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Al cabo de un rato, Lankford me miró por el espejo retrovisor y trató de reiniciar la conversación.

– Investigamos la historia de esa Woodsman -dijo-. ¿Sabe quién la tuvo antes?

– Mickey Cohen -contesté como si tal cosa, mirando por la ventanilla las empinadas colinas de Laurel Canyon.

– ¿Cómo terminó con la pistola de Mickey Cohen?

Respondí sin apartar la mirada de la ventanilla.

– Mi padre era abogado. Mickey Cohen era su cliente.

Lankford silbó. Cohen fue uno de los gánsteres más famosos de Los Angeles. Era de la época en que los gánsteres competían con las estrellas de cine en los titulares de los periódicos sensacionalistas.

– ¿Y qué? ¿Simplemente le dio la pistola a su viejo?

– Cohen fue acusado de un tiroteo y mi padre lo defendió. Alegó defensa propia. Hubo un juicio y mi padre consiguió un veredicto de inocencia. Cuando le devolvieron la pistola, Mickey se la dio a mi padre. Se podría decir que es un recuerdo.

– ¿Su viejo se preguntó alguna vez a cuánta gente mató Mick con el arma?

– No lo sé. En realidad no conocí a mi padre.

– ¿Y a Cohen? ¿Lo vio alguna vez?

– Mi padre lo representó antes de que yo naciera. La pistola la recibí en su testamento. No sé por qué me eligió para que la tuviera. Yo sólo tenía cinco años cuando él murió.

– Y cuando creció se hizo abogado como su querido papá, y siendo un buen abogado registró el arma.

– Pensaba que me gustaría recuperarla si alguna vez la robaban. Gire aquí, en Fareholm.

Lankford siguió mis instrucciones y empezamos a subir por la colina que conducía a mi casa. Entonces les di la mala noticia.

– Gracias por el viaje -dije-. Pueden registrar mi casa, mi oficina y mi coche, pero están perdiendo el tiempo. No sólo no soy el asesino, sino que no van a encontrar la pistola.

Vi que Lankford levantaba la cabeza y me miraba por el retrovisor.

– Y ¿cómo es eso, abogado? ¿Ya se ha deshecho de ella?

– Me la robaron y no sé dónde está.

Lankford se echó a reír. Vi la alegría en sus ojos.

– Aja. Robada. Qué adecuado. ¿Cuándo ocurrió eso?

– Es difícil de decir. No me había fijado en la pistola durante años.

– ¿Hizo una denuncia ante la policía o para el seguro?

– No.

– Así que alguien entra y roba su pistola de Mickey Cohen y no lo denuncia. Ni siquiera después de que nos haya dicho que la registró precisamente por si ocurría esto. Siendo abogado y tal, ¿no le suena un poco disparatado?

– Sí, salvo que sé quién la robó. Es un cliente. Me dijo que la robó y si lo denunciara estaría violando la confidencialidad entre abogado y cliente porque conduciría a su detención. Es una especie de pez que se muerde la cola, detective.

Sobel se volvió y me miró. Creo que quizá pensó que me lo estaba inventando en ese momento, lo cual era cierto.

– Suena a jerga legal y chorradas -dijo Lankford.

– Pero es la verdad. Es aquí. Aparque en la puerta del garaje.

Lankford aparcó delante de la puerta del garaje y detuvo el motor. Se volvió para mirarme otra vez antes de salir.

– ¿Qué cliente le robó la pistola?

– Ya le he dicho que no puedo decírselo.

– Bueno, Roulet es actualmente su único cliente, ¿no?

– Tengo un montón de clientes, pero ya le he dicho que no puedo decírselo.

– ¿Cree que quizá deberíamos comprobar los informes de su brazalete de tobillo y ver si ha estado en su casa últimamente?

– Haga lo que quiera. De hecho, ha estado aquí. Tuvimos una reunión aquí. En mi despacho.

– Quizá fue entonces cuando se la llevó.

– No voy a decirle que se la llevó él, detective.

– Sí, bueno, en cualquier caso el brazalete exime a Roulet del caso Levin. Comprobamos el GPS. Así que supongo que queda usted, abogado.

