Levin se inclinó de nuevo hacia delante. Se había puesto serio.
– Haré lo que pueda, Mick, pero no creo que éste sea el camino a seguir. Puedes declarar conflicto de intereses y dejar a Roulet. Y luego puedes trabajar en sacar a Menéndez de San Quintín.
– ¿Sacarlo con qué?
– La identificación que ha hecho de las seis fotos. Eso fue sólido. No conocía a Roulet de nada y va y lo elige entre el grupo.
– ¿Quién va a creer eso? ¡Soy su abogado! Nadie ni entre los polis ni en la junta de clemencia va a creer que yo no lo preparé. Es pura teoría, Raúl. Tú y yo sabemos que es cierto, pero no podemos probar nada.
– ¿Y las heridas? Podrían hacer coincidir la navaja del caso Campo con las heridas de Martha Rentería.
Negué con la cabeza.
– La incineraron. Lo único que tienen son las descripciones y las fotos de la autopsia, y eso no sería concluyente. No es suficiente. Además, no puedo ser el tipo que tire todo esto contra mi propio cliente. Si me vuelvo contra un cliente, me vuelvo contra todos mis clientes. No puede verse así o los perderé a todos. He de imaginar alguna otra forma.
– Creo que te equivocas. Creo…
– Por ahora, sigo adelante como si no supiera nada de esto, ¿entiendes? Pero tú investiga. Todo. Mantenlo separado de Roulet para que no haya un problema de hallazgos. Archívalo todo en Jesús Menéndez y factúrame el tiempo en ese caso. ¿Entendido?
Antes de que Levin pudiera contestar, la camarera trajo mi tercer martini. Yo lo rechacé con un gesto.
– No lo quiero, sólo la cuenta.
– Bueno, no puedo volver a echarlo en la botella -dijo.
– No se preocupe, lo pagaré. Simplemente no quiero bebérmelo. Déselo al tipo que hace el pan de queso y tráigame la cuenta.
Ella se volvió y se alejó, probablemente molesta porque no le hubiera ofrecido la bebida a ella. Miré de nuevo a Levin. Parecía dolorido por todo lo que le había revelado. Sabía perfectamente cómo se sentía.
– Menudo filón, ¿eh? -dije.
– Sí. ¿Cómo vas a poder actuar con rectitud con este tipo cuando has de tratar con él y al mismo tiempo estás desenterrando esta mierda?
– ¿Con Roulet? Planeo verlo lo menos posible. Sólo cuando sea necesario. Me ha dejado un mensaje hoy, tiene algo que decirme. Pero no le voy a devolver la llamada.
– ¿Por qué te eligió a ti? O sea, ¿por qué elegir al único abogado que podría resolver esto?
Negué con la cabeza.
– No lo sé. He pensado en eso durante todo el vuelo de vuelta. Creo que quizás estaba preocupado de que pudiera oír del caso y descubrirlo de todos modos. Pero si era mi cliente, entonces sabía que éticamente estaba atado para protegerle. Al menos al principio. Además está el dinero.
– ¿Qué dinero?
– El dinero de la madre. El filón. Sabe que es una paga muy grande para mí. La más grande que he tenido. Quizá pensaba que miraría para el otro lado con tal de conservar el dinero.
Levin asintió.
– Quizá debería, ¿eh? -dije.
Fue un intento de humor alimentado por el vodka, pero Levin no sonrió, y entonces recordé la cara de Jesús Menéndez detrás del plexiglás en la prisión y yo tampoco pude sonreír.
– Escucha, hay otra cosa que necesito que hagas -dije-. Quiero que lo investigues también a él. A Roulet. Descubre todo lo que puedas sin acercarte demasiado. Y comprueba esa historia de la madre, de que la violaron en una casa que ella estaba vendiendo en Bel-Air.
Levin asintió con la cabeza.
– Estoy en ello.
– Y no lo derives.
Era una broma recurrente entre nosotros. Igual que yo, Levin trabajaba solo. No tenía a quien derivarlo.
– No lo haré. Me ocuparé yo mismo.
Era su respuesta habitual, pero esta vez carecía de la falsa sinceridad y humor que normalmente le daba. Había respondido por hábito.
La camarera se acercó a la mesa y dejó la cuenta sin decir gracias. Yo puse mi tarjeta de crédito encima sin mirar siquiera el gasto. Sólo quería irme.
– ¿Quieres que te envuelvan el bistec? -pregunté.
