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Todavía no pude responder. Me limité a asentir con la cabeza otra vez. Roulet ciertamente lo había pensado todo. Me pregunté cuánta ayuda habría recibido de Cecil Dobbs. Obviamente alguien le había asesorado en cuestiones legales.

Me incliné hacia él y le susurré:

– Sígame.

Me levanté, crucé con rapidez la portezuela y me dirigí a la puerta trasera de la sala. Desde atrás oí la voz del alguacil.

– ¿Señor Haller? Estamos a punto de empezar. La jueza…

– Un minuto -respondí sin volverme.

También levanté un dedo. Empujé las puertas que daban paso a un vestíbulo escasamente iluminado, diseñado como una barrera para que el sonido del pasillo no se oyera en la sala. En el otro extremo del vestíbulo había unas puertas de doble batiente que conducían al pasillo. Me coloqué a un lado y esperé a que Roulet entrara en el reducido espacio.

En cuanto franqueó la puerta, lo agarré y lo empujé contra la pared. Lo sujeté con las dos manos en su pecho para impedir que se moviera.

– ¿Qué coño cree que está haciendo?

– Calma, Mick. Sólo creí que deberíamos saber dónde estamos…

– Hijo de puta. Mató a Raúl y lo único que hacía era trabajar para usted. Estaba tratando de ayudarle.

Quería agarrarlo por el cuello y estrangularlo allí mismo.

– Tiene razón en una cosa. Soy un hijo de puta. Pero se equivoca en todo lo demás, Mick. Levin no estaba tratando de ayudarme. Estaba tratando de enterrarme y se estaba acercando. Recibió lo que merecía por eso.

Pensé en el último mensaje de Levin en el teléfono de mi casa: «Tengo la receta para sacar a Jesús de San Quintín.» Lo que fuera que hubiera encontrado, le había costado la vida.

Y lo habían matado antes de que pudiera comunicar la información.

– ¿Cómo lo hizo? Si me lo está confesando todo aquí, quiero saber cómo lo hizo. ¿Cómo burló al GPS? Su brazalete muestra que no estuvo cerca de Glendale.

Me sonrió, como un niño con un juguete que no estaba dispuesto a compartir.

– Digamos simplemente que es información confidencial, y dejémoslo ahí. Nunca se sabe, a lo mejor he de volver a repetir el viejo truco de Houdini.

En sus palabras percibí la amenaza y en su sonrisa vi la maldad que había visto Raúl Levin.

– No se le ocurra, Mick -dijo-. Como probablemente sabe, tengo una póliza de seguros.

Le presioné con más fuerza y me incliné más cerca de él.

– Escuche, capullo. Quiero mi pistola. ¿Cree que tiene esto atado? No tiene una mierda. Yo lo tengo atado. Y no va a superar airoso esta semana si no recupero la pistola. ¿Entendido?

Roulet lentamente estiró el brazo, me agarró por las muñecas y apartó mis manos de su pecho. Empezó a arreglarse la camisa y la corbata.

– Podría proponer un acuerdo -dijo él con calma-. Al final de este juicio salgo de este tribunal como un hombre libre. Continúo manteniendo mi libertad y, a cambio de eso, la pistola no cae nunca, digamos, en las manos equivocadas.

Es decir, Lankford y Sobel.

– Porque no me gustaría nada que pasara eso, Mick. Un montón de gente depende de usted. Un montón de clientes.

Y a usted, por supuesto, no le gustaría ir a donde van ellos.

Retrocedí, usando toda mi voluntad para no levantar los puños y agredirle. Me conformé con una voz que, aunque calmada, hervía con toda mi rabia y mi odio.

– Le prometo -dije- que si me jode nunca se librará de mí. ¿Está claro?

Roulet empezó a sonreír, pero antes de que pudiera responder se abrió la puerta de la sala y se asomó el ayudante del sheriff Meehan, el alguacil.

