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El plan era que Levin también llegara temprano. Había llamado la noche anterior y me había dicho que quería verme un rato en privado. Además de observar la práctica de bateo y comprobar todas las mejoras que el nuevo propietario había hecho al estadio, discutiríamos mi visita a Gloria Dayton y Raúl me pondría al día de sus diversas investigaciones relativas a Louis Roulet.

Sin embargo, Levin no llegó a la práctica de bateo. Los otros cuatro abogados aparecieron -tres de ellos con corbatas, recién salidos del tribunal- y nos perdimos la oportunidad de hablar en privado.

Conocía a los otros cuatro letrados de algunos de los «casos navales» que habíamos llevado a juicio juntos. De hecho, la tradición de los profesionales de la defensa que eran llevados a los partidos de los Dodgers empezó con los casos navales. Bajo un mandato amplio para detener la entrada de drogas en Estados Unidos, el servicio de guardacostas había empezado a detener embarcaciones sospechosas en cualquier océano. Cuando encontraban oro -o, en este caso, cocaína- incautaban la embarcación y detenían a la tripulación. Muchos de los casos se veían en el Tribunal Federal del Distrito de Los Ángeles. Esto resultaba en juicios con doce o más acusados simultáneamente. Cada acusado tenía su propio abogado, la mayoría de ellos nombrados por el tribunal y pagados por el Tío Pasta. Los casos eran lucrativos y se presentaban de manera asidua, y lo pasábamos bien. Alguien tuvo la idea de hacer reuniones de casos en el Dodger Stadium. En una ocasión compramos entre todos un palco privado para un partido contra los Cubs de Chicago. Lo cierto es que hablamos del caso unos minutos durante la séptima entrada.

Empezaron las ceremonias previas al partido y aún no había señal de Levin. Sacaron al campo unas canastas de las que salieron centenares de palomas que volaron en círculo alrededor del estadio antes de alejarse en medio de los vítores. Poco después, un bombardero furtivo B-2 sobrevoló el estadio entre aplausos aún más ruidosos. Eso era Los Ángeles. Algo para cada uno y un poco de ironía por si fuera poco.

El partido se inició y aún no se había presentado Levin. Encendí mi móvil e intenté llamarlo, aunque era casi imposible oír algo. La multitud estaba enfervorizada y bulliciosa, esperanzada en que la temporada no terminara de nuevo en decepción. La llamada fue al buzón de voz.

– Mish, ¿dónde estás, tío? Estamos en el partido y los asientos son fantásticos, pero tenemos uno vacío. Te estamos esperando.

Cerré el teléfono, miré a los demás y me encogí de hombros.

– No sé -dije-. No contesta al teléfono.

Dejé el teléfono encendido y me lo guardé en el cinturón.

Antes de que terminara la primera entrada ya estaba lamentando lo que le había dicho a Lorna acerca de que no me importaba que los Giants nos machacaran veinte a cero. Cobraron una ventaja de 5-0 antes de que los Dodgers batearan por primera vez en la temporada, y la multitud se frustró enseguida. Oí a gente quejándose de los precios, la renovación y la excesiva comercialización del estadio. Uno de los abogados, Roger Mills, examinó las superficies del estadio y señaló que estaba más lleno de logos empresariales que una carrera de la Nascar.

Los Dodgers consiguieron tomar la delantera, pero en la cuarta entrada las cosas se torcieron y los Giants batearon por encima del muro central el tercer lanzamiento de Jeff Weaver. Usé el tiempo muerto durante el cambio de bateo para fanfarronear acerca de lo rápido que había tenido noticias del Segundo en el caso de Harold Casey. Los otros abogados estaban impresionados, aunque uno de ellos, Dan Daly, insinuó que había recibido la rápida sentencia en la apelación porque los tres jueces estaban en mi lista de Navidad. Señalé a Daly que aparentemente se había perdido el memorándum en relación con que los jurados desconfiaban de los abogados con cola de caballo. La suya le llegaba a media espalda.

