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A continuación llamé a Lorna y ella lloró al teléfono. Hablé con ella durante un rato y mi segunda ex mujer formuló la pregunta que estaba esperando evitar.

– ¿Es por tu caso? ¿Es por Roulet?

– No lo sé -mentí-. Les he hablado de eso a los polis, pero ellos parecían más interesados en el hecho de que fuera gay que en ninguna otra cosa.

– ¿Era gay?

Sabía que funcionaría como forma de desviar la atención.

– No lo anunciaba.

– ¿Y tú lo sabías y no me lo dijiste?

– No había nada que decir. Era su vida. Supongo que si hubiera querido decírselo a la gente lo habría hecho.

– ¿Los detectives dicen que fue eso lo que ocurrió?

– ¿Qué?

– Ya sabes, que el hecho de ser gay le costó que lo mataran.

– No lo sé. No paraban de preguntarme sobre eso. No sé qué pensaban. Lo mirarán todo y con suerte conducirá a algo.

Hubo silencio. Levanté la mirada a la tele justo cuando los Dodgers conseguían la carrera ganadora y el estadio prorrumpía en una explosión de algarabía y felicidad. El camarero vitoreó y subió el volumen con el control remoto. Aparté la mirada y me tapé con la mano la oreja libre.

– ¿Te hace pensar, verdad? -dijo Lorna.

– ¿En qué?

– En lo que hacemos. Mickey, cuando cojan al cabrón que hizo eso, podría llamarme a mí para contratarte.

Requerí la atención del camarero agitando el hielo en mi vaso vacío. Quería que me lo rellenara. Lo que no quería decirle a Lorna era que creía que ya estaba trabajando para el cabrón que había matado a Raúl.

– Lorna, cálmate. Te estás…

– ¡Podría pasar!

– Mira, Raúl era mi colega y también era mi amigo. Pero no voy a cambiar lo que hago ni aquello en lo que creo porque…

– Quizá deberías. Quizá todos deberíamos. Es lo único que estoy diciendo.

Lorna rompió a llorar otra vez. El camarero me trajo mi nueva bebida y me tomé un tercio de un solo trago.

– Lorna, ¿quieres que vaya?

– No, no quiero nada. No sé lo que quiero. Esto es espantoso.

– ¿Puedo decirte algo?

– ¿Qué? Por supuesto que puedes.

– ¿Recuerdas a Jesús Menéndez? ¿Mi cliente?

– Sí, pero qué tiene que…

– Era inocente. Y Raúl estaba trabajando en eso. Estábamos trabajando en eso. íbamos a sacarlo.

– ¿Por qué me cuentas esto?

– Te lo cuento porque no podemos coger lo que le ha pasado a Raúl y limitarnos a no hacer nada. Lo que hacemos es importante. Es necesario.

Las palabras me sonaron huecas al decirlas. Lorna no respondió. Probablemente la había confundido, porque me había confundido a mí mismo.

– ¿Vale? -pregunté.

– Vale.

– Bien. He de hacer algunas llamadas más, Lorna.

– ¿Me avisarás cuando averigües cuándo será el funeral?

– Lo haré.

Después de cerrar el teléfono decidí tomarme un descanso antes de hacer otra llamada. Pensé en la última pregunta de Lorna y me di cuenta de que probablemente sería yo quien tendría que organizar el funeral por el que ella había preguntado. A no ser que una anciana de Detroit que había repudiado a Raúl Levin veinticinco años antes subiera a escena.

Empujé mi vaso hasta el borde de la barra.

– Ponme una Guinness y sírvete tú otra -le dije al camarero.

Decidí que era hora de frenar y una forma era beber Guinness, porque tardaban mucho en llenar la jarra. Cuando el camarero me la trajo por fin vi que había dibujado un arpa en la espuma con el grifo. Alcé la jarra antes de beber.

– Dios bendiga a los muertos -dije.

– Dios bendiga a los muertos -repitió el camarero.

Di un largo trago de la espesa cerveza y fue como tragar hormigón para que los ladrillos de mi interior no se derrumbaran. De repente sentí ganas de llorar. Pero entonces sonó mi teléfono. Lo cogí sin mirar la pantalla y dije hola. El alcohol había doblado mi voz en una forma irreconocible.

– ¿Es Mick? -preguntó una voz.

– Sí, ¿quién es?

