– ¿Quién lo encontró? -pregunté
– Una vecina que vio a su perro suelto. El intruso debió de soltar al perro antes o después de matarlo. La vecina lo encontró vagando, lo reconoció y lo trajo aquí. Vio que la puerta de la casa estaba abierta, entró y encontró el cadáver. No parecía un gran perro guardián si quiere que le diga. Es uno de esos perros de peluche.
– Un shih tzu -dije.
Había visto el perro antes y había oído hablar de él a
Levin, pero no podía recordar su nombre. Algo así como Rex o Bronco, un nombre engañoso teniendo en cuenta el pequeño tamaño del animal.
Sobel consultó sus notas antes de continuar el interrogatorio.
– No hemos encontrado nada que pueda llevarnos al familiar más próximo -dijo ella-. ¿Sabe si tenía familia?
– Creo que su madre vive en el este. El nació en Detroit. Quizás ella viva allí. Creo que no tenían mucha relación.
La detective asintió.
– Liemos encontrado la agenda de la víctima. Su nombre figura en casi todos los días en el último mes. ¿Estaba trabajando en un caso específico para usted?
Asentí con la cabeza.
– Un par de casos diferentes. Sobre todo uno.
– ¿Le importaría hablarnos de él?
– Tengo un caso que irá a juicio. El mes que viene. Es un intento de violación y de homicidio. Estaba investigando las pruebas y ayudándome a prepararme.
– Se refiere a que estaba ayudándole a echar tierra sobre la investigación, ¿eh? -dijo Lankford.
Me di cuenta de que la cortesía de Lankford al teléfono había sido simplemente un gancho para que fuera a la casa. Ahora sería diferente. Incluso parecía estar mascando el chicle con más agresividad que cuando había entrado en la sala.
– Como quiera llamarlo, detective. Todo el mundo tiene derecho a una defensa.
– Sí, claro, y todos son inocentes, sólo es culpa de sus madres por sacarles la teta demasiado pronto -dijo Lankford-. Como quiera. Este tipo, Levin, fue policía, ¿no?
– Sí, trabajó en la policía de Los Ángeles. Era detective en la brigada de crímenes contra personas, pero se retiró hace doce años. Creo que fue hace doce años. Tendrá que comprobarlo.
– Supongo que no podía sacar tajada trabajando para los buenos, ¿eh?
– Supongo que depende de cómo lo, mire.
– ¿Podemos volver a su caso? -preguntó Sobel-. ¿Cuál es el nombre del acusado?
– Louis Ross Roulet. El juicio es en el Superior de Van Nuys ante la jueza Fullbright.
– ¿Está detenido?
– No, está en libertad bajo fianza.
– ¿Alguna animosidad entre él y el señor Levin?
– No que yo sepa.
Había decidido que iba a enfrentarme a Roulet de la forma en que sabía hacerlo. Iba a ceñirme al plan que había urdido, con la ayuda de Raúl Levin: soltar una carga de profundidad en el juicio y asegurarme de alejarme. Sentía que se lo debía a mi amigo Mish. Él lo habría querido de esta forma. No iba a delegar. Iba a ocuparme personalmente.
– ¿Podría haber sido una cuestión gay? -preguntó Lankford.
– ¿Qué? ¿Por qué dice eso?
– Un perro repipi y luego en toda la casa sólo tiene fotos de tíos y el perro. En todas partes. En las paredes, junto a la cama, encima del piano.
– Mírelo de cerca, detective. Probablemente sólo hay un tipo. Su compañero murió hace unos años. No creo que haya estado con nadie desde entonces.
– Apuesto a que murió de sida.
No se lo confirmé. Me limité a esperar. Por un lado, estaba enfadado con los modales de Lankford. Por otro lado, supuse que su método de investigación de tierra quemada le impediría vincular a Roulet con el caso. A mí me parecía bien. Sólo necesitaba demorarlo cinco o seis semanas y luego ya no me importaría que lo resolviera o no. Para entonces ya habría terminado mi propia actuación.
– ¿Este tipo frecuentaba los antros gais? -preguntó Lankford.
