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– ¿Creen que están siendo manipulados en este caso?

– ¿De qué está hablando?

– Las fotos escondidas en la cómoda, el casquillo de bala en el respiradero de la ventilación del suelo. Muy adecuado, ¿no le parece?

– ¿Qué está diciendo?

– No estoy diciendo nada. Estoy formulando preguntas en las que su compañero no parece interesado.

Miré a Lankford. Estaba marcando números en su móvil y haciendo una nueva llamada. Me volví y entré en la oficina. Sobel estaba mirando detrás de las carpetas de un cajón. Al no encontrar ninguna pistola, cerró el cajón y se acercó al escritorio. Hablé en voz baja.

– ¿Y el mensaje que me dejó Raúl? -dije-. Acerca de que había encontrado la receta para sacar a Menéndez, ¿a qué cree que se refería?

– Aún no lo hemos averiguado.

– Lástima. Creo que es importante.

– Todo es importante hasta que deja de serlo.

Asentí con la cabeza, aunque no estaba seguro de qué había querido decir Sobel.

– ¿Sabe?, el caso que estoy defendiendo en el juicio es muy interesante. Debería volver y observar. Podría aprender algo.

Me miró desde el escritorio. Nos sostuvimos mutuamente la mirada un momento. Ella entrecerró los ojos con sospecha, como si estuviera tratando de juzgar si un supuesto sospechoso de asesinato se le estaba insinuando.

– ¿Habla en serio?

– Sí, ¿por qué no?

– Bueno, para empezar, usted podría tener problemas en ir al tribunal si está en el calabozo.

– Eh, no hay pistola, no hay caso. Por eso están aquí, ¿no?

Ella no respondió.

– Además es asunto de su compañero. Ya veo que no va en el mismo barco en esto.

– Típico de abogado. Cree que conoce todos los ángulos.

– No, yo no. Estoy descubriendo que no los conozco todos.

Ella cambió de tema.

– ¿Es su hija?

Señaló la fotografía enmarcada del escritorio.

– Sí, Hayley.

– Bonita aliteración. Hayley Haller. ¿La llamó así por el cometa?

– Más o menos. Se escribe distinto. Se le ocurrió a mi ex mujer.

Lankford entró en ese momento y le habló a Sobel en voz alta acerca de la llamada que habían recibido. Era de un supervisor que les decía que volvían a estar en la rueda y que se ocuparían del siguiente homicidio de Glendale, tanto si el caso Levin estaba activo como si no. No dijo nada acerca de la llamada que había hecho él.

Sobel le dijo que había terminado de registrar la oficina. No había pistola.

– Les estoy diciendo que no está aquí -insistí-. Están perdiendo su tiempo. Y el mío. Tengo un juicio mañana y he de prepararme para los testigos.

– Sigamos por el dormitorio -dijo Lankford, sin hacer caso de mi protesta.

Yo retrocedí en el pasillo para dejarles sitio para salir de una habitación y meterse en la siguiente. Caminaron por sendos lados de la cama hasta las mesillas de noche idénticas. Lankford abrió el cajón superior de la mesilla que había elegido y levantó un cede.

– Wreckrium for Lil’ Demon -leyó-. Tiene que estar de broma.

No respondí. Sobel abrió rápidamente los dos cajones de su mesilla y los encontró vacíos, salvo por una tira de preservativos. Aparté la mirada.

– Me ocuparé del armario -dijo Lankford, después de que terminara con su mesilla de noche, dejando los cajones abiertos al estilo habitual de un registro policial.

Entró en el vestidor y enseguida habló desde dentro.

– Vaya, vaya.

Salió del vestidor con la caja de madera de la pistola en la mano.

– ¡Premio! -dije-. Ha encontrado un estuche de pistola vacío. Debería ser detective.

Lankford sacudió la caja en sus manos antes de dejarla encima de la cama. O bien estaba tratando de jugar conmigo o la caja tenía un peso sólido. Sentí un escalofrío en la columna al darme cuenta de que Roulet podía haberse colado otra vez en mi casa con la misma facilidad para devolver la pistola. Habría sido el escondite perfecto para ella. El último lugar en el que habría pensado en mirar una vez determiné que el arma había desaparecido.