– La jueza está en el banco -dijo con voz severa-. Quiere que entren. Ahora.

Volví a mirar a Roulet.

– ¡He dicho que si está claro!

– Sí, Mick -dijo afablemente-. Como el agua.

Me alejé de él y entré en la sala, caminando por el pasillo hasta la portezuela. La jueza Constance Fullbright me fulminó con la mirada durante todo mi recorrido.

– Es muy amable por su parte que se una a nosotros esta mañana, señor Haller.

¿Dónde había oído eso antes?

– Lo lamento, señoría -dije al tiempo que franqueaba la entrada-. Era una situación de emergencia con mi cliente. Teníamos que hablar.

– Se puede hablar con el cliente en la mesa de la defensa -respondió la jueza.

– Sí, señoría.

– Creo que no estamos empezando con buen pie, señor Haller. Cuando mi alguacil anuncia que la sesión empezará en dos minutos, espero que todo el mundo (incluidos el abogado defensor y su cliente) esté en su lugar y preparado para empezar.

– Pido disculpas, señoría.

– Eso no basta, señor Haller. Antes del final de la jornada de sesiones quiero que haga una visita a mi alguacil con su talonario de cheques. Le impongo una multa de quinientos dólares por desacato al tribunal. Soy yo quien está a cargo de esta sala, letrado, no usted.

– Señoría…

– Ahora, podemos hacer entrar al jurado -ordenó la jueza, cortando mi protesta.

El alguacil abrió la puerta a los doce miembros y dos suplentes y éstos empezaron a situarse en la tribuna del jurado. Me incliné hacia Roulet, que acababa de sentarse.

– Me debe quinientos dólares -le susurré.

28

La exposición inicial de Ted Minton se ciñó al modelo establecido de la exageración fiscal. Más que decirle al jurado qué pruebas iba a presentar y qué se disponía a probar, el fiscal trató de decirles lo que todo ello significaba. Buscaba un plano general, y eso casi siempre es un error. El plano general implica inferencias y teorías. Extrapola los hechos a la categoría de sospechas. Cualquier fiscal con experiencia en una docena de juicios por delitos graves sabe que es mejor quedarse corto. Quieres que los miembros del jurado condenen, no necesariamente que comprendan.

– De lo que trata este caso es de un depredador -les dijo-. Louis Ross Roulet es un hombre que en la noche del seis de marzo estaba al acecho de una presa. Y de no haber sido por la firme determinación de una mujer para sobrevivir, ahora estaríamos juzgando un caso de asesinato.

Me había fijado antes en que Minton había elegido a un «encargado del marcador». Así es como llamo a un miembro del jurado que toma notas de manera incesante durante el juicio. Una exposición inicial no es una oferta de pruebas y la jueza Fullbright había advertido de ello al jurado, aun así, la mujer de la primera silla de la fila delantera había estado escribiendo desde el inicio de la intervención de Minton. Eso era bueno. Me gustan los encargados del marcador porque documentan lo que los abogados dicen que será presentado y probado en el juicio, y al final vuelven a comprobarlo y verifican el tanteo.

Miré el gráfico del jurado que había rellenado la semana anterior y vi que la encargada del marcador era Linda Truluck, un ama de casa de Reseda. Era una de las únicas tres mujeres del jurado. Minton se había esforzado en reducir a un mínimo la representación femenina, porque temía que, una vez que se estableciera en el juicio que Regina Campo había ofrecido servicios sexuales a cambio de dinero, podría perder la simpatía de las mujeres y en última instancia sus votos en un veredicto. Creía que probablemente tenía razón en la suposición y yo trabajé con la misma diligencia en poner mujeres en la tribuna del jurado. Ambos habíamos terminado agotando nuestros veinte vetos y ésa era probablemente la principal razón de que el proceso de selección se prolongara durante tres días. Al final, tenía tres mujeres en el jurado y sólo necesitaba a una para evitar una condena.