– Damas y caballeros, en esencia, lo que decidirán aquí es quién es el auténtico depredador en este caso: el señor Roulet, un hombre de negocios de éxito sin ningún tipo de antecedentes, o una prostituta reconocida con un negocio boyante que consiste en cobrar dinero a los hombres a cambio de sexo. Oirán testimonios de que la supuesta víctima de este caso estaba envuelta en un acto de prostitución con otro hombre momentos antes de que se produjera la supuesta agresión. Y oirán testimonios de que al cabo de unos días de este asalto, que supuestamente amenazó su vida, ella estaba de nuevo trabajando, cambiando sexo por dinero.
Miré a Minton y vi que estaba montando en cólera. Tenía la mirada baja en la mesa y lentamente negaba con la cabeza. Miré a la jueza.
– Señoría, ¿puede pedir al fiscal que se contenga de hacer demostraciones al jurado? Yo no he protestado ni he intentado en modo alguno distraer al jurado durante su exposición inicial.
– Señor Minton -entonó la jueza-, haga el favor de quedarse quieto y extender a la defensa la cortesía que se le ha extendido a usted.
– Sí, señoría -dijo Minton mansamente.
El jurado había visto al fiscal amonestado en dos ocasiones y todavía estábamos en las exposiciones iniciales. Lo tomé como una buena señal y alimentó mi inercia. Miré de nuevo al jurado y me fijé en que la encargada del marcador continuaba escribiendo.
– Finalmente, oirán el testimonio de muchos de los propios testigos de la fiscalía que proporcionarán una explicación perfectamente plausible de muchas de las pruebas físicas de este caso. Me refiero a la sangre y a la navaja que ha mencionado el señor Minton. Tomados individualmente o como conjunto, los argumentos de la fiscalía les proporcionarán dudas más que razonables acerca de la culpabilidad de mi cliente. Pueden marcarlo en sus libretas. Les garantizo que descubrirán que sólo tienen una opción al final de este caso. Y ésa es declarar al señor Roulet inocente de estas acusaciones. Gracias.
Al caminar de nuevo hacia mi asiento le guiñé el ojo a Lorna Taylor. Ella asintió con la cabeza para darme a entender que lo había hecho bien. Mi atención se vio atraída entonces por dos figuras sentadas dos filas detrás de ella. Lankford y Sobel. Habían entrado después de que examinara la galería por primera vez.
Ocupé mi asiento y no hice caso del gesto de pulgares hacia arriba que me dio mi cliente. Mi mente estaba concentrada en los dos detectives de Glendale. Me pregunté qué estaban haciendo en la sala. ¿Vigilándome? ¿Esperándome?
La jueza hizo salir al jurado para la pausa del almuerzo y todos se levantaron mientras la encargada del marcador y sus colegas desfilaban. Después de que todos se hubieran ido, Minton pidió a la jueza otro aparte. Quería intentar explicar su protesta y reparar el daño, pero no en juicio abierto. La jueza no se lo concedió.
– Tengo hambre, señor Minton. Y ya hemos pasado eso. Váyase a almorzar.
Fullbright abandonó la sala, y ésta, que tan silenciosa había estado salvo por las voces de los abogados, entró en erupción con la charla de la galería del público y los trabajadores del tribunal. Guardé el bloc en mi maletín.
– Ha estado muy bien -dijo Roulet-. Creo que ya vamos por delante en la partida.
Lo miré con ojos muertos.
– No es una partida.
– Ya lo sé. Es sólo una expresión. Oiga, voy a comer con Cecil y mi madre. Nos gustaría que se uniera a nosotros.
Negué con la cabeza.
– He de defenderle, Louis, pero no he de comer con usted.
Cogí el talonario de mi maletín y lo dejé allí. Rodeé la mesa hasta la posición del alguacil para poder extender un cheque por quinientos dólares. La multa no me dolía tanto como lo haría el examen de la judicatura que sigue a toda citación por desacato.
