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– ¿Y Hayley?

Sabía lo que estaba diciendo. Me estaba advirtiendo que mantuviera a Hayley al margen. Que no permitiera que fuera a la escuela y oyera que los niños decían que su padre era sospechoso de homicidio y que su cara y su nombre salían en las noticias.

– A Hayley no le pasará nada. Nunca lo sabrá. Nadie lo sabrá nunca si actúo bien.

Maggie no dijo nada y no había nada más que yo pudiera decir para tranquilizarla. Cambié de asunto. Traté de sonar seguro, incluso alegre.

– ¿Qué pinta tenía vuestro chico Minton después de la sesión de hoy?

Ella al principio no contestó, probablemente porque era reacia a cambiar de tema.

– No lo sé. Parecía bien. Pero Smithson envió un observador porque era su primer vuelo en solitario.

Asentí. Estaba contando con que Smithson, que dirigía la rama de Van Nuys de la oficina del fiscal, hubiera enviado a alguien a vigilar a Minton.

– ¿Alguna noticia?

– No, todavía no. Nada que yo haya oído. Oye, Haller, estoy preocupada en serio por esto. El rumor es que te entregaron una orden de registro en el tribunal. ¿Es cierto?

– Sí, pero no te preocupes por eso. Te digo que tengo la situación controlada. Todo saldrá bien. Te lo prometo.

Sabía que no había disipado sus temores. Ella estaba pensando en nuestra hija y en un posible escándalo. Probablemente también estaba pensando en sí misma y en cómo podía afectar a sus posibilidades de ascenso el hecho de tener a un ex marido inhabilitado o acusado de homicidio.

– Además, si todo fracasa, todavía serás mi primera dienta, ¿no?

– ¿De qué estás hablando?

– Del servicio de limusinas El Abogado del Lincoln. Estás conmigo, ¿verdad?

– Haller, me parece que no es momento de hacer bromas.

– No es ninguna broma, Maggie. He estado pensando en dejarlo. Incluso desde mucho antes de que surgiera toda esta basura. Es como te dije aquella noche. No puedo seguir haciendo esto.

Hubo un largo silencio antes de que ella respondiera.

– Lo que tú quieras hacer nos parecerá bien a Hayley y a mí.

– No sabes cuánto lo valoro.

Ella suspiró al teléfono.

– No sé cómo lo haces, Haller.

– ¿El qué?

– Eres un sórdido abogado defensor con dos ex mujeres y una hija de ocho años. Y todas te seguimos queriendo.

Esta vez fui yo el que se quedó en silencio. A pesar de todo, sonreí.

– Gracias, Maggie McFiera -dije por fin-. Buenas noches.

Y colgué el teléfono.

33

Martes, 24 de mayo

El segundo día del juicio empezó con una llamada al despacho del juez para Minton y para mí. La jueza Fullbright sólo quería hablar conmigo, pero las normas de un proceso impedían que ella se reuniera conmigo en relación con cualquier asunto y que excluyera al fiscal. Su despacho era espacioso, con un escritorio y una zona de asientos separada rodeada por tres muros de estanterías que contenían libros de leyes. Nos pidió que nos sentáramos delante de su escritorio.

– Señor Minton -empezó ella-, no puedo decirle que no escuche, pero voy a tener una conversación con el señor Haller a la que espero que no se una ni interrumpa. No le implica a usted y, por lo que yo sé, tampoco al caso Roulet.

Minton, pillado por sorpresa, no supo cómo reaccionar salvo abriendo la mandíbula cinco centímetros y dejando entrar luz en su boca. La jueza giró su silla de escritorio hacia mí y juntó las manos encima de la mesa.

– Señor Haller, ¿hay algo que necesite comentar conmigo? Teniendo en cuenta que está sentado junto a un fiscal.

– No, señoría, no pasa nada. Lamento si la molestaron ayer.

Hice lo posible para poner una sonrisa compungida, como para mostrar que la orden de registro no había sido sino un inconveniente menor.

– No es precisamente una molestia, señor Haller. Hemos invertido mucho tiempo en este caso. El jurado, la fiscalía, todos nosotros. Espero que no sea en balde. No quiero repetir esto. Mi agenda está más que repleta.

– Disculpe, jueza Fullbright -dijo Minton-. ¿Puedo preguntar qué…?

