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Habíamos pasado por tres días de selección de jurado y ya estábamos listos para empezar la función. Estaba previsto que el juicio durara otros tres días a lo sumo, dos días para la acusación y uno para la defensa. Le había dicho a la jueza que necesitaría un día para exponer mi caso ante el jurado, aunque lo cierto era que la mayor parte de mi trabajo se llevaría a cabo durante la presentación de la acusación.

El inicio de un juicio siempre es electrizante. Sientes un nerviosismo que te afecta las entrañas. Hay mucho en juego: reputación, libertad personal, la integridad del sistema en sí. Algo en el hecho de tener a esos doce extraños juzgando tu vida y tu trabajo siempre te conmueve. Y me estoy refiriendo a mí, al abogado defensor, el juicio del acusado es algo completamente diferente. Nunca me había acostumbrado a esa sensación, y lo cierto es que nunca quise hacerlo. Sólo puedo compararlo con la ansiedad y la tensión de estar ante el altar de una iglesia el día de tu boda. He tenido dos veces esa experiencia y la recordaba cada vez que un juez llamaba al orden en un juicio.

Aunque mi experiencia en procesos penales superaba con creces a la de mi oponente, no cabía duda de cuál era mi posición. Yo era un hombre solo ante las gigantescas fauces del sistema. Sin ninguna duda, el desamparado era yo. Sí, era cierto que me enfrentaba a un fiscal en su primer juicio por un delito grave. Pero esa ventaja se nivelaba e incluso quedaba empequeñecida por el poder y la voluntad del estado. El fiscal mandaba sobre todas las fuerzas del sistema judicial. Y en contra de todo eso me alzaba yo. Y un cliente culpable.

Estaba sentado junto a Louis Roulet ante la mesa de la defensa. Estábamos solos. No tenía segundo ni investigador detrás de mí, porque por alguna extraña lealtad hacia Raúl Levin no había contratado a ningún sustituto. En realidad, tampoco lo precisaba. Levin me había dado todo lo que necesitaba. El juicio y su desarrollo servirían de testamento de su capacidad como investigador.

En la primera fila de la galería estaban sentados C. C. Dobbs y Mary Alice Windsor. En cumplimiento de una disposición previa al juicio, la jueza únicamente iba a permitir la presencia de la madre de Roulet durante la exposición inicial. Puesto que figuraba en la lista de testigos de la defensa, no se le permitiría escuchar ninguno de los testimonios que siguieran. Se quedaría en el pasillo, con su leal perrito faldero Dobbs, hasta que la llamaran al estrado.

También en primera fila, aunque no sentada junto a ellos, estaba mi propia sección de apoyo: mi ex mujer Lorna Taylor. Se había vestido con un traje azul marino y una blusa blanca. Estaba preciosa y habría podido mezclarse fácilmente con el ejército de mujeres abogadas que acudían al tribunal cada día. Pero ella estaba allí por mí, y yo la amaba por eso.

El resto de las filas de la galería estarían ocupadas de manera esporádica. Había unos pocos periodistas allí para tomar citas de las exposiciones iniciales y unos cuantos abogados y ciudadanos de público. No había aparecido ninguna televisión. El juicio todavía no había atraído más que una atención secundaria de la opinión pública. Y eso era bueno. Significaba que nuestra estrategia de contención de la publicidad había funcionado bien.

Roulet y yo permanecimos en silencio mientras esperábamos que la jueza ocupara su lugar e hiciera pasar al jurado para que pudiéramos empezar. Yo estaba tratando de calmarme, repasando mentalmente lo que quería decirle al jurado. Roulet tenía la mirada fija en el escudo del estado de California fijado en la parte frontal del banco de la jueza.

El alguacil de la sala recibió una llamada telefónica, pronunció unas palabras y colgó.

– Dos minutos, señores -dijo en voz alta-. Dos minutos.

Cuando un juez llamaba a una sala por adelantado, eso significaba que todo el mundo debía ocupar su lugar y estar preparado para empezar. Nosotros lo estábamos. Miré por encima del hombro a Ted Minton y vi que él estaba haciendo lo mismo que yo en la mesa de la acusación. Calmarse mediante el ensayo. Me incliné hacia delante y estudié las notas de mi bloc. Entonces Roulet, de manera inesperada, se inclinó hacia delante y casi se pegó a mí. Habló en un susurro, pese a que todavía no era necesario.