– Soy Louis. Acabo de enterarme de la noticia de Raúl. Lo siento mucho, tío.

Aparté el teléfono de mi oreja como si fuera una serpiente a punto de morderme. Retiré el brazo, preparado para lanzar el móvil al espejo de detrás de la barra, donde vi mi propio reflejo. Me detuve.

– Sí, hijoputa, ¿cómo ha…?

– Disculpe -dijo Roulet-. ¿Está bebiendo?

– Tiene razón, estoy bebiendo -dije-. ¿Cómo coño sabe ya lo que le ha pasado a Mish?

– Si por Mish se refiere al señor Levin, acabo de recibir una llamada de la policía de Glendale. Una detective dijo que quería hablar conmigo de él.

La respuesta me sacó al menos dos vodkas del hígado. Me enderecé en el taburete.

– ¿Sobel? ¿Le ha llamado ella?

– Sí, eso creo. Dijo que usted le había dado mi nombre y que serían unas preguntas de rutina. Va a venir aquí.

– ¿Adonde?

– A la oficina.

Pensé en ello por un momento, pero no sentí que Sobel estuviera en peligro, ni siquiera si acudía sin Lankford. Roulet no intentaría nada con una agente de policía, y menos en su propia oficina. Mi mayor preocupación era que de algún modo Sobel y Lankford ya estaban encima de Roulet y me arrebatarían mi oportunidad de vengarme personalmente por Raúl Levin y Jesús Menéndez. ¿Había dejado Roulet alguna huella? ¿Un vecino lo había visto en la casa de Levin?

– ¿Es lo único que dijo?

– Sí. Dijo que iban a hablar con todos sus clientes recientes. Y yo era el más reciente.

– No hable con ellos.

– ¿Está seguro?

– No si no está presente su abogado.

– ¿No sospecharán si no hablo con ellos, si no les doy una coartada o algo?

– No importa. No hablarán con usted si no doy yo mi permiso. Y no se lo voy a dar.

Cerré mi mano libre en un puño. No podía soportar la idea de darle asesoramiento legal al hombre del que estaba seguro que había matado a mi amigo esa misma mañana.

– De acuerdo -dijo Roulet-. Los enviaré a paseo.

– ¿Dónde ha estado esta mañana?

– ¿Yo? Aquí en mi oficina. ¿Por qué?

– ¿Alguien le vio?

– Bueno, Robin vino a las diez. Nadie antes de eso.

Recordé a la mujer con el pelo cortado como una guadaña. No sabía qué decirle a Roulet, porque no sabía cuál había sido la hora de la muerte. No quería mencionar nada acerca del brazalete de seguimiento que supuestamente llevaba en el tobillo.

– Llámeme después de que la detective Sobel se vaya. Y recuerde, no importa lo que ella o su compañero le digan, no hable con ellos. Pueden mentirle todo lo que quieran. Y todos lo hacen. Tome todo lo que le digan como una mentira. Sólo intentan engañarle para que hable con ellos. Si dicen que yo les he dicho que puede hablar, es mentira. Coja el teléfono y llámeme, yo les diré que se pierdan.

– Muy bien, Mick. Así lo haré. Gracias.

Roulet colgó. Yo cerré el teléfono y lo dejé en la barra como si fuera algo sucio y descartable.

– Sí, de nada -dije.

Me bebí de un trago una cuarta parte de mi pinta y levanté otra vez el teléfono. Usando la tecla de marcado rápido llamé al móvil de Fernando Valenzuela. Estaba en casa, pues acababa de volver del partido de los Dodgers. Eso significaba que había salido antes de hora para evitar el tráfico. Típico aficionado de Los Ángeles.

– ¿Roulet todavía lleva tu brazalete de seguimiento?

– Sí, lo lleva.

– ¿Cómo funciona? ¿Puedes rastrear dónde ha estado, o sólo dónde está ahora?

– Es posicionamiento global. Envía una señal. Puedes rastrearla hacia atrás para saber dónde ha estado alguien.

– ¿Lo tienes ahí en tu oficina?

– Está en mi portátil, tío. ¿Qué pasa?

– Quiero saber dónde ha estado hoy.

– Bueno, deja que lo arranque. Espera.

Esperé, me terminé la Guinness y le pedí al camarero que empezara a servirme otra antes de que Valenzuela hubiera arrancado su portátil.