– No, no puede -le cortó la jueza-. El asunto del que estamos hablando no afecta al juicio, salvo a su calendario. Si el señor Haller me asegura que no va a haber problema, aceptaré su palabra. Usted no necesita ninguna otra explicación. -Fullbright me miró fijamente-. ¿Tengo su palabra en esto, señor Haller?

Dudé antes de asentir con la cabeza. Lo que me estaba diciendo era que lo pagaría muy caro si rompía mi palabra y la investigación de Glendale causaba una interrupción o un juicio nulo en el caso Roulet.

– Tiene mi palabra -dije.

La jueza inmediatamente se levantó y se volvió hacia el sombrerero de la esquina. Su toga negra estaba en uno de los colgadores.

– En ese caso, caballeros, vamos. Tenemos un jurado esperando.

Minton y yo salimos del despacho de la magistrada y entramos en la sala a través del puesto del alguacil. Roulet estaba sentado en la silla del acusado y esperando.

– ¿De qué iba todo eso? -me susurró Minton.

Estaba haciéndose el tonto. Por fuerza había tenido que oír los mismos rumores que mi ex mujer en la oficina del fiscal.

– Nada, Ted. Sólo una mentira relacionada con otro de mis casos. Va a terminar hoy, ¿verdad?

– Depende de usted. Cuanto más tiempo tarde, más tiempo tardaré yo en limpiar las mentiras que suelte.

– Mentiras, ¿eh? Se está desangrando y ni siquiera lo sabe.

Él me sonrió con seguridad.

– No lo creo.

– Llámelo muerte por un millar de cuchilladas, Ted. Con una no basta, pero la suma lo consigue. Bienvenido al derecho penal.

Me aparté de él y me dirigí a la mesa de la defensa. En cuanto me senté, Roulet me habló al oído.

– ¿Qué pasaba con la jueza? -susurró.

– Nada. Sólo me estaba advirtiendo respecto a cómo manejar a la víctima en el contrainterrogatorio.

– ¿A quién, a la mujer? ¿Ella la llamó víctima?

– Louis, para empezar, no levantes la voz. Y segundo, ella es la víctima. Puede que posea la rara capacidad de convencerse a usted mismo de prácticamente cualquier cosa, pero todavía necesitamos (digamos que yo necesito) convencer al jurado.

Él se tomó la réplica como si estuviera haciendo pompas de jabón en su cara y continuó.

– Bueno, ¿qué dijo?

– Dijo que no va a concederme mucha libertad en el contrainterrogatorio. Me recordó que Regina Campo es una víctima.

– Cuento con que la haga pedazos, por usar una cita suya del día que nos conocimos.

– Sí, bueno, las cosas son muy distintas que el día en que nos conocimos. Y su truquito con mi pistola está a punto de estallarme en la cara. Y le digo ahora mismo que no voy a pagar por eso. Si he de llevar gente al aeropuerto durante el resto de mi vida, lo haré y lo haré a gusto si es mi única forma de salir de esto. ¿Lo ha entendido, Louis?

– Entendido, Mick -dijo-. Estoy seguro de que se le ocurrirá algo. Es un tipo inteligente.

Me volví y lo miré. Por fortuna no tuve que decir nada más. El alguacil llamó al orden y la jueza Fullbright ocupó su lugar.

El primer testigo del día de Minton era el detective Martin Booker, del Departamento de Policía de Los Ángeles. Era un testimonio sólido para la acusación. Una roca. Sus respuestas eran claras y concisas y las ofrecía sin vacilar. Booker presentó la prueba clave, la navaja con las iniciales de mi cliente, y a preguntas de Minton explicó al jurado toda la investigación de la agresión a Regina Campo.

Testificó que en la noche del 6 de marzo había estado trabajando en turno de noche en la oficina del valle de Van Nuys. Fue llamado al apartamento de Regina Campo por el jefe de guardia de la División del West Valley, quien creía, después de haber sido informado por sus agentes de patrulla, que la agresión sufrida por Campo merecía la atención inmediata de un investigador. Booker explicó que las seis oficinas de detectives del valle de San Fernando sólo tenían personal en el horario diurno. Manifestó que el detective del turno de noche ocupaba una posición de respuesta rápida y que con frecuencia se le asignaban casos con mucha presión.