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vivir y morir en L.A

es el lugar donde hay que estar

has de estar allí para saberlo

todo el mundo lo verá

Enseguida paré de cantar y aparté las manos de la cara. Me quedé dormido con la ropa puesta. No oí salir de mi casa a la mujer a la que había amado más que a nada en el mundo. Ella me dijo después que la última cosa que murmuré antes de quedarme dormido fue «no puedo seguir haciendo esto».

Y no estaba hablando de cantar.

26

Viernes, 13 de abril

Dormí casi diez horas, pero aun así me desperté a oscuras. En el Bose decía que eran las 5.18. Traté de volver al sueño, pero la puerta estaba cerrada. A las 5.30 me levanté de la cama y traté mantener el equilibrio. Me duché. Me quedé debajo del grifo hasta que se enfrió el agua del depósito. Salí de la ducha y me vestí para afrontar otro día de pelearme con el sistema.

Todavía era demasiado temprano para llamar a Lorna y verificar mi agenda, pero tengo una agenda que normalmente está actualizada. Fui a la oficina de casa a comprobarlo y la primera cosa en la que me fijé fue en un billete de un dólar pegado a la pared encima del escritorio.

Mi adrenalina subió un par de peldaños al tiempo que mi mente corría pensando en el intruso que me había dejado el dinero en la pared como algún tipo de amenaza o mensaje. Entonces lo recordé.

– Maggie -dije en voz alta.

Sonreí y decidí dejar el billete de un dólar pegado a la pared.

Saqué la agenda del maletín para ver cómo se presentaba el día. En principio tenía la mañana libre hasta las once, en que tenía una vista en el Tribunal Superior de San Fernando. El caso era de un cliente recurrente acusado de posesión de utensilios relacionados con las drogas. Era una acusación de mierda, que apenas merecía el tiempo y el dinero, pero Melissa Menkoff ya estaba en libertad condicional por diversos delitos de drogas. Si la condenaban, aunque fuera por algo tan menor como posesión de utensilios relacionados con las drogas, su sentencia suspendida se ejecutaría y ella terminaría tras una puerta de acero entre seis y nueve meses como mínimo.

Era todo lo que tenía en la agenda. Después de San Fernando mi jornada estaba libre y me felicité en silencio por la previsión que había mostrado en mantener libre el día después del primer partido de la temporada. Por supuesto, al preparar la agenda no sabía que la muerte de Raúl Levin me enviaría a Four Green Fields tan temprano, pero era una buena planificación de todos modos.

La vista del asunto Menkoff implicaba mi moción de suprimir la pipa de crack encontrada durante el registro de su vehículo después de haber sido parada por conducir descontroladamente en Northridge. La pipa se encontró en la consola central cerrada de su coche. Ella me había dicho que no había dado su permiso a la policía para registrar el vehículo, pero los agentes lo hicieron de todos modos. Mi argumento era que no había registro consentido ni causa probable para realizarlo. Si habían hecho parar a Menkoff por conducir erráticamente, entonces no había razón para registrar los compartimentos cerrados de su coche.

Era un argumento perdedor y lo sabía, pero el padre de Menkoff me pagaba bien y yo hacía todo lo que estaba en mi mano por su problemática hija. Y eso era exactamente lo que iba a hacer a las once en punto en el Tribunal de San Fernando.

Para desayunar me tomé dos paracetamoles y los bajé con huevos fritos, tostadas y café. Sazoné en abundancia los huevos con pimienta y salsa. Todo dio en los puntos adecuados y me proporcionó el combustible necesario para afrontar la batalla. Fui pasando las páginas del Times mientras comía, buscando un artículo sobre el asesinato de Raúl Levin. Inexplicablemente, no había historia. Al principio no lo entendí. ¿Por qué Glendale mantenía un velo sobre el caso? Luego recordé que el Times publicaba diversas ediciones regionales del periódico cada mañana. Yo vivía en el Westside, y Glendale se consideraba parte del valle de San Fernando. Un asesinato en el valle podía ser considerado por los editores del Times como una noticia sin importancia para los lectores del Westside, que tenían sus propios asesinatos regionales de los que preocuparse. No encontré ningún artículo sobre Levin.

