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Lankford conducía y yo me senté tras él. Las ventanillas estaban subidas y podía oírle mascar chicle.

– Déjeme ver otra vez la orden -dije.

Lankford no hizo ningún movimiento.

– No voy a dejarle entrar en mi casa hasta que tenga ocasión de estudiar completamente la orden. Puedo hacerlo por el camino y ahorrarle tiempo. O…

Lankford metió la mano en su chaqueta y sacó la orden. Me la pasó por encima de su hombro. Sabía por qué estaba dudando. Normalmente los polis han de exponer la investigación completa en la solicitud de la orden para convencer al juez de la existencia de una causa probable. No les gusta que el objetivo la lea, porque delata su mano.

Miré por la ventanilla mientras estábamos pasando los aparcamientos de coches de Van Nuys Boulevard. Vi un nuevo modelo de Town Car encima de un pedestal enfrente del concesionario Lincoln. Volví a fijarme en la orden, la abrí por la sección de sumario y leí.

Lankford y Sobel habían empezado haciendo un buen trabajo. Debía concederles eso. Uno de ellos -supuse que era Sobel- había probado a poner mi nombre en el Sistema de Armas Automáticas y había tenido suerte. El ordenador reveló que yo era el propietario registrado de una pistola de la misma marca y modelo que el arma homicida.

Era una maniobra hábil, pero todavía no era bastante para conseguir causa probable. Colt fabricaba ese modelo desde hacía más de sesenta años. Eso significaba que probablemente había un millón de ellas y un millón de sospechosos que las poseían.

Tenían el humo. Después habían frotado otros palitos para provocar el fuego que se requería. En la solicitud se afirmaba que yo había ocultado a la investigación el hecho de que poseía la pistola en cuestión. Decía que también me había fabricado una coartada cuando me interrogaron inicialmente acerca de la muerte de Levin, y que luego había intentado confundir a los detectives al darles una pista falsa acerca del traficante de drogas Héctor Arrande Moya.

Aunque no se requería un móvil para obtener una orden de registro, la exposición de causa probable aludía a éste de todos modos, afirmando que la víctima -Raúl Levin- había estado obteniendo de mí encargos de investigación y que yo me había negado a pagar por completo esos trabajos.

Dejando aparte la indignación que me provocó semejante aserto, la fabricación de la coartada era el punto clave de la causa probable. Se aseguraba que les había dicho a los detectives que estaba en casa en el momento del crimen, pero un mensaje en el teléfono de mi domicilio dejado justo antes de la presunta hora de la muerte indicaba que no estaba allí derrumbando por consiguiente mi coartada y demostrando al mismo tiempo que era un mentiroso.

Leí lentamente la exposición de la causa probable dos veces más, pero mi rabia no remitió. Arrojé la orden al asiento contiguo.

– En cierto sentido es una pena que no sea el asesino -dije.

– Sí, ¿cómo es eso? -dijo Lankford.

– Porque esta orden es una chorrada y ambos lo saben. No se sostendría. Le dije que ese mensaje llegó cuando yo ya estaba al teléfono y eso puede ser comprobado y demostrado, sólo que ustedes dos fueron perezosos o no quisieron comprobarlo porque les habría dificultado conseguir la orden, incluso con su juez de bolsillo de Glendale. Mintieron por omisión y comisión. Es una orden de mala fe.

Como estaba sentado detrás de Lankford tenía un mejor ángulo de Sobel. La observé en busca de señales de duda mientras hablaba.

– Y la insinuación de que Raúl estaba obteniendo trabajo de mí y que yo no iba a pagarle es un chiste. ¿Me coaccionaba con qué? ¿Y qué es lo que no le pagué? Le pagué cada vez que recibí una factura. Miren, si es así como trabajan todos sus casos, voy a abrir una oficina en Glendale. Voy a meterle esta orden por el culo a su jefe de policía.

– Mintió acerca de la pistola -dijo Lankford-. Y le debía dinero a Levin. Está ahí en los libros de cuentas. Cuatro mil.

– No mentí en nada. Nunca me preguntaron si poseía una pistola.

– Mentira por omisión. Se la devuelvo.