Me encogí de hombros.
– No tengo ni idea. Pero si fue un asesinato relacionado con el hecho de que fuera gay, ¿por qué su oficina estaba patas arriba y no el resto de la casa?
Lankford asintió. Pareció momentáneamente pillado a contrapié por la lógica de mi pregunta. Pero entonces me golpeó con un puñetazo por sorpresa.
– Entonces, ¿dónde ha estado esta mañana, abogado?
– ¿Qué?
– Es sólo rutina. La escena indica que la víctima conocía a su asesino. Dejó que entrara hasta la habitación del fondo. Como he dicho antes, probablemente estaba sentado en la silla del escritorio cuando le dispararon. Me da la sensación de que se sentía muy a gusto con su asesino. Vamos a tener que descartar a todos sus conocidos, profesionales y sociales.
– ¿Está diciendo que soy sospechoso?
– No, sólo estoy tratando de aclarar cosas y centrar el foco de la investigación.
– He estado toda la mañana en casa. Me estaba preparando para reunirme con Raúl en el Dodger Stadium. Salí hacia el estadio alrededor de las doce y allí estaba cuando me llamó.
– ¿Y antes de eso?
– Como he dicho, estaba en casa. Estuve solo. Pero recibí una llamada a eso de las once que me sitúa en mi casa, y estoy al menos a media hora de aquí. Si lo mataron después de las once, entonces tengo coartada.
Lankford no mordió el anzuelo. No me dijo la hora de la muerte. Quizá se desconocía por el momento.
– ¿Cuándo fue la última vez que habló con él? -preguntó en cambio.
– Anoche, por teléfono.
– ¿Quién llamó a quién y por qué?
– Me llamó y me dijo que si podía llegar pronto al partido. Yo le dije que sí podía.
– ¿Por qué?
– Le gusta… Le gustaba ver la práctica de bateo. Dijo que podríamos charlar un poco del caso Roulet. Nada específico, pero no me había puesto al día en aproximadamente una semana.
– Gracias por su cooperación -dijo Lankford, con voz cargada de sarcasmo.
– ¿Se da cuenta de que acabo de hacer lo que le digo a todos mis clientes y a todo aquel que me escuche que no haga? He hablado con usted sin un abogado presente, le he dado mi coartada. Debo de estar trastornado.
– He dicho gracias.
Sobel tomó la palabra.
– ¿Hay algo más que pueda contarnos, señor Haller? Acerca de Levin o de su trabajo.
– Sí, hay otra cosa. Algo que deberían verificar. Pero quiero que lo mantengan confidencial.
Miré más allá de ellos al agente de uniforme que todavía estaba en el pasillo. Sobel siguió mi mirada y comprendió que quería intimidad.
– Agente, puede esperar fuera, por favor.
El agente se fue, con gesto enfadado, probablemente porque lo había echado una mujer.
– De acuerdo -dijo Lankford-. ¿Qué tiene?
– He de mirar las fechas exactas, pero hace unas semanas, en marzo, Raúl trabajó para mí en otro caso que implicaba a uno de mis clientes que delató a un traficante de drogas. El hizo algunas llamadas y ayudó a identificar al tipo. Oí después que el tipo era colombiano y que estaba muy bien conectado. Podrían haber sido sus amigos quienes…
Dejé que ellos completaran los huecos.
– No lo sé -dijo Lankford-. Esto ha sido muy limpió. No parece un asunto de venganza. No le han cortado el cuello ni le han arrancado la lengua. Un disparo, y además desvalijaron la oficina. ¿Qué podría estar buscando la gente del camello?
Negué con la cabeza.
– Quizás el nombre de mi cliente. El trato que hice lo mantuvo fuera de circulación.
Lankford asintió pensativamente.
– ¿Cuál es el nombre del cliente?
– No puedo decírselo todavía. Es un privilegio abogado-cliente.
– Vale, ya empezamos con las chorradas. ¿Cómo vamos a investigar esto si ni siquiera sabemos el nombre de su cliente? ¿No le importa que su amigo esté ahí en el suelo con un trozo de plomo en el corazón?