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Me quedé en silencio, pensando que en un nivel subliminal podía haber estado pensando lo mismo, pero la idea era demasiado repulsiva para aflorar a la superficie.

– Oh, tío… -dije.

Levin, pensando que estaba en desacuerdo, insistió en su hipótesis.

– Es una mujer muy fuerte -dijo-. Ella construyó la empresa de la nada y el negocio inmobiliario en esta ciudad es feroz. Es una mujer dura, y no la veo sin denunciar esto, sin querer que detengan al tipo que le hizo algo así. Yo veo a la gente de dos maneras. O bien son gente de ojo por ojo o bien ponen la otra mejilla. Ella es sin duda una persona de ojo por ojo, y no entiendo que lo mantuviera en silencio a no ser que estuviera protegiendo a ese tipo. A no ser que ese tipo fuera nuestro tipo. Te lo estoy diciendo, tío, Roulet es la encarnación del mal. No sé de dónde le viene, pero cuanto más lo miro, más veo al diablo.

Todo este trasfondo era completamente confidencial. Obviamente no era el tipo de trasfondo que podía sacarse a relucir como medio de defensa. Tenía que quedar oculto de los hallazgos, así que poco de lo que Levin o yo descubríamos era puesto por escrito. No obstante, todavía era información que tenía que conocer al tomar mis decisiones y preparar el juicio y mi maniobra oculta.

A las once y cinco, el teléfono de casa empezó a sonar mientras estaba de pie delante de un espejo y probándome una gorra de los Dodgers. Comprobé el identificador antes de responder y vi que era Lorna Taylor.

– ¿Por qué tienes el móvil apagado? -preguntó.

– Porque estoy off. Te he dicho que no quiero llamadas hoy. Voy al partido con Mish y tendría que ir saliendo porque he quedado antes con él.

– ¿Quién es Mish?

– Me refiero a Raúl. ¿Por qué me molestas? -dije afablemente.

– Porque creo que querrás que te moleste con esto. Ha llegado el correo temprano hoy y tiene una noticia del Segundo.

El Tribunal de Apelación del Distrito Segundo revisaba todos los casos emanados del condado de Los Ángeles. Era la primera instancia de apelación en el camino hacia el Tribunal Supremo. Pero no creía que Lorna me llamara para contarme que había perdido un recurso.

– ¿Qué caso?

En cualquier momento, normalmente tengo cuatro o cinco casos en apelación en el Segundo.

– Uno de tus Road Saints. Harold Casey. ¡Has ganado!

Estaba asombrado. No por ganar, sino por las fechas. Había tratado de actuar con rapidez en la apelación. Había redactado el recurso antes de que se dictara el veredicto y había pagado extra para recibir las transcripciones diarias del proceso. Presenté la apelación al día siguiente del veredicto y pedí una revisión acelerada. Aun así, no esperaba tener noticias sobre Casey en otros dos meses.

Pedí a Lorna que leyera el veredicto y la sonrisa se ensanchó en mi rostro. La sentencia era literalmente un refrito de mi recurso. El tribunal de tres jueces coincidía conmigo en mi opinión de que el vuelo bajo del helicóptero de vigilancia del sheriff por encima del rancho de Casey constituía una invasión de su derecho a la intimidad. El tribunal anulaba la sentencia de Casey, argumentando que el registro que condujo al hallazgo del cultivo hidropónico de marihuana fue ilegal.

La fiscalía tendría que decidir si volvía a juzgar a Casey y, de manera realista, un nuevo juicio estaba descartado. La fiscalía no contaría con ninguna prueba una vez que el jurado de apelación decretara que todo lo recopilado durante el registro del rancho era inadmisible. La sentencia del Segundo era una clara victoria para la defensa, y eso no pasa a menudo.

– Caray, ¡menudo día para el desamparado!

– ¿Dónde está, por cierto? -preguntó Lorna.

– Puede que aún esté en el condado, pero lo iban a trasladar a Corcoran. Escucha, quiero que hagas diez copias de la sentencia y se las mandes a Casey a Corcoran. Has de tener la dirección.

– Bueno, ¿no lo van a soltar?

