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– ¡Qué dulce! -dijo ella-. Nuestro pequeño tesoro.

Seguí su mirada y vi que estaba mirando la foto de nuestra hija que tenía en el escritorio. Me entusiasmó la idea de haberme anotado inadvertidamente algún tipo de punto con ella.

– Sí-dije, buscando a tientas alguna forma de capitalizarlo.

– ¿Por dónde está el dormitorio? -preguntó Maggie.

– Bueno, ¿no vas muy deprisa? A la derecha.

– Lo siento, Haller. No voy a quedarme mucho. Sólo tengo un par de horas extra con Stacey, y con este tráfico será mejor que salga pronto.

Maggie entró en el dormitorio y nos sentamos uno al lado del otro en la cama.

– Gracias por hacer esto -dije.

– Favor con favor se paga, supongo -dijo ella.

– Pensaba que me habías hecho un favor esa noche que te llevé a casa.

Ella me puso la mano en la mejilla y me volvió la cara hacia la suya. Me besó. Lo tomé como una confirmación de que efectivamente habíamos hecho el amor aquella noche. Me sentía vulnerable en extremo por no recordarlo.

– Guinness -dijo ella, saboreando sus labios al tiempo que se retiraba.

– Y algo de vodka.

– Buena combinación. Por la mañana te arrepentirás.

– Es tan temprano que me arrepentiré esta noche. Oye, ¿por qué no cenamos en Dan Tana's?

– No, Mick. He de ir a casa con Hayley. Y tú has de ir a dormir.

Hice un ademán de rendición.

– Vale, vale.

– Llámame por la mañana. Quiero hablar contigo cuando estés sobrio.

– Vale.

– ¿Quieres que te desnude y te meta debajo de las sábanas?

– No, estoy bien. Sólo…

Me recosté en la cama y me quité los zapatos de una patada. A continuación rodé hasta el borde y abrí un cajón de la mesilla de noche. Saqué un frasco de paracetamol y un cede que me había dado un cliente llamado Demetrius Folks. Era un bala perdida de Norwalk conocido en la calle como LiPDemon. Me había dicho una vez que una noche tuvo una visión de que estaba destinado a morir joven y de manera violenta. Me dio el cede y me dijo que lo pusiera cuando estuviera muerto. Y lo hice. La profecía de Demetrius se hizo realidad. Lo mataron en un tiroteo desde un coche unos seis meses después de que me diera el disco. Con un rotulador permanente había escrito Wreckrium for Lil'Demon. Era una selección de baladas que había copiado de distintos cedes de Tupac.

Puse el compacto en el reproductor Bose de la mesilla de noche y enseguida el ritmo de God Bless the Dead empezó a sonar. La canción era un homenaje a sus compañeros caídos.

– ¿Tú escuchas esto? -preguntó Maggie, entrecerrando los ojos de incredulidad.

Me encogí de hombros lo mejor que supe mientras me apoyaba en un codo.

– A veces. Me ayuda a comprender mejor a muchos de mis clientes.

– Ésta es la gente que debería estar en prisión.

– Quizás algunos de ellos. Pero muchos otros tienen algo que decir. Algunos son auténticos poetas, y este tipo era el mejor de todos.

– ¿Era? ¿Quién es, al que le dispararon en la puerta del museo del automóvil en Wilshire?

– No, ése era Biggie Smalls. Éste es el difunto gran Tupac Shakur.

– No puedo creer que escuches esto.

– Ya te he dicho que me ayuda.

– Hazme un favor. No lo escuches delante de Hayley.

– No te preocupes por eso. No lo haré.

– He de irme.

– Quédate un poquito.

Ella me hizo caso, pero se sentó rígida en el borde de la cama. Sabía que estaba intentando entender las letras. Hace falta tener el oído educado para eso, y requiere cierto tiempo. La siguiente canción era Life Goes On, y yo observé que tensaba el cuello y los hombros al entender parte de la letra.

– ¿Puedo irme, por favor? -preguntó.

