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De cuando en cuando esta percepción se filtraba y ella respondía de maneras inesperadas. Hacía un comentario agudo en una conferencia de prensa o se negaba a cooperar en una investigación de la fiscalía central. O estando borracha revelaba a un abogado defensor y ex marido algo que no debería contar acerca de un caso.

El teléfono empezó a sonar en el interior de la casa. Fui a la puerta delantera y pugné con mis llaves para abrir y llegar a tiempo. Mis números de teléfono y quién los conocía formaban parte de un esquema piramidal. En la base de la pirámide estaba el número que figuraba en las páginas amarillas y que todo el mundo tenía o podía tener. A continuación estaba mi teléfono móvil, que había sido repartido entre mis colegas clave, investigadores, agentes de fianzas, clientes y otros engranajes de la maquinaría. El número de mi casa era el vértice de la pirámide. Muy pocos tenían ese número. Ni clientes ni otros abogados, excepto uno.

Entré y cogí el teléfono de la cocina antes de que saltara el contestador. La llamada era del único abogado que tenía el número. Maggie McPherson.

– ¿Has recibido mis mensajes?

– El del móvil. ¿Qué pasa?

– No pasa nada. Te dejé un mensaje en este número mucho antes.

– Ah. He estado todo el día fuera. Acabo de entrar.

– ¿Dónde has estado?

– Bueno, he ido a San Francisco y he vuelto, y ahora mismo llego de cenar con Raúl Levin. ¿Algo que objetar?

– Sólo curiosidad. ¿Qué había en San Francisco?

– Un cliente.

– O sea que has ido a San Quintín y has vuelto.

– Siempre has sido demasiado lista para mí, Maggie. Nunca puedo engañarte. ¿Hay alguna razón para esta llamada?

– Sólo quería ver si habías recibido mi disculpa y también quería averiguar si pensabas hacer algo con Hayley mañana.

– Sí y sí. Pero Maggie, no hace falta que te disculpes y deberías saberlo. Lamento la forma en que me comporté antes de irme. Y si mi hija quiere estar conmigo mañana, entonces yo quiero estar con ella. Dile que podemos ir al muelle y a ver una peli si le apetece. Lo que quiera.

– Bueno, de hecho quiere ir al centro comercial.

Lo dijo como si estuviera pisando cristal.

– ¿Al centro comercial? Está bien. La llevaré. ¿Qué hay de malo en el centro comercial? ¿Quiere alguna cosa en particular?

De repente reconocí un olor extraño en la casa. El olor a humo. De pie en medio de la cocina comprobé el horno y la cocina. Estaban apagados. Estaba amarrado a la cocina porque el teléfono no era inalámbrico. Estiré el cable hasta la puerta y encendí la luz del comedor. Estaba vacío y su luz se proyectaba en la siguiente habitación, la sala de estar que había atravesado al entrar. También parecía vacía.

– Tienen un sitio allí donde haces tu propio osito de peluche y eliges el estilo y la caja de voz y pones un corazoncito con el relleno. Es todo muy mono.

Quería terminar con la llamada y explorar la casa.

– Bueno. La llevaré. ¿A qué hora te va bien?

– Estaba pensando en el mediodía. Quizá podamos comer antes.

– ¿Podamos?

– ¿Te molestaría?

– No, Maggie, en absoluto. ¿Qué te parece si me paso yo a mediodía?

– Genial.

– Hasta mañana, pues.

Colgué el teléfono antes de que ella pudiera despedirse. Poseía un arma, pero era una pieza de coleccionista que no había sido disparada desde que estoy en este mundo y estaba guardada en una caja en el armario de mi dormitorio, en la parte posterior de la casa. Así que abrí silenciosamente un cajón de la cocina y saqué un cuchillo de carne, corto pero afilado. A continuación atravesé la sala de estar hacia el pasillo que conducía a la parte posterior de la casa. Había tres puertas en el pasillo. Daban a mi dormitorio, un cuarto de baño y otro dormitorio que había convertido en mi despacho en casa: la única oficina verdadera que tenía.

