Выбрать главу

– Sí, me importa. Obviamente soy aquí el único a quien le importa. Pero también estoy atado por las normas de la ética legal.

– Su cliente podría estar en peligro.

– Mi cliente está a salvo. Mi cliente está en prisión.

– Es una mujer ¿no? -dijo Sobel-. No deja de decir cliente en lugar de él o ella.

– No voy a hablar con ustedes de mi cliente. Si quieren saber el nombre del traficante es Héctor Arrande Moya. Está bajo custodia federal. Creo que la acusación original surgió de un caso de la DEA en San Diego. Es todo lo que puedo decirles.

Sobel lo anotó todo. Pensaba que les había dado suficiente para que miraran más allá de Roulet o el ángulo gay.

– Señor Haller, ¿ha estado antes en la oficina del señor Levin? -preguntó Sobel.

– Algunas veces. Aunque no en los últimos dos meses, al menos.

– ¿Le importaría acompañarnos de todos modos? Quizás encuentre algo fuera de lugar o se fije en que falta alguna cosa.

– ¿Él sigue ahí?

– ¿La víctima? Sí, todavía está como lo encontraron.

Asentí con la cabeza. No estaba seguro de querer ver el cadáver de Levin en el centro de una escena de crimen. Sin embargo, decidí de repente que tenía que verlo y que no debía olvidar esa imagen. La necesitaría para alimentar mi resolución y mi plan.

– Muy bien, iré.

– Entonces póngase esto y no toque nada mientras esté allí -dijo Lankford-. Todavía estamos procesando la escena.

Sacó del bolsillo un par de botines de papel doblados. Me senté en el sofá de Raúl y me los puse. Después los seguí por el pasillo a la escena del crimen.

El cuerpo de Levin estaba in situ, como lo habían encontrado. Se hallaba boca abajo en el suelo, con la cara ligeramente levantada hacia su derecha y la boca y los ojos abiertos. Su cuerpo estaba en una postura extraña, con una cadera más alta que la otra y los brazos y las manos debajo del torso. Parecía claro que había caído de la silla de escritorio que había tras él.

Inmediatamente lamenté mi decisión de entrar en la sala. Comprendí que la expresión final del rostro de Raúl se sobrepondría a todos los demás recuerdos visuales que tenía de él. Me vería obligado a tratar de olvidarle, para que no se me aparecieran otra vez esos ojos.

Me ocurría lo mismo con mi padre. Mi único recuerdo visual de él era el de un hombre en una cama. Pesaba cuarenta y cinco kilos a lo sumo y el cáncer lo había devorado desde dentro. El resto de recuerdos visuales que tenía de él eran falsos. Procedían de fotos que aparecían en libros que había leído.

Había varias personas trabajando en la sala: investigadores de la escena del crimen y personal de la oficina del forense. Mi rostro debió de mostrar el horror que estaba sintiendo.

– ¿Sabe por qué no podemos cubrirlo? -me preguntó Lankford-. Por gente como usted. Por O. J. Es lo que llaman transferencia de pruebas. Algo sobre lo que ustedes los abogados saltarían como lobos. Ya no hay sábanas encima de nadie. Hasta que lo saquemos de aquí.

No dije nada, me limité a hacer un gesto de asentimiento. Tenía razón.

– ¿Puede acercarse al escritorio y decirnos si ve algo inusual? -preguntó Sobel, que al parecer se había compadecido de mí.

Estuve agradecido de hacerlo porque eso me permitió dar la espalda al cadáver. Me acerqué al escritorio, que era un conjunto de tres mesas de trabajo que formaban una curva en la esquina de la habitación. Eran muebles que reconocí como procedentes de una tienda IKEA cercana de Burbank. No era elaborado. Sólo simple y útil. La mesa de centro situada en la esquina tenía un ordenador encima y una bandeja extraíble para el teclado. Las mesas de los lados parecían espacios gemelos de trabajo y posiblemente Levin las usaba para evitar que se mezclaran investigaciones separadas.

Mis ojos se entretuvieron en el ordenador mientras me preguntaba qué habría escrito Levin en archivos electrónicos sobre Roulet. Sobel reparó en mi mirada.

