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– Una vez, sí.

– ¿Cuándo fue eso?

– Debió de ser hace al menos un año. Quizá más.

– ¿Y le hizo daño en esa ocasión?

– No.

– Y si ella viniera a esta sala y declarara que usted le hizo daño al golpearla con su mano izquierda, ¿estaría mintiendo?

– Y tanto que sí. Probé con ella y no me gustó ese estilo duro. Soy estrictamente un misionero. No la toqué.

– ¿No la tocó?

– Quiero decir que no la golpeé ni la herí en modo alguno.

– Gracias, señor Talbot.

Me senté. Minton no se molestó con una contrarréplica. Se despidió a Talbot y Minton le dijo a la jueza que sólo tenía dos testigos más en el caso, pero que su testimonio sería largo. La jueza Fullbright miró el reloj y levantó la sesión hasta el día siguiente.

Quedaban dos testigos. Sabía que tenían que ser el detective Booker y Reggie Campo. Parecía que Minton iba a arriesgarse sin el testimonio del soplón carcelario al que había metido en el programa de desintoxicación en County-USC. El nombre de Dwayne Corliss nunca había aparecido en ninguna lista de testigos ni en ningún otro documento de hallazgos relacionado con la tesis de la acusación. Pensé que tal vez Minton había descubierto lo mismo que Raúl Levin había descubierto de Corliss antes de morir. En cualquier caso, parecía evidente que la fiscalía había renunciado a Corliss. Y eso era lo que necesitaba cambiar.

Mientras guardaba mis papeles y documentos en mi maletín, también me armé de valor para hablar con Roulet. Lo miré. Continuaba sentado, esperando a que me despidiera de él.

– ¿Qué opina? -pregunté.

– Creo que lo ha hecho muy bien. Ha habido más que unos pocos momentos de duda razonable. Cerré las hebillas de mi maletín.

– Hoy sólo he plantado las semillas. Mañana brotarán y el miércoles florecerán. Todavía no ha visto nada.

Me levanté y cogí el maletín de la mesa. Estaba pesado con los documentos del caso y mi ordenador.

– Hasta mañana.

Abrí la portezuela y salí. Cecil Dobbs y Mary Windsor estaban esperando a Roulet en el pasillo junto a la puerta de la sala del tribunal. Al salir se volvieron para hablar conmigo, pero yo seguí caminando.

– Hasta mañana -dije.

– Espere un momento, espere un momento -me llamó Dobbs a mi espalda. Me volví.

– Estamos atascados aquí -dijo al tiempo que él y Windsor se me acercaban-. ¿Cómo está yendo ahí dentro?

Me encogí de hombros.

– Ahora mismo es el turno de la acusación -respondí-. Lo único que estoy haciendo es amagar y agacharme, tratar de protegerme. Creo que mañana será nuestro asalto. Y el miércoles iremos a por el K.O. He de ir a prepararme.

Al dirigirme al ascensor vi que varios miembros del jurado del caso se me habían adelantado y estaban esperando para bajar. La encargada del marcador estaba entre ellos. Fui al lavabo que había junto a los ascensores para no tener que bajar con el jurado. Puse el maletín entre los lavabos y me lavé la cara y las manos. Al mirarme en el espejo busqué señales de tensión del caso y de todo lo relacionado con éste. Tenía un aspecto razonablemente sano y calmado para ser un abogado defensor que estaba jugando al mismo tiempo contra su cliente y contra el fiscal.

El agua fría me sentó bien y me sentí refrescado cuando salí del lavabo con la esperanza de que los miembros del jurado ya se hubieran marchado.

Los miembros del jurado se habían ido, pero Lankford y Sobel estaban junto al ascensor. Lankford llevaba un fajo de documentos doblados en una mano.

– Aquí está -dijo-. Hemos estado buscándole.

30

El documento que me entregó Lankford era una orden que autorizaba a la policía a registrar mi casa, oficina y coche en busca de una pistola Colt Woodsman Sport del calibre 22 y con el número de serie 656300081-52. La autorización especificaba que se creía que la pistola era el arma homicida del asesinato de Raúl A. Levin, cometido el 12 de abril. Lankford me había entregado la orden con una sonrisita petulante. Yo hice lo posible por actuar como si fuera un asunto de negocios, algo con lo que trataba un día sí y otro no y dos veces los viernes. Pero lo cierto es que casi me fallaron las rodillas.