También fue durante ese tiempo muerto en el juego que oí sonar mi teléfono. Lo cogí de la cadera y lo abrí sin mirar la pantalla.

– ¿Raúl?

– No, señor, soy el detective Lankford, del Departamento de Policía de Glendale. ¿Es usted Michael Haller?

– Sí-dije.

– ¿Tiene un momento?

– Tengo un momento, pero no sé si voy a poder oírle bien. Estoy en el partido de los Dodgers. ¿Puede esperar a que le llame más tarde?

– No, señor, no puedo esperar. ¿Conoce a un hombre llamado Raúl Aaron Levin? Es…

– Sí, lo conozco. ¿Qué ocurre?

– Me temo que el señor Levin está muerto, señor. Ha sido víctima de un homicidio en su casa.

Mi cabeza cayó de tal manera que golpeé al hombre que tenía sentado delante de mí. Me eché hacia atrás y me tapé una oreja y apreté con fuerza el teléfono en la otra. Me aislé de todo lo que tenía alrededor.

– ¿Qué ha ocurrido?

– No lo sabemos -dijo Lankford-. Por eso estamos aquí. Parece que ha estado trabajando para usted recientemente. ¿Hay alguna posibilidad de que venga aquí y conteste unas preguntas para ayudarnos?

Dejé escapar el aliento y traté de mantener la voz calmada y modulada.

– Voy en camino -dije.

23

El cadáver de Raúl Levin estaba en la habitación de atrás de su casa, a unas pocas manzanas de Brand Boulevard. La habitación había sido probablemente diseñada como jardín de invierno o quizá como sala para ver la televisión, pero Raúl la había convertido en su oficina privada. Igual que yo, no tenía necesidad de un espacio comercial. El suyo no era un trabajo con visitantes. Ni siquiera figuraba en las páginas amarillas. Trabajaba para abogados y conseguía los trabajos por el boca a boca. Los cinco abogados que iban a reunirse con él en el partido de béisbol eran testigos de su talento y su éxito.

Los policías de uniforme a los que habían ordenado que me esperaran me hicieron aguardar en la sala de estar hasta que los detectives pudieran salir de la parte de atrás y hablar conmigo. Un agente de uniforme se quedó de pie en el pasillo, por si acaso yo decidía salir corriendo hacia la parte de atrás o la puerta de la calle. Estaba situado para responder a cualquiera de las dos situaciones. Yo me quedé allí sentado, esperando y pensando en mi amigo.

En el trayecto desde el estadio había llegado a la conclusión de que sabía quién había matado a Raúl Levin. No hacía falta que me llevaran a la habitación de atrás ni que viera u oyera las pruebas para saber quién era el asesino. En mi fuero interno sabía que Raúl se había acercado demasiado a Louis Roulet. Y era yo quien lo había enviado. La única cuestión que me quedaba por resolver era qué iba a hacer yo al respecto.

Al cabo de veinte minutos salieron dos detectives de la parte de atrás de la casa y se dirigieron a la sala de estar. Yo me levanté y hablamos de pie. El hombre se identificó como Lankford, el detective que me había llamado. Era el mayor y el más veterano. Su compañera se llamaba Sobel y no tenía aspecto de llevar mucho tiempo investigando homicidios.

No nos estrechamos las manos, porque ellos llevaban guantes de látex. También llevaban botines de papel encima de los zapatos. Lankford estaba mascando chicle.

– Muy bien, esto es lo que tenemos -dijo con brusquedad-. Levin estaba en su oficina, sentado en la silla de su escritorio. La silla estaba girada de manera que la víctima estaba de cara al intruso. Le dispararon una vez en el pecho. Algo pequeño, creo que una veintidós, pero esperaremos las pruebas forenses.

Lankford se golpeó en el centro del pecho. Oí el ruido duro de un chaleco antibalas debajo de la camisa.

– La cuestión -continuó el detective- es que después del disparo trató de levantarse o simplemente cayó. Expiró boca abajo en el suelo. El intruso registró la oficina y ahora mismo estamos perdidos para determinar qué estaba buscando o qué podría haberse llevado.