– Todavía no. Violó la condicional después de su detención y la apelación no afecta a eso. No saldrá hasta que vaya al tribunal de la condicional y argumente que es fruto del árbol envenenado, o sea que violó la condicional a causa de un registro ilegal. Probablemente pasarán seis semanas antes de que todo eso se arregle.

– ¿Seis semanas? Es increíble.

– No cometas el crimen si no vas a cumplir la condena. Se lo canté como hacía Sammy Davis en ese viejo programa de televisión.

– Por favor, no me cantes, Mick.

– Perdón.

– ¿Por qué le enviamos diez copias? ¿No basta con una?

– Porque se guardará una para él y repartirá las otras nueve en prisión, y tu teléfono empezará a sonar. Un abogado que puede ganar en apelación vale su peso en oro en prisión. Te llamarán y tendrás que elegirlos y encontrar a los que tienen familia y pueden pagar.

– Te las sabes todas, ¿eh?

– Lo intento. ¿Ocurrirá algo más?

– Sólo lo habitual. Las llamadas que dices que no quieres oír. ¿Conseguiste ver a Glory Days ayer en el condado?

– Es Gloria Dayton y, sí, la vi. Parece que ha pasado el bache. Aún le queda más de un mes allí.

La verdad era que Gloria Dayton tenía mejor aspecto que simplemente haber pasado el bache. No la había visto tan aguda y con ese brillo en los ojos en años. Yo había ido al centro médico County-USC para hablar con ella por un motivo, pero verla en la recta final de la recuperación era un bonito plus.

Como esperaba, Lorna hizo de ave de mal agüero.

– ¿Y cuánto durará esta vez antes de que vuelva a llamar y diga: «Estoy detenida, necesito a Mickey»?

Ella recitó esta última parte con una imitación de la voz nasal y gimoteante de Gloria Dayton. Lo hacía bien, pero me molestó de todos modos. Entonces lo remató con una versión de la cancioncita del clásico de Disney.

– Mickey Mouth, Mickey Mouth, el abogado que todos…

– Por favor, no me cantes, Lorna.

Mi segunda ex mujer se rió al teléfono.

– Sólo quería recalcar algo.

Estaba sonriendo, pero traté de que no lo notara en mi voz.

– Bien. Lo entiendo. Ahora he de irme.

– Bueno, pásalo bien…, Mickey Mouth.

– Puedes cantar esa canción todo el día y los Dodgers pueden perder veinte a cero con los Giants y todavía será un buen día. Después de la noticia que me has dado, ¿qué puede ir mal?

Una vez que hube colgado el teléfono, fui a mi oficina doméstica y busqué el número de móvil de Teddy Vogel, el líder de los Saints fuera de prisión. Le di la buena noticia y le sugerí que probablemente podría hacerle llegar la noticia a Casey más deprisa que yo. Hay Road Saints en todas las cárceles y tienen un sistema de comunicación del que la CÍA y el FBI podrían aprender algo. Vogel dijo que se ocuparía. Después me dijo que los diez mil que me había dado el mes anterior en el arcén de la carretera, cerca de Vasquez Rocks, habían sido una inversión valiosa.

– Gracias, Ted -dije-. Tenme en cuenta la próxima vez que necesites un abogado.

– Lo haré.

Colgó y yo colgué. Cogí entonces mi guante de béisbol del armario del pasillo y me dirigí a la puerta de la calle.

Como le había dado el día libre con paga a Earl, conduje yo mismo al centro y al Dodger Stadium. El tráfico era fluido hasta que me acerqué. Siempre se agotan las localidades para el partido de apertura, aunque es un encuentro diurno que se disputa en día laborable. El principio de la temporada de béisbol es un rito de la primavera que atrae al centro a miles de trabajadores. Es el único evento deportivo en Los Ángeles tranquilo y relajado donde se ve infinidad de hombres con camisas blancas almidonadas y corbatas. Todos se han escaqueado del trabajo. No hay nada como el inicio de la temporada, antes de todas las derrotas por una sola carrera y las oportunidades perdidas. Antes de que la realidad se asiente.

Yo fui el primero en llegar a las localidades. Estábamos a tres filas del campo, en asientos añadidos al estadio durante la pretemporada. Levin debía de haberse dejado un ojo de la cara. Al menos probablemente podría deducirlo como gastos de relaciones públicas.