– Maggie, sólo quédate unos minutos.

Estiré el brazo y bajé un poco el volumen.

– Eh, lo apagaré si me cantas como solías cantarme.

– Esta noche no, Haller.

– Nadie conoce a Maggie McFiera como yo.

Ella sonrió un poco y yo me quedé un momento en silencio mientras recordaba aquellos tiempos.

– Maggie, ¿por qué te quedas conmigo?

– Te he dicho que no puedo quedarme.

– No, no me refiero a esta noche. Estoy hablando de la forma en que estás presente, de cómo no me traicionas con Flayley y de cómo estás ahí cuando te necesito. Como esta noche. No conozco a mucha gente que tenga ex esposas que todavía le quieran.

Ella pensó un momento antes de responder.

– No lo sé. Supongo que es porque veo a un buen hombre y a un buen padre ahí dentro esperando para aflorar algún día.

Asentí, y deseé que tuviera razón.

– Dime una cosa. ¿Qué harías si no pudieras ser fiscal?

– ¿Hablas en serio?

– Sí, ¿qué harías?

– Nunca he pensado en eso realmente. Ahora mismo puedo hacer lo que siempre he querido hacer. Soy afortunada. ¿Por qué iba a querer cambiar?

Abrí el frasco de paracetamol y me tragué dos pastillas sin bebida. La siguiente canción era So Many Tears, otra balada dedicada a los caídos. Me pareció apropiada.

– Creo que sería maestra -dijo ella finalmente-. De primaria. De niñas pequeñas como Hayley.

Sonreí.

– Señorita McFiera, señorita McFiera, mi perro se ha comido mis deberes.

Ella me dio un golpe en el brazo.

– De hecho, es bonito -dije-. Serías una buena maestra… salvo cuando mandaras a los niños al despacho del director sin fianza.

– Qué gracioso. ¿Y tú?

Negué con la cabeza.

– Yo no sería un buen maestro.

– Me refiero a qué te gustaría ser si no fueras abogado.

– No lo sé. Pero tengo tres Town Car. Supongo que podría poner en marcha un servicio de limusinas, llevar a la gente al aeropuerto.

Ahora ella me sonrió a mí.

– Yo te contrataría.

– Bien. Ya tengo un cliente. Dame un dólar y lo pegaré en la pared.

Pero la charla no estaba funcionando. Me eché hacia atrás, puse las palmas de las manos sobre los ojos y traté de apartar los sucesos del día, de apartar la imagen de Raúl Levin en el suelo de su casa, con los ojos mirando un cielo permanentemente negro.

– ¿Sabes de qué he tenido miedo siempre? -pregunté.

– ¿De qué?

– De que no reconocería la inocencia. De que estaría delante de mí y no la vería. No estoy hablando de ser culpable o no culpable. Me refiero a la inocencia. Simplemente inocencia.

Ella no dijo nada.

– Pero ¿sabes de qué debería haber tenido miedo?

– ¿De qué, Haller?

– Del mal. Simplemente del mal.

– ¿A qué te refieres?

– Me refiero a que la mayoría de la gente que defiendo no es mala, Mags. Son culpables, sí, pero no son malvados. ¿Sabes qué quiero decir? Hay diferencia. Los escuchas a ellos y escuchas estas canciones y sabes por qué toman las decisiones que toman. La gente sólo intenta pasar, sólo intenta vivir con lo que tiene, y para empezar algunos no tienen absolutamente nada. Pero el mal es otra cosa. Es diferente. Es como… No lo sé. Está ahí fuera y cuando se muestra… No lo sé. No puedo explicarlo.

– Estás borracho, por eso.

– Lo único que sé es que debería haber temido una cosa, pero temía justamente la contraria.

Ella se estiró y me frotó el hombro. La última canción era To Live & die in L.a., y era mi favorita de la selección musical casera. Empecé a tararearla suavemente y luego canté el estribillo cuando la pista llegó a esa parte.