– Y queda usted perdiendo el tiempo.

De repente caí en la cuenta de algo referente al brazalete de Roulet, pero traté de no revelarlo. Quizás era una pista sobre la trampilla que había usado en su actuación de Houdini. Era algo que tendría que comprobar después.

– ¿Vamos a quedarnos aquí sentados?

Lankford se volvió y salió. Abrió la puerta de mi lado, porque la cerradura interior estaba inhabilitada para transportar detenidos y sospechosos. Miré a los dos detectives.

– ¿Quieren que les muestre la caja de la pistola? Quizá cuando vean que está vacía puedan irse y ahorraremos tiempo todos.

– No creo, abogado -dijo Lankford-. Vamos a registrar toda la casa. Yo me ocuparé del coche y la detective Sobel empezará con la casa.

Negué con la cabeza.

– No creo, detective. No funciona así. No me fío de ustedes. Su orden es corrupta, y por lo que a mí respecta ustedes son corruptos. Permanecen juntos para que pueda vigilarlos a los dos o esperamos hasta que pueda traer aquí a un segundo observador. Mi directora de casos estaría aquí en diez minutos. Puedo pedirle que venga a vigilar y de paso pueden preguntarle si me llamó la mañana que mataron a Raúl Levin.

El rostro de Lankford se oscureció por el insulto y una rabia que parecía tener dificultades en controlar. Decidí apretar. Saqué mi móvil y lo abrí.

– Voy a llamar a su juez ahora mismo para ver si él…

– Bien -dijo Lankford-. Empezaremos por el coche. Juntos. Después entraremos en la casa.

Cerré el teléfono y me lo guardé en el bolsillo.

– Bien.

Me acerqué a un teclado que había en la pared exterior del garaje. Marqué la combinación y la puerta del garaje empezó a levantarse, revelando el Lincoln azul marino que esperaba la inspección. Su matrícula decía INCNT. Lankford la miró y negó con la cabeza.

– Sí, claro.

Entró en el garaje con el rostro todavía tenso por la ira. Decidí calmar un poco la situación.

– Eh, detective -dije-. ¿Qué diferencia hay entre un bagre y un abogado defensor?

No respondió, se quedó mirando cabreado la matrícula de mi Lincoln.

– Uno se alimenta de la mierda que hay en el fondo -dije-. Y el otro es un pez.

Por un momento se quedó petrificado, pero enseguida esbozó una sonrisa y prorrumpió en una carcajada larga y estridente. Sobel entró en el garaje sin haber oído el chiste.

– ¿Qué? -preguntó.

– Te lo contaré luego -dijo Lankford.

31

Tardaron media hora en registrar el Lincoln y a continuación pasaron a la casa, donde empezaron por mi oficina. Observé en todo momento y sólo hablé para ofrecer explicación cuando algo los detenía en su registro. No hablaron demasiado entre ellos y cada vez me iba quedando más claro que había una diferencia entre ambos compañeros acerca del rumbo que Lankford había impuesto en la investigación.

En un momento dado, Lankford recibió una llamada en el móvil y fue al porche para hablar con intimidad. Tenía las cortinas subidas y si me quedaba en el pasillo podía mirar a un lado y verlo a él, y mirar al otro y ver a Sobel en mi oficina.

– No está muy contenta con esto, ¿verdad? -le dije a Sobel cuando estaba seguro de que su compañero no podía oírlo.

– No importa cómo esté. Estamos investigando el caso y punto.

– ¿Su compañero es siempre así, o sólo con los abogados?

– El año pasado se gastó cincuenta mil dólares en un abogado tratando de conseguir la custodia de sus hijos. Y no la consiguió. Antes perdimos un caso importante (un asesinato) por un tecnicismo legal.

Asentí con la cabeza.

– Y culpó al abogado. Pero ¿quién quebró las reglas?

Ella no respondió, lo cual confirmó mis sospechas de que había sido Lankford quien cometió el desliz técnico.

– Entiendo -dije.

Comprobé que Lankford seguía en el porche. Estaba gesticulando con impaciencia como si estuviera tratando de explicar algo a un imbécil. Debía de ser el abogado de la custodia. Decidí cambiar de tema con Sobel.