– Es la hora, Mick.

– Lo sé.

Desde la muerte de Raúl Levin, mi relación con Roulet había sido de fría entereza. Lo soportaba porque tenía que hacerlo. No obstante, lo vi lo menos posible en los días y semanas previas al juicio, y hablé con él lo imprescindible desde que éste empezó. Sabía que la única debilidad de mi plan era mi propia debilidad. Temía que cualquier interacción con Roulet pudiera conducirme a actuar movido por la rabia y el deseo de vengar a mi amigo personal y físicamente. Los tres días de selección del jurado habían sido una tortura. Día tras día tenía que sentarme justo al lado de él y escuchar sus comentarios condescendientes acerca de los posibles jurados. La única manera de superarlo era hacer como si no estuviera allí.

– ¿Está preparado? -me preguntó.

– Lo intento -dije-. ¿Y usted?

– Estoy preparado, pero quería decirle algo antes de empezar.

Lo miré. Estaba demasiado cerca de mí. Habría resultado invasivo incluso si lo que sintiese por él fuera amor y no odio. Me recosté.

– ¿Qué?

Me siguió, recostándose a mi lado.

– Es usted mi abogado, ¿no?

Me incliné hacia delante, tratando de escaparme.

– Louis, ¿qué está diciendo? Llevamos más de dos meses juntos en esto y ahora estamos aquí con un jurado elegido y listo para el juicio. ¿Me ha pagado más de ciento cincuenta mil dólares y ha de preguntarme si soy su abogado? Por supuesto que soy su abogado. ¿De qué se trata? ¿Qué pasa?

– No pasa nada. -Se inclinó hacia delante y continuó-. O sea, si es mi abogado, puedo decirle cosas y usted tendría que mantenerlas como un secreto, aunque le contara un crimen. Más de un crimen. Está cubierto por la relación abogado-cliente, ¿no?

Sentí el estruendo de la inquietud en el estómago.

– Sí, Louis, tiene razón, a no ser que vaya a hablarme de un crimen a punto de cometerse. En ese caso, yo estaría liberado del código ético y podría informar a la policía para que pudiera impedirlo. De hecho, estaría en la obligación de informar. Un abogado es un agente de la judicatura. O sea, ¿qué es lo que quiere decirme? Acaba de oír la advertencia de los dos minutos. Estamos a punto de empezar.

– He matado a gente, Mick.

Lo miré un momento.

– ¿Qué?

– Ya me ha oído.

Tenía razón. Lo había oído. Y no debería haberme sorprendido. Ya sabía que había matado a gente. Raúl Levin era uno de ellos, e incluso había usado mi pistola para hacerlo, aunque todavía no había averiguado cómo lo había hecho con el brazalete GPS del tobillo. Simplemente estaba sorprendido de que hubiera decidido confiármelo como si tal cosa dos minutos antes de que empezara su juicio.

– ¿Por qué me está diciendo esto? -pregunté-. Estoy a punto de intentar defenderle en esto y…

– Porque sé que ya lo sabe. Y porque sé cuál es su plan.

– ¿Mi plan? ¿Qué plan?

Sonrió con perfidia.

– Vamos, Mick. Es sencillo. Usted me defiende en este caso. Se esfuerza, cobra una buena pasta, gana y yo salgo libre. Pero entonces, una vez que tiene su dinero en el banco, se vuelve contra mí porque ya no soy su cliente. Me arroja a los polis para poder liberar a Jesús Menéndez y redimirse.

No respondí.

– Bueno, no puedo dejar que ocurra -dijo con calma-. Ahora, soy suyo para siempre, Mick. Le estoy diciendo que he matado gente y, ¿sabe qué? Maté a Martha Rentería. Le di lo que merecía, y si usted acude a la poli o usa lo que le he dicho contra mí, entonces no va a ejercer la abogacía mucho tiempo más. Sí, puede que tenga éxito en resucitar a Jesús de entre los muertos. Pero yo nunca seré acusado de ello por su mala conducta. Creo que lo llaman «fruto del árbol envenenado», y usted es el árbol, Mick.