– No tenemos a un experto informático -dijo-. Es un departamento demasiado pequeño. Viene en camino un tipo de la oficina del sheriff, pero se han llevado el disco duro.

Ella señaló con su boli debajo de la mesa, donde la unidad de PC seguía de pie pero con un lateral de su carcasa de plástico retirada hacia atrás.

– Probablemente ahí no habrá nada para nosotros -dijo-. ¿Y en las mesas?

Mis ojos se movieron primero al escritorio que estaba a la izquierda del ordenador. Los papeles y archivos estaban esparcidos por encima de manera azarosa. Miré algunas de las etiquetas y reconocí los nombres.

– Algunos de éstos son clientes míos, pero son casos cerrados.

– Probablemente estaban en los archivadores del armario -dijo Sobel-. El asesino puede haberlos vaciado aquí para confundirnos. Para ocultar lo que verdaderamente estaba buscando o se llevó. ¿Y aquí?

Nos acercamos a la mesa que estaba a la derecha del ordenador. Ésta no estaba tan desordenada. Había un cartapacio calendario en el que quedaba claro que Levin mantenía un recuento de las horas y de para qué abogado estaba trabajando en ese momento. Lo examiné y vi mi nombre numerosas veces en las últimas cinco semanas. Tal y como me habían dicho los dos detectives, Levin había estado trabajando para mí prácticamente a tiempo completo.

– No lo sé -dije-. No sé qué buscar. No veo nada que pueda ayudar.

– Bueno, la mayoría de los abogados no son muy útiles -dijo Lankford desde detrás de mí.

No me molesté en volverme para defenderme. Él estaba al lado del cuerpo y no quería ver lo que estaba haciendo. Me estiré para girar el Rolodex que había en la mesa sólo para poder mirar los nombres de las tarjetas.

– No toque eso -dijo Sobel al instante.

Yo retiré la mano de golpe.

– Lo siento. Sólo iba a mirar los nombres. No…

No terminé. Estaba en terreno resbaladizo. Sólo quería irme y beber algo. Sentía que el perrito caliente del Dodger Stadium que tan bien me había sentado estaba a punto de subirme a la garganta.

– Eh, mira esto -dijo Lankford.

Me volví junto con Sobel y vi que el forense estaba lentamente dando la vuelta al cuerpo de Levin. La sangre había teñido la parte delantera de la camisa de los Dodgers que llevaba. Pero Lankford estaba señalando las manos del cadáver, que antes habían estado cubiertas por el cuerpo. Los dedos anular y corazón de su mano izquierda estaban doblados hacia la palma mientras que el meñique y el índice estaban completamente extendidos.

– ¿Este tipo era fan de los Longhorns de Tejas o qué? -preguntó Lankford.

Nadie rió.

– ¿Qué opina? -me dijo Sobel.

Miré el último gesto de mi amigo y negué con la cabeza.

– Ah, ya lo pillo -dijo Lankford-. Es una señal. Un código. Nos está diciendo que lo ha hecho el diablo.

Pensé en Raúl llamando diablo a Roulet o diciendo que tenía pruebas de que era la encarnación del mal. Y supe lo que significaba el último mensaje de mi amigo. Al morir en el suelo de su oficina, trató de decírmelo. Trató de advertirme.

24

Fui al Four Green Fields y pedí una Guinness, pero enseguida pasé al vodka con hielo. No creía que tuviera ningún sentido retrasar las cosas. En la tele de encima del bar se veía el partido de los Dodgers, que estaba terminando. Los chicos de azul estaban recuperándose, y sólo perdían de dos con las bases llenas en la novena entrada. El camarero tenía los ojos enganchados en la pantalla, pero a mí ya no me preocupaban más los inicios de nuevas temporadas. No me importaban las remontadas en la novena entrada.

Después del segundo asalto de vodka, saqué el teléfono en la barra y empecé a hacer llamadas. Primero llamé a los otros cuatro abogados del partido. Todos nos habíamos marchado después de que yo recibiera la noticia. Ellos se habían ido a sus casas sabiendo que Levin había muerto, pero sin conocer ningún detalle.