad?

– Sí, lo mencionamos el otro día. El ADN. Es el cliente del que dices que está en prisión por limpiarse la polla en una toalla rosa.

Levin sonrió porque era verdad que yo con frecuencia había reducido el caso Menéndez a semejante hecho absurdo y vulgar. Lo había usado con frecuencia para echar unas risas al contar batallitas en el Four Green Fields con otros abogados. Eso era antes de saber lo que ahora sabía.

No le devolví la sonrisa.

– Sí, bueno, resulta que Jesús no lo hizo.

– ¿Qué quieres decir? ¿Otra persona le limpió la polla en la toalla?

Esta vez Levin se rió en voz alta.

– No, no lo entiendes. Te estoy diciendo que Jesús Menéndez es inocente.

El rostro de Levin se puso serio. Asintió, comprendiendo algo.

– Está en San Quintín. Has ido allí hoy.

Le dije que sí con la cabeza.

– Deja que retroceda y te cuente la historia -dije-. No trabajaste mucho para mí en el caso Menéndez porque no había nada que hacer. Tenían su ADN, su propia declaración inculpatoria y tres testigos que lo vieron tirar una navaja al río. Nunca encontraron la navaja, pero tenían testigos, sus propios compañeros de habitación. Era un caso sin esperanza. La verdad es que lo acepté por su valor publicitario. Así que básicamente lo único que hice fue conseguirle un acuerdo. No le gustó, dijo que no lo había hecho, pero no tenía elección. El fiscal iba a buscar la pena capital. Le habría caído eso o perpetua sin condicional. Yo le conseguí perpetua con condicional e hice que el cabrón aceptara. Yo lo hice.

Miré la ensalada que no había tocado y me di cuenta de que no tenía ganas de comer. Sólo las tenía de beber y de arrancar la parte de mi corteza cerebral que contenía las células culpables.

Levin me esperó. El tampoco estaba comiendo.

– Por si no lo recuerdas, el caso era por el asesinato de una mujer llamada Martha Rentería. Era bailarina en The Cobra Room, en East Sunset. No fuiste al local por el caso, ¿verdad?

Levin negó con la cabeza.

– No tienen escenario -dije-. Hay una especie de pozo en el centro y en cada número esos tipos vestidos como de Aladino salen llevando una gran canasta con la cobra entre dos palos de bambú. La ponen en el suelo y empieza la música. Entonces la parte superior de la canasta se levanta y la chica sale bailando. Luego ella también se saca la parte superior. Es una especie de versión de la bailarina que sale del pastel.

– Es Hollywood, chico -dijo Levin-. Has de tener un show.

– Bueno, a Jesús Menéndez le gustó el show. Tenía mil cien dólares que le había dado su hermano el camello y quedó prendado de Martha Rentería. Quizá porque era la única bailarina que era más bajita que él. Quizá porque le habló en español. La cuestión es que después del número se sentaron y hablaron. Luego ella circuló un poco y volvió, y Jesús enseguida supo que estaba en competición con otro tipo del club. Le ganó al otro tipo al ofrecerle a la chica quinientos dólares si se lo llevaba a casa.

– Pero no la mató cuando llegó allí.