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– ¿Dónde estás, Mick?

– En el Four Green Fields.

– ¿Pasa algo?

– Sí, pasa algo. ¿Lo tienes encendido o qué?

– Sí, lo estoy mirando ahora mismo. ¿Cuánto te quieres remontar?

– Empieza por esta mañana.

– Vale. Roulet, eh…, no ha hecho gran cosa hoy. Ha salido de su casa para ir a la oficina a las ocho. Parece que ha hecho un trayecto corto (un par de manzanas, probablemente para comer) y luego ha vuelto a su oficina. Sigue allí.

Pensé en eso unos momentos. El camarero me trajo la siguiente pinta.

– Val, ¿cómo te sacas ese trasto del tobillo?

– ¿Si tú fueras él? No. No puedes. Se atornilla y la llave que usa es única. La tengo yo.

– ¿Estás seguro?

– Estoy seguro. La tengo aquí mismo en mi llavero, tío.

– ¿No hay copias, del fabricante, por ejemplo?

– Se supone que no. Además, no importa. Si la anilla se rompe, aunque lo abra, tengo una alarma en el sistema. También tiene lo que se llama un «detector de masa». Una vez que le pongo ese chisme alrededor del tobillo, tengo una alarma en el ordenador en el momento en que lee que no hay nada allí. Eso no ha ocurrido, Mick. Así que estamos hablando de que la única forma es una sierra. Cortas la pierna y dejas el brazalete en el tobillo. Es la única forma.

Me bebí la parte superior de mi nueva cerveza. Esta vez el camarero no se había molestado en hacer ningún dibujo.

– ¿Y la batería? Y si se acaba la batería, ¿pierdes la señal?

– No, Mick. Eso también está previsto. Tiene un cargador y una batería en el brazalete. Cada pocos días ha de conectarlo unas horas para alimentarlo. Mientras está sentado en el despacho o echando la siesta. Si la batería baja del veinte por ciento tengo una alarma en mi ordenador y yo lo llamo y le digo que lo conecte. Si no lo hace, tengo otra en el quince por ciento, y luego en el diez por ciento empieza a pitar y no hay manera de que se lo quite o lo apague. Eso no le ayuda a fugarse. Y ese último diez por ciento todavía me proporciona cinco horas de seguimiento. Puedo encontrarlo en cinco horas, descuida.

– Vale, vale.

Estaba convencido por la ciencia.

– ¿Qué está pasando?

Le hablé de Levin y le dije que la policía probablemente querría investigar a Roulet, y el brazalete del tobillo y el sistema de seguimiento seguramente serían la coartada de nuestro cliente. Valenzuela estaba aturdido por la noticia. No tenía tanta relación con Levin como yo, pero lo conocía desde hacía mucho tiempo.

– ¿Qué crees que ha pasado, Mick? -me preguntó.

Sabía que estaba preguntando si pensaba que Roulet era el asesino o alguien que estaba detrás del crimen. Valenzuela no sabía todo lo que yo sabía ni lo que Levin había descubierto.

– No sé qué pensar -dije-. Pero deberías tener cuidado con este tío.

– Tú también ten cuidado.

– Lo tendré.

Cerré el teléfono, preguntándome si había algo que Valenzuela no supiera. Si Roulet había encontrado una forma de quitarse el brazalete del tobillo para burlar el sistema de seguimiento. Estaba convencido por la ciencia, pero no por el factor humano de ésta. Siempre hay errores humanos.

El camarero se acercó al lugar en el que yo estaba en la barra.

– Eh, socio, ¿ha perdido las llaves del coche? -dijo. Yo miré a mi alrededor para asegurarme de que estaba hablando conmigo y negué con la cabeza.

– No -dije.

– ¿Está seguro? Alguien ha encontrado unas llaves en el aparcamiento. Mejor que lo compruebe.

Busqué en el bolsillo de mi traje, entonces saqué la mano y la extendí con la palma hacia fuera. Mi llavero estaba en mi mano.

– Ve, le di…

En un rápido y experto movimiento, el camarero me cogió las llaves y sonrió.

– Caer en esto debería ser un test de sobriedad -dijo-. Bueno, socio, no va a conducir… en un rato. Cuando quiera irse, le pediré un taxi.

Se retiró de la barra por si iba a presentar una objeción violenta. Pero simplemente asentí con la cabeza.

– Tú ganas -dije.