La luz del escritorio de la oficina estaba encendida. No se veía desde el ángulo en el que me hallaba en el pasillo, pero sabía que estaba encendida. No había pasado por casa en dos días, pero no recordaba haberla dejado encendida. Me acerqué despacio a la puerta abierta de la habitación, consciente de que probablemente era lo que se pretendía que hiciera: concentrarme en la luz de una de las habitaciones mientras el intruso esperaba en la oscuridad del dormitorio o el cuarto de baño.

– Venga aquí atrás, Mick. Soy yo.

Reconocí la voz, aunque eso no me tranquilizó. Louis Roulet me estaba esperando en la habitación. Yo me detuve en el umbral. Roulet estaba sentado en el sillón de cuero negro. Lo giró de manera que se quedó mirándome y cruzó las piernas. Al subírsele la pernera izquierda vi el brazalete de seguimiento que Fernando Valenzuela le había obligado a llevar. Sabía que si Roulet había venido a matarme, al menos dejaría una pista. Claro que eso no era demasiado reconfortante. Me apoyé en el marco de la puerta de manera que podía sostener el cuchillo detrás de mi cadera sin resultar demasiado obvio al respecto.

– ¿Así que es aquí donde hace su gran trabajo legal? -preguntó Roulet.

– Parte de él. ¿Qué está haciendo aquí, Louis?

– He venido a verle. No contestó mi llamada y quería asegurarme de que todavía éramos un equipo.

– He estado fuera de la ciudad. Acabo de volver.

– ¿Y la cena con Raúl? ¿No ha dicho eso al teléfono?

– Es un amigo. He cenado de camino del aeropuerto de Burbank. ¿Cómo ha descubierto dónde vivo, Louis?

Se aclaró la garganta y sonrió.

– Trabajo en el sector inmobiliario, Mick. Puedo descubrir dónde vive cualquiera. De hecho, antes era una fuente del National Enquirer. ¿Lo sabía? Podía decirles dónde vivía cualquier celebridad, no importa detrás de cuántos testaferros o corporaciones ocultaran sus compras. Pero lo dejé al cabo de un tiempo. Era buen dinero, pero resultaba demasiado… de mal gusto. ¿Sabe qué quiero decir, Mick? La cuestión es que lo dejé. Pero todavía puedo descubrir dónde vive alguien. También puedo descubrir si han maximizado el valor de la hipoteca e incluso si están haciendo sus pagos a tiempo.

Me miró con una sonrisa de superioridad. Me estaba diciendo que sabía que la casa era una burbuja financiera, que no tenía nada en ella y que normalmente llevaba un retraso de uno o dos meses en el pago de la hipoteca. Fernando Valenzuela probablemente no habría aceptado la casa como garantía en una fianza de cinco mil dólares.

– ¿Cómo ha entrado? -pregunté.

– Bueno, eso es lo más curioso. Resulta que tenía una llave. De cuando este sitio estaba en venta, ¿cuándo fue eso, hace dieciocho meses? La cuestión es que quise verla porque pensé que tenía un cliente que podría estar interesado por la vista. Así que vine y cogí la llave de la inmobiliaria. Entré, eché un vistazo y me di cuenta inmediatamente de que no era adecuada para mi cliente, porque él quería algo más bonito. Así que me fui. Y olvidé devolver la llave. Es un vicio que tengo. ¿No es extraño que después de tanto tiempo mi abogado viva en esta casa? Y por cierto, he visto que no ha hecho nada con ella. Tiene la vista, por supuesto, pero realmente necesita unas reformas.

Supe entonces que me había estado controlando desde el caso Menéndez. Y que probablemente sabía que acababa de volver de visitarle en San Quintín. Pensé en el hombre del tren del alquiler de coches. «¿Un mal día?» Después lo había visto en el puente aéreo a Burbank. ¿Me había estado siguiendo? ¿Trabajaba para Roulet? ¿Era el investigador que Cecil Dobbs había intentado meter en el caso?