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La sesión de tarde fue perdiendo interés. Minton todavía tenía mucho que aprender acerca del ritmo y el control del jurado, un conocimiento que sólo procede de la experiencia en la sala. Mantuve la mirada en la tribuna del jurado -donde se sentaban los verdaderos jueces- y vi que los doce se estaban aburriendo a medida que testigo tras testigo ofrecían declaraciones que llenaban pequeños detalles en la presentación lineal de los sucesos del 6 de marzo. Formulé pocas preguntas en mi turno y traté de mantener una expresión en el rostro que hacía espejo de las que vi en la tribuna del jurado.

Minton obviamente quería guardarse su material más valioso para el segundo día. Tendría al investigador jefe, el detective Martin Booker, para que aportara los detalles y luego a la víctima, Regina Campo, para que recapitulara el caso para el jurado. Terminar con fuerza y emoción era una fórmula ensayada y que funcionaba en el noventa por ciento de las veces, pero hacía que el primer día avanzara con la lentitud de un glaciar.

Las cosas finalmente empezaron a animarse con el último testigo que Minton trajo a la sala: Charles Talbot, el hombre que Regina Campo había elegido en Morgan's y que la había acompañado a su apartamento la noche del día seis. Lo que Talbot tenía para ofrecer a la tesis de la acusación era insignificante. Básicamente fue convocado para testificar que Campo estaba en estado de buena salud y sin heridas cuando él se fue de la casa de la víctima. Eso era todo. Pero lo que causó que su llegada rescatara el juicio del aburrimiento era que Talbot era un hombre firmemente convencido de su particular estilo de vida, y a los miembros del jurado siempre les gusta visitar el otro lado de las vías.

Talbot tenía cincuenta y cinco años, pelo rubio teñido que no engañaba a nadie. Lucía tatuajes de la Armada desdibujados en ambos antebrazos. Llevaba veinte años divorciado y poseía una tienda abierta las veinticuatro horas llamada Kwik Kwik. El negocio le permitía disfrutar de un estilo de vida acomodado, con un apartamento en Warner Center, un Corvette último modelo y una vida nocturna en la que tenía cabida un amplio muestrario de las proveedoras de sexo de la ciudad.

Minton estableció todo ello en las primeras fases de su interrogatorio. Casi podía sentirse que el aire se detenía en la sala cuando los miembros del jurado conectaban con Talbot. El fiscal lo llevó entonces con rapidez a la noche del 6 de marzo, y el testigo describió que había contactado con Reggie Campo en Morgan's, en Ventura Boulevard.

– ¿Conocía a la señorita Campo antes de encontrarse con ella en el bar esa noche?

– No, no la conocía.

– ¿Cómo fue que se encontraron allí?

– La llamé y dije que quería estar con ella, y ella propuso que nos encontrásemos en Morgan's. Yo conocía el sitio, así que me pareció bien.

– ¿Y cómo la llamó?

– Con el teléfono.

Muchos miembros del jurado rieron.

– Disculpe. Ya entiendo que utilizó un teléfono para llamarla. Quería decir que cómo sabía la forma de contactar con ella.

– Vi su anuncio en su sitio web y me gustó lo que vi, así que seguí adelante y la llamé y establecimos una cita. Es tan sencillo como eso. Su número está en su anuncio de Internet.

– Y se encontraron en Morgan's.

– Sí, me dijo que es allí donde se encuentra con sus citas. Así que fui al bar, tomamos un par de copas y hablamos, y como nos gustamos, eso fue todo. La seguí a su apartamento.

– ¿Cuando llegaron a su apartamento mantuvieron relaciones sexuales?

– Por supuesto. Para eso estaba allí.

– ¿Y le pagó?

– Cuatrocientos pavos. Valió la pena.

Vi que un miembro del jurado se ponía colorado y supe que lo había calado a la perfección en la selección de la semana anterior. Me había gustado porque llevaba consigo una Biblia para leer mientras cuestionaban a los otros candidatos al jurado. Minton, que estaba concentrado en los candidatos a los que interrogaba, lo había pasado por alto, pero yo había visto la Biblia e hice pocas preguntas al hombre cuando llegó su turno. Minton lo aceptó en el jurado y yo también. Supuse que sería fácil que se volviera contra la víctima por su ocupación. Su cara ruborizada me lo confirmó.