Recordé la extraña sonrisa en el rostro de Roulet cuando le dije que quería que me devolviera la pistola. ¿Estaba sonriendo porque ya me la había devuelto?

Lankford levantó el cierre de la caja y la tapa. Retiró el trapo aceitado con el que se cubría el arma. El troquelado que había contenido la pistola de Mickey Cohen continuaba vacío. Exhalé de un modo tan pesado que casi pareció un suspiro.

– ¿Qué le había dicho? -dije rápidamente, tratando de camuflarme.

– Sí, ¿qué nos había dicho? -dijo Lankford-. Heidi, ¿tienes una bolsa? Vamos a llevarnos la caja.

Miré a Sobel. No me parecía ninguna Heidi. Me pregunté si sería algún apodo de la brigada. O quizás era el motivo por el cual no ponía su nombre en las tarjetas de visita. No sonaba a policía dura.

– En el coche -dijo ella.

– Ve a buscarlas -dijo Lankford.

– ¿Va a llevarse una caja vacía? -pregunté-. ¿Para qué la quiere?

– Es parte de la cadena de pruebas, abogado. Debería saberlo. Además, nos vendrá bien, porque tengo la impresión de que nunca encontraremos la pistola.

Negué con la cabeza.

– Quizá le vendrá bien en sueños. La caja no es prueba de nada.

– Es prueba de que poseía la pistola de Mickey Cohen. Lo pone ahí en esa plaquita de latón que encargó su padre o alguien.

– ¿Y qué coño importa?

– Bueno, acabo de hacer una llamada mientras estaba en el porche, Haller. Verá, tenemos a alguien verificando el caso de defensa propia de Mickey Cohen. Resulta que en el archivo de pruebas del Departamento de Policía de Los Ángeles todavía conservan las pruebas balísticas de ese caso. Es un golpe de suerte, teniendo en cuenta que el caso tiene, ¿cuánto, cincuenta años?

Lo entendí deprisa. Cogerían las balas y los casquillos del caso Cohen y los compararían con las mismas pruebas del caso Levin. Relacionarían el asesinato de Levin con el arma de Mickey Cohen, que a su vez relacionarían conmigo gracias a la caja de la pistola y al ordenador que registraba las armas de fuego del Estado. No creí que Roulet pudiera haberse dado cuenta de cómo la policía podría acusarme sin necesidad de tener la pistola cuando elaboró su plan para controlarme.

Me quedé allí de pie en silencio. Sobel salió de la habitación sin echarme una sola mirada y Lankford levantó la vista de la caja de la pistola y me fulminó con una sonrisa asesina.

– ¿Qué pasa, abogado? -preguntó-. Las pruebas se le han comido la lengua.

Finalmente logré hablar.

– ¿Cuánto tardarán las pruebas de balística? -conseguí preguntar.

– Eh, por usted vamos a darnos prisa. Así que váyase y disfrute mientras pueda. Pero no salga de la ciudad. -Se rió, casi atolondrado consigo mismo-. Tiene gracia, creía que sólo lo decían en las películas. Pero acabo de decirlo. Ojalá hubiera estado aquí mi compañera.

Sobel volvió con una gran bolsa marrón y un rollo de cinta roja para pruebas. Observé que ponía la caja de la pistola en la bolsa y a continuación la precintaba con la cinta. Me pregunté de cuánto tiempo disponía y si habían saltado las ruedas del tren que yo había puesto en movimiento. Empecé a sentirme tan vacío como la caja de madera que Sobel acababa de precintar en la bolsa de papel.

32

Fernando Valenzuela vivía en Valencia. Desde mi casa había fácilmente una hora de camino en dirección norte en los últimos coletazos de la hora punta. Valenzuela se había ido de Van Nuys unos años antes, porque sus tres hijas estaban a punto de entrar en el instituto y temía por su seguridad y su educación. Se mudó a un barrio lleno de gente que había huido de la ciudad y su trayecto al trabajo pasó de cinco a cuarenta y cinco minutos. Pero se sentía feliz. Su casa era más bonita y sus hijas estaban más seguras. Vivía en una casa de estilo colonial con un tejado de ladrillo rojo. Era más de lo que cualquier agente de fianzas podía soñar, pero iba acompañada de una implacable hipoteca mensual.