– Chorradas.

– Cuatro mil.

– Ah, sí, los cuatro mil. Lo maté porque no quería pagarle cuatro mil dólares -dije con todo el sarcasmo que fui capaz de reunir-. En eso me ha pillado, detective. Móvil. Aunque supongo que ni siquiera se la ha ocurrido mirar si me había facturado esos cuatro mil, o comprobar si no acababa de pagarle una factura de seis mil dólares una semana antes de que lo asesinaran.

Lankford se quedó impertérrito. Pero vi que la duda empezaba a abrirse paso en el rostro de Sobel.

– No importa cuánto le pagara ni cuándo -dijo Lankford-. Un extorsionador nunca está satisfecho. Nunca dejas de pagar hasta que llegas a un punto de no retorno. De eso se trata. El punto de no retorno.

Negué con la cabeza.

– ¿Y qué es exactamente lo que tenía Raúl que me hacía darle trabajos y pagarle hasta que alcancé el punto de no retorno?

Lankford y Sobel cruzaron una mirada y Lankford asintió con la cabeza. Sobel se agachó y sacó una carpeta de un maletín que tenía en el suelo. Me lo pasó por encima del asiento.

– Eche un vistazo -dijo Lankford-. Se las dejó cuando estuvo registrando su casa. Las había escondido en un cajón del vestidor.

Abrí la carpeta y vi que contenía varias fotos en color de 20 x 25 cm. Estaban tomadas de lejos y yo aparecía en todas ellas. El fotógrafo había seguido mi Lincoln durante muchos días y muchos kilómetros. Cada imagen era un momento congelado en el tiempo. Las fotos me mostraban con diversos individuos que reconocí fácilmente como clientes. Eran prostitutas, camellos y Road Saints. Las imágenes podían interpretarse como sospechosas, porque mostraban una fracción de segundo. Una prostituta masculina con mini shorts apeándose desde el asiento trasero del Lincoln. Teddy Vogel entregándome un grueso rollo de billetes a través de la ventanilla trasera. Cerré la carpeta y la devolví arrojándola por encima del asiento.

– Están de broma, ¿no? ¿Me están diciendo que Raúl vino a mí con esto? ¿Que me extorsionó con esto? Son mis clientes. ¿Es una broma o me estoy perdiendo algo?

– La judicatura de California podría pensar que no es una broma -dijo Lankford-. Hemos oído que está en terreno quebradizo con la judicatura. Levin lo sabía. Y lo explotó.

Negué con la cabeza.

– Es increíble -dije.

Sabía que tenía que dejar de hablar. Estaba haciéndolo todo mal con esa gente. Sabía que debería callar y dejar que me llevaran. Pero sentía una necesidad abrumadora de convencerlos. Empecé a entender por qué se resolvían tantos casos en las salas de interrogatorios de las comisarías de policía. La gente no sabe callarse.

Traté de situar las fotografías que contenía la carpeta. Vogel dándome un rollo de billetes en el aparcamiento exterior del club de estriptis de los Saints en Sepúlveda. Eso ocurrió después del juicio de Harold Casey y Vogel estaba pagándome por presentar la apelación. El travestí se llamaba Terry Jones y yo me había ocupado de una acusación por prostitución contra él la primera semana de abril. Había tenido que ir a buscarlo a Santa Monica Boulevard el día anterior a la vista para asegurarme de que iba a presentarse.

Estaba claro que todas las fotos habían sido tomadas entre la mañana que había aceptado el caso de Roulet y el día en que Raúl Levin había sido asesinado. Después el asesino las había colocado en la escena del crimen: todo formaba parte del plan de Roulet de tenderme una trampa a fin de poder controlarme. La policía tendría todo lo que necesitaba para cargarme el asesinato de Levin, salvo el arma homicida. Mientras Roulet tuviera el arma, me tenía a mí.

No podía menos que admirar el ingenio del plan, al mismo tiempo que sentía el pánico de la desesperación. Traté de bajar la ventanilla, pero el botón no funcionaba. Le pedí a Sobel que bajará una ventanilla y lo hizo. Empezó a entrar aire fresco en el coche.