– ¿A qué hora se fue del apartamento? -preguntó Minton.

– A eso de las diez menos cinco -respondió Talbot.

– ¿Dijo que estaba esperando otra cita en su apartamento?

– No, no me dijo nada de eso. De hecho, ella actuaba como si hubiera terminado por esa noche.

Me levanté y protesté.

– No creo que el señor Talbot esté cualificado para interpretar lo que la señorita Campo estaba pensando o planeando a partir de sus acciones.

– Aceptada -dijo la jueza antes de que Minton pudiera argumentar nada.

El fiscal siguió adelante.

– Señor Talbot, ¿podría describir el estado físico de la señorita Campo cuando la dejó poco antes de las diez en punto de la noche del seis de marzo?

– Completamente satisfecha.

Hubo un estallido de carcajadas en la sala y Talbot sonrió con orgullo. Me fijé en el hombre de la Biblia y vi que tenía la mandíbula fuertemente apretada.

– Señor Talbot -dijo Minton-, me refiero a su estado físico. ¿Estaba herida o sangrando cuando usted se fue?

– No, estaba bien. Estaba perfectamente. Cuando me fui estaba fina como un violín y lo sé porque lo había tocado.

Sonrió, orgulloso de su uso del lenguaje. Esta vez no hubo más risas y la jueza finalmente se cansó de los dobles sentidos del testigo. Le ordenó que se abstuviera de hacer comentarios subidos de tono.

– Disculpe, jueza-dijo.

– Señor Talbot -dijo Minton-, ¿la señorita Campo no estaba herida en ninguna medida cuando usted se fue?

– No. En ninguna medida.

– ¿Estaba sangrando?

– No.

– ¿Y usted no la golpeó ni abusó físicamente de ella en modo alguno?

– Otra vez no. Lo que hicimos fue consensuado y placentero. Sin dolor.

– Gracias, señor Talbot.

Consulté mis notas unos segundos antes de levantarme. Quería un receso para marcar con claridad la frontera entre el interrogatorio directo y el contrainterrogatorio.

– ¿Señor Haller? -me instó la jueza-. ¿Quiere ejercer su turno con el testigo?

Me levanté y me acerqué al estrado.

– Sí, señoría, sí quiero.

Dejé mi bloc y miré directamente a Talbot. Estaba sonriendo complacido, pero sabía que no le caería bien durante mucho tiempo más.

– Señor Talbot, ¿es usted diestro o zurdo?

– Soy zurdo.

– Zurdo -repetí pensativamente-. ¿Y no es cierto que la noche del seis de marzo antes de irse del apartamento de Regina Campo ella le pidió que la golpeara repetidamente en el rostro?

Minton se levantó.

– Señoría, no hay base para esta clase de interrogatorio. El señor Haller simplemente está tratando de enturbiar el agua haciendo declaraciones indignantes y convirtiéndolas en preguntas.

La jueza me miró y esperó una respuesta.

– Señoría, forma parte de la teoría de la defensa, como describí en mi exposición inicial.

– Voy a permitirlo. Vaya al grano, señor Haller.

Le leyeron la pregunta a Talbot y éste hizo una mueca y negó con la cabeza.

– No, no es verdad. Nunca he hecho daño a una mujer en mi vida.

– ¿La golpeó con el puño tres veces, no es cierto, señor Talbot?

– No, no lo hice. Eso es mentira.

– Ha dicho que nunca ha hecho daño a una mujer en su vida.

– Eso es. Nunca.

– ¿Conoce a una prostituta llamada Shaquilla Barton? Talbot tuvo que pensar antes de responder.

– No me suena.

– En la web en la que anuncia sus servicios utiliza el nombre de Shaquilla Shackles. ¿Le suena ahora, señor Talbot?

– Ah, sí, creo que sí.

– ¿Ha participado en actos de prostitución con ella?