Arrojó mis llaves al mostrador de atrás, donde estaban alineadas las botellas. Miré mi reloj. Ni siquiera eran las cinco. La vergüenza me quemaba a través del acolchado de alcohol. Había tomado la salida fácil. La vía del cobarde, emborracharse a la vista de un terrible suceso.

– Puedes llevártela -dije, señalando mi jarra de Guinness.

Cogí el teléfono y pulsé una tecla de marcado rápido. Maggie McPherson contestó de inmediato. Los tribunales cerraban a las cuatro y media. Los fiscales normalmente estaban en su escritorio durante la última hora o dos horas antes de irse a casa.

– ¿Aún no es hora de irse?

– ¿Haller?

– Sí.

– ¿Qué pasa? ¿Estás bebiendo? Tienes la voz cambiada.

– Creo que voy a necesitar que tú me lleves a casa esta vez.

– ¿Dónde estás?

– En Four Green Fields. Llevo un rato aquí.

– Michael, ¿qué…?

– Raúl Levin está muerto.

– Oh, Dios mío, ¿qué…?

– Asesinado. Así que esta vez ¿me llevas tú a casa? He tenido demasiado.

– Deja que llame a Stacey y le pida que se quede con Hayley, luego voy en camino. ¿No trates de irte, vale? No te vayas.

– No te preocupes, el camarero no me va a dejar.

25

Después de cerrar el teléfono le dije al camarero que había cambiado de idea y que me tomaría otra pinta mientras esperaba a mi chófer.

Saqué la cartera y puse una tarjeta de crédito en la barra. Primero me cobró, después me sirvió la Guinness. Tardó tanto en llenar la jarra vaciando la espuma por el costado que apenas la había probado cuando llegó Maggie.

– Has venido muy deprisa-dije-. ¿Quieres tomar algo?

– No, es demasiado temprano. Vamos, te llevaré a casa.

– Vale.

Bajé del taburete, me acordé de recoger mi tarjeta de crédito y mi teléfono, y salí del bar con mi brazo en torno a sus hombros y sintiéndome fatal.

– ¿Cuánto has bebido, Haller? -preguntó Maggie.

– Entre demasiado y un montón.

– No vomites en mi coche.

– Te lo prometo.

Llegamos al coche, uno de los modelos de Jaguar baratos. Era el primer vehículo que se había comprado sin que yo le sostuviera la mano y estuviera implicado en la elección. Había elegido el Jag porque tenía estilo, pero cualquiera que entendiera un poco de coches sabía que era un Ford disfrazado. No le estropeé la ilusión.

Lo que la hiciera feliz a ella, me hacía feliz a mí, salvo la vez que decidió que divorciarse de mí haría que su vida fuera más feliz. Eso no me gustó mucho.

Maggie me ayudó a subir y se puso en marcha.

– Tampoco te desmayes -dijo al salir del aparcamiento-. No conozco el camino.

– Coge Laurel Canyon hasta pasar la colina. Después sólo has de girar a la izquierda al llegar abajo.

Aunque supuestamente el tráfico iba en sentido contrario, tardamos cuarenta y cinco minutos en llegar a Fareholm Drive. Por el camino le hablé de Raúl Levin y de lo que le había ocurrido. Ella no reaccionó como Lorna porque nunca había visto a Levin. Aunque yo lo conocía y lo usaba como investigador desde hacía años, no se había convertido en un amigo hasta después de mi divorcio. De hecho, fue Raúl quien me había llevado a casa más de una noche desde el Four Green Fields cuando yo estaba tratando de superar el final de mi matrimonio.

El mando de mi garaje estaba en el Lincoln, en el bar, así que le pedí que simplemente aparcara delante del garaje. También me di cuenta de que mi llave de la calle estaba en el llavero que contenía la llave del Lincoln y que había sido confiscada por el camarero. Tuvimos que ir por el lateral de la casa hasta la terraza de atrás y coger la llave de sobra -la que me había dado Roulet- de debajo de un cenicero que había en la mesa de picnic. Entramos por la puerta trasera, que conducía directamente a mi oficina. Fue una suerte porque en mi estado de embriaguez prefería evitar subir por la escalera hasta la puerta principal. No sólo me habría agotado, sino que ella habría admirado la vista y eso le habría recordado las desigualdades entre la vida de un fiscal y la de un cabrón avaricioso.