Cuando hube terminado, me volví y me encontré con Lorna, que me estaba esperando en la portezuela con una sonrisa. Pensábamos ir a comer juntos y luego ella volvería a ocuparse del teléfono en su casa. Al cabo de tres días volvería al trabajo habitual y necesitaba clientes. Dependía de que ella empezara a llenar mi agenda.
– Parece que será mejor que hoy te invite yo a comer -dijo ella.
Eché mi talonario de cheques en el maletín y lo cerré.
– Eso estaría bien -dije.
Empujé la portezuela y me fije en el banco en el que había visto a Lankford y Sobel unos momentos antes. Se habían ido.
29
La fiscalía empezó a exponer su tesis al jurado en la sesión de tarde y enseguida me quedó clara la estrategia de Ted Minton. Los primeros cuatro testigos fueron una operadora del teléfono de emergencias 911, los dos agentes de patrulla que respondieron a la llamada de auxilio de Regina Campo y el auxiliar médico que la trató antes de que la transportaran al hospital. Estaba claro que Minton, previendo la estrategia de la defensa, quería establecer firmemente que Campo había sido brutalmente agredida y que era de hecho la víctima en este crimen. No era una mala estrategia. En la mayoría de los casos le habría bastado con eso.
La operadora del 911 fue básicamente utilizada como la persona de carne y hueso que se necesitaba para presentar una grabación de la llamada de auxilio de Campo. Se entregaron transcripciones de la llamada a los miembros del jurado, de manera que pudieran leer al tiempo que se reproducía la grabación deficiente de audio. Protesté argumentando que era innecesario reproducir la grabación de audio cuando la transcripción bastaría, pero la jueza rápidamente denegó la protesta antes de que Minton tuviera necesidad de contraatacar. La grabación se reprodujo y no había duda de que Minton había empezado con fuerza, porque los miembros del jurado se quedaron absortos al escuchar a Campo gritando y suplicando ayuda. Sonaba genuinamente angustiada y asustada. Era precisamente lo que Minton quería que oyera el jurado y ciertamente lo consiguió. No me atreví a cuestionar a la operadora en el contrainterrogatorio, porque sabía que eso le habría dado a Minton la oportunidad de reproducir otra vez la grabación en su turno.
Los dos agentes de patrulla que subieron al estrado a continuación ofrecieron diferentes testimonios porque hicieron cosas distintas al llegar al complejo de apartamentos de Tarzana en respuesta a la llamada al 911. Una básicamente se quedó con la víctima mientras que el otro subió al apartamento y esposó al hombre sobre el que estaban sentados los vecinos de Campo: Louis Ross Roulet.
La agente Vivian Maxwell describió a Campo como despeinada, herida y atemorizada. Declaró que Campo no paraba de preguntar si estaba a salvo y si habían detenido al intruso. Incluso después de que la tranquilizaran en ambas cuestiones, Campo continuó asustada e inquieta, y en un momento le dijo a la agente que desenfundara su arma y la tuviera preparada por si el agresor escapaba. Cuando Minton terminó con su testigo, me levanté para llevar a cabo mi primer contrainterrogatorio del juicio.
– Agente Maxwell -empecé-, ¿en algún momento le preguntó a la señorita Campo qué le había ocurrido?
– Sí, lo hice.
– ¿Qué fue exactamente lo que le preguntó?
– Le pregunté qué le había ocurrido y quién le había hecho eso. O sea, quién le había herido.
– ¿Qué le dijo ella?
– Dijo que un hombre había llamado a la puerta de su apartamento y que, cuando ella le abrió, la golpeó. Declaró que la golpeó varias veces y después sacó una navaja.
– ¿Dijo que sacó un navaja después de golpearla?
– Eso es lo que dijo. Estaba nerviosa y herida en ese momento.
– Entiendo. ¿Le dijo quién era el hombre?
– No, dijo que no lo conocía.
– ¿Le preguntó específicamente si conocía al hombre?
– Sí. Ella dijo que no.
– O sea que simplemente abrió la puerta a un extraño a las diez de la noche.