Decidí que tendría que comprar un segundo ejemplar del Times en otro quiosco de camino al tribunal de San Fernando. Pensar en a qué nuevo quiosco dirigiría a Earl Briggs me recordó que no tenía coche. El Lincoln estaba en el aparcamiento del Four Green Fields -a no ser que lo hubieran robado durante la noche-, y no podía conseguir mis llaves hasta que el bar abriera a las once para servir comidas. Tenía un problema. Había visto el coche de Earl en el aparcamiento de las afueras donde lo recogía cada mañana. Era un Toyota tuneado con tapacubos de cromo. Supuse que tendría un permanente olor de marihuana. No quería circular en él. En el condado del norte era una invitación a que la policía te parara. En el condado del sur era una invitación a que te tirotearan. Tampoco quería que Earl me recogiera en casa. Nunca dejo que mis chóferes sepan donde vivo.

El plan que se me ocurrió consistía en coger un taxi hasta mi almacén de North Hollywood y usar uno de los Town Car nuevos. El Lincoln de Four Green Fields tenía más de setenta mil kilómetros, en cualquier caso. Quizás estrenar coche me ayudaría a superar la depresión que sin duda sentiría por la muerte de Raúl Levin.

Después de haber limpiado la sartén y el plato en el lavabo decidí que era lo bastante tarde para arriesgarme a despertar a Lorna con una llamada para confirmar mi agenda del día. Volví a la oficina de casa y cuando cogí el teléfono para hacer la llamada oí el tono interrumpido que me informaba de que tenía un mensaje.

Llamé al número de recuperación de mensajes y una voz informática me informó de que me había perdido una llamada a las 11.07 el día anterior. Cuando la voz recitó el número del que había recibido el mensaje me quedé helado. Era el del teléfono móvil de Raúl Levin. Me había perdido su última llamada.

«Eh, soy yo. Probablemente ya estás de camino al partido y supongo que tendrás el móvil apagado. Si no escuchas esto te veré allí. Pero tengo otro as para ti. Creo que… -se interrumpió un momento por el sonido de fondo de un perro que ladraba-, bueno, podría decirse que tengo la receta para sacar a Jesús de San Quintín. He de colgar, socio.»

Eso era todo. Colgó sin decir adiós y había usado ese estúpido acento irlandés al final. El acento irlandés que siempre me había molestado me sonó enternecedor. Ya lo echaba de menos.

Pulsé el botón de reproducir el mensaje y volví a escucharlo, e hice lo mismo otras tres veces antes de guardarlo y colgar finalmente. Me senté en mi silla de escritorio y traté de aplicar el mensaje a lo que ya sabía. El primer dato desconcertante era la hora de la llamada. Yo no salí para el partido hasta las 11.30, y aun así de algún modo me había perdido la llamada de Levin, que se había recibido más de veinte minutos antes.

Eso carecía de sentido hasta que recordé la llamada de Lorna. A las 11.07 estaba hablando por teléfono con Lorna. El teléfono de mi casa se usaba con tan poca frecuencia que no me había molestado en tener llamada en espera instalada en la línea. Eso significaba que la última llamada de Levin había sido enviada al sistema de buzón de voz y no me enteré de ella mientras hablaba con Lorna.

Eso explicaba las circunstancias de la llamada, pero no su contenido.

Obviamente, Levin había encontrado algo. No era abogado, pero ciertamente conocía el peso de las pruebas y sabía cómo evaluarlas. Había encontrado algo que podía ayudarme a sacar a Menéndez de prisión. Había encontrado la receta para sacar a Jesús.