– ¿Cómo ha conseguido esto? -pregunté.

Era una reacción sin sentido a un momento sin sentido.

– Está firmado, sellado y entregado -dijo Lankford-. Así que, ¿por dónde quiere empezar? Tiene aquí su coche, ¿verdad? Ese Lincoln en el que le pasea el chófer como si fuera una puta de lujo.

Verifiqué la firma del juez en la última página y vi que se trataba de un magistrado municipal de Glendale del que nunca había oído hablar. Habían acudido a un juez local, que probablemente sabía que necesitaría el apoyo de la policía cuando llegara el momento de las elecciones. Empecé a recuperarme del shock. Quizás el registro era un farol.

– Esto es una chorrada -dije-. No tienen causa probable para esto. Podría aplastar este asunto en diez minutos.

– A la jueza Fullbright le pareció bien -dijo Lankford.

– ¿Fullbright? ¿Qué tiene que ver ella con esto?

– Bueno, sabíamos que estaba usted en juicio, así que supusimos que debíamos preguntarle a ella si estaba bien entregarle la orden. No queremos que una mujer como ella se enfade. La jueza dijo que una vez que terminara la sesión no tenía problema, y no habló de causas probables ni nada por el estilo.

Debían de haber acudido a Fullbright en el receso del almuerzo, justo después de que los viera en la sala. Supuse que había sido idea de Sobel consultar con la jueza antes. A un tipo como Lankford le habría encantado sacarme de la sala e interrumpir el juicio.

Tenía que pensar con rapidez. Miré a Sobel, la más simpática de los dos.

– Estoy en medio de un juicio de tres días -dije-. ¿Hay alguna posibilidad de que demoremos esto hasta el jueves?

– Ni hablar -respondió Lankford antes de que pudiera hacerlo su compañera-. No vamos a perderle de vista hasta que ejecutemos la orden. No vamos a darle tiempo de deshacerse de la pistola. Y ahora, ¿dónde está su coche, abogado del Lincoln?

Comprobé la autorización de la orden. Tenía que ser muy específica, y estaba de suerte. Autorizaba el registro de un Lincoln con una matrícula de California INCNT. Me di cuenta de que alguien debía de haber anotado la matrícula el día que me llamaron a casa de Raúl Levin desde el estadio de los Dodgers. Porque ése era el Lincoln viejo, el que conducía aquel día.

– Está en casa. Como estoy en un juicio no uso al chófer. Me ha llevado mi cliente esta mañana y pensaba volver con él. Probablemente me está esperando.

Mentí. El Lincoln en el que me habían traído estaba en el aparcamiento del juzgado, pero no podía dejar que los polis lo registraran porque había una pistola en el compartimento del reposabrazos del asiento de atrás. No era la pistola que estaban buscando, pero era una de recambio. Después de que Raúl Levin fuera asesinado y encontrara el estuche de mi pistola vacío, le pedí a Earl Briggs que me consiguiera un arma para protección. Sabía que con Earl no habría un periodo de espera de diez días; sin embargo, no conocía la historia del arma ni su registro, y no quería averiguarlo a través del Departamento de Policía de Glendale.

Por fortuna la pistola no estaba en el Lincoln que describía la orden. Ése estaba en el garaje de mi casa, esperando a que el comprador del servicio de limusinas pasara a echarle un vistazo. Y ése sería el Lincoln que iban a registrar.

Lankford me quitó la orden de la mano y se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta.

– No se preocupe por su viaje -dijo Lankford-. Nosotros le llevaremos. Vamos.

En el camino de salida del tribunal no nos encontramos con Roulet ni con las personas de su entorno. Y enseguida estuve circulando en la parte de atrás de un Grand Marquis, pensando que había elegido bien al optar por el Lincoln. En el Town Car había más espacio y se circulaba con mayor suavidad.