– No importa -dijo Levin- De momento he perdido el apetito.
– ¿Y ese perro de presa que tienes en casa?
– Buena idea. Me había olvidado de Bruno.
Miró a la camarera para pedir una caja.
– Llévate también el mío -dije-. Yo no tengo perro.
21
A pesar de la mirada vidriada del vodka, superé el eslalon de Laurel Canyon sin romper el Lincoln ni ser parado por ningún poli. Mi casa está en Fareholm Drive, que asciende desde la boca sur del cañón. Todas las casas están construidas hasta la línea de la calle, y el único problema que tuve en llegar a la mía fue que encontré que algún imbécil había aparcado su gran todoterreno delante del garaje y no podía entrar. Aparcar en la calle estrecha siempre es difícil y el vado de mi garaje normalmente resultaba demasiado goloso, especialmente en una noche de fin de semana, cuando invariablemente algún vecino organizaba una fiesta.
Pasé de largo la casa y encontré un hueco lo bastante grande para el Lincoln a aproximadamente una manzana y media. Cuanto más me alejaba de la casa, más me cabreaba con el todoterreno. La fantasía fue subiendo de nivel, desde escupir en el parabrisas hasta romperle el retrovisor, pincharle las ruedas y darle una patada en los paneles laterales. Sin embargo, me limité a escribir una nota sosegada en una hoja amarilla: «Esto no es un sitio para aparcar. La próxima vez llamaré a la grúa.» Al fin y al cabo, uno nunca sabe quién puede conducir un SUV en Los Ángeles, y si amenazas a alguien por aparcar delante de tu garaje, entonces ya sabe dónde vives.
Volví caminando y estaba poniendo la nota debajo del limpiaparabrisas del infractor cuando me fijé en que el SUV era un Range Rover. Puse la mano en el capó y lo noté frío al tacto. Levanté la mirada a las ventanas de encima del garaje, pero estaban a oscuras. Puse la nota doblada debajo del limpiaparabrisas y empecé a subir la escalera que conducía a la terraza delantera y la puerta de la vivienda. Casi esperaba que Louis Roulet estuviera sentado en una de las sillas altas de director de cine, asimilando la centelleante vista de la ciudad, pero no estaba allí.
Caminé hasta la esquina del porche y contemplé la ciudad. Era esa vista la que me había convencido de comprar la casa. Todo lo que había en la vivienda una vez que entrabas por la puerta era ordinario y desfasado, pero el porche delantero y la vista, justo encima de Hollywood Boulevard, podía propulsar un millón de sueños. Había usado dinero de mi último caso filón para hacer el pago inicial. Pero una vez que estuve dentro y no hubo otro filón, tuve que pedir una segunda hipoteca. Lo cierto era que cada mes me costaba mucho sólo pagar los gastos generales. Necesitaba sacarme de encima semejante losa, pero la vista que se ofrecía desde la terraza delantera me paralizaba. Probablemente estaría mirando la ciudad cuando vinieran a llevarse la llave y ejecutar la hipoteca.
Conocía la pregunta que planteaba mi casa. Incluso con mis, luchas para no hundirme con ella, no podía dejar de preguntarme qué había de justo en que tras el divorcio entre una fiscal y un abogado defensor, el abogado defensor se trasladara a la casa en la colina con la vista del millón de dólares mientras que la fiscal y la hija se quedaban en un apartamento de dos habitaciones en el valle de San Fernando. La respuesta era que Maggie McPherson podía comprarse una casa de su elección y que yo la ayudaría en la medida máxima de mis posibilidades. Pero ella había renunciado a trasladarse mientras esperaba que le ofrecieran un ascenso a la oficina del centro. Comprarse una casa en Sherman Oaks o en cualquier otro sitio supondría enviar el mensaje equivocado, uno de satisfacción sedentaria. Ella no estaba satisfecha con ser Maggie McFiera de la División de Van Nuys. No estaba satisfecha con que le pasara por delante John Smithson o alguno de sus jóvenes acólitos. Era ambiciosa y quería llegar al centro, donde supuestamente los mejores y más brillantes se encargaban de la acusación en los crímenes más importantes. Maggie rechazaba aceptar el sencillo hecho de que cuanto mejor es uno, mayor amenaza supone para el que está arriba, especialmente si se trata de cargos electos. Sabía que a Maggie nunca la invitarían al centro. Era demasiado buena.