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– No, no fue él -respondió ella con rapidez.

– ¿Propuso al señor Talbot repartirse los beneficios que obtendría de una demanda contra el señor Roulet?

– No, no lo hice. ¡Eso es mentira!

Levanté la mirada a la jueza.

– Señoría, ¿puedo pedir a mi cliente que se ponga en pie?

– Adelante, señor Haller.

Pedí a Roulet que se pusiera de pie junto a la mesa de la defensa y él lo hizo. Volví a mirar a Regina Campo.

– Veamos, señorita Campo, ¿está segura de que éste es el hombre que la golpeó la noche del seis de marzo?

– Sí, es él.

– ¿Cuánto pesa usted, señorita Campo?

Se alejó del micrófono como si estuviera enojada por lo que consideraba una intrusión, pese a que la pregunta viniera después de tantas otras relacionadas con su vida sexual. Me fijé en que Roulet empezaba a sentarse y le hice un gesto para que permaneciera de pie.

– No estoy segura -dijo Campo.

– En su anuncio de Internet dice que pesa cuarenta y ocho kilos -dije-. ¿Es correcto?

– Creo que sí.

– Entonces, si el jurado ha de creer su historia del seis de marzo, deben creer que pudo desprenderse del señor Roulet.

Señalé a Roulet, que fácilmente medía uno ochenta y pesaba al menos treinta y cinco kilos más que ella.

– Bueno, eso fue lo que hice.

– Y eso fue cuando supuestamente él sostenía una navaja en su garganta.

– Quería vivir. Puedes hacer cosas increíbles cuando tu vida corre peligro.

Campo recurrió a su última defensa. Se echó a llorar, como si mi pregunta hubiera despertado el horror de verle las orejas a la muerte.

– Puede sentarse, señor Roulet. No tengo nada más para la señorita Campo en este momento, señoría.

Me senté junto a Roulet. Sentía que el contrainterrogatorio había ido bien. Mi cuchilla había abierto numerosas heridas. La tesis de la fiscalía estaba sangrando. Roulet se inclinó hacia mí y me susurró una única palabra: «¡Brillante!»

Minton volvió para la contrarréplica, pero sólo era un mosquito volando en torno a una herida abierta. No había retorno a algunas de las respuestas que su testigo estrella había dado y no había forma de cambiar algunas de las imágenes que yo había plantado en las mentes de los miembros del jurado.

En diez minutos había terminado y yo renuncié a intervenir de nuevo, porque sentía que Minton había conseguido poca cosa durante su segundo intento y que podía dejarlo así. La jueza preguntó al fiscal si tenía algún testigo más y Minton dijo que quería pensar en ello durante el almuerzo antes de decidir si concluir el turno de la acusación.

Normalmente habría protestado porque querría saber si tendría que poner a un testigo en el estrado justo después de comer. Pero no lo hice. Creía que Minton estaba sintiendo la presión y estaba tambaleándose. Quería empujarlo hacia una decisión y pensé que otorgarle la hora del almuerzo quizá podría ayudar.

La jueza dispensó al jurado para el almuerzo, concediéndoles una hora en lugar de los noventa minutos habituales. Iba a mantener el proceso en movimiento. Dijo que la sesión se reanudaría a las 13.30 y se levantó abruptamente de su asiento. Supuse que necesitaba un cigarrillo.

Le pregunté a Roulet si su madre podía unirse a nosotros para el almuerzo, de manera que pudiéramos hablar de su testimonio, el cual pensaba que sería por la tarde, si no justo después de comer. Dijo que lo arreglaría y propuso que nos encontráramos en un restaurante francés de Ventura Boulevard. Le expliqué que teníamos menos de una hora y que su madre debería reunirse con nosotros en Four Green Fields. No me gustaba la idea de llevarlos a mi santuario, pero sabía que allí podríamos comer temprano y regresar al tribunal a tiempo. La comida probablemente no estaba a la altura del bistró francés de Ventura, pero eso no me importaba.

Cuando me levanté y me alejé de la mesa de la defensa vi las filas de la galería vacías. Todo el mundo se había apresurado a irse a comer. Sólo Minton me esperaba junto a la barandilla.

– ¿Puedo hablar con usted un momento? -preguntó.

– Claro.

Esperamos hasta que Roulet pasó por la portezuela y abandonó la sala del tribunal antes de que ninguno de los dos hablara. Sabía lo que se avecinaba. Era habitual que el fiscal lanzara una oferta a la primera señal de problemas. Minton sabía que tenía dificultades. La testigo principal había sido a lo sumo un empate.

– ¿Qué pasa? -dije.

– He estado pensando en lo que dijo de las mil cuchillas.

– ¿Y?

– Y, bueno, quiero hacer una oferta.

– Es usted nuevo en esto, joven. ¿No necesita que alguien a cargo apruebe el acuerdo?

– Tengo cierta autoridad.

– Muy bien, dígame qué está autorizado a ofrecer.

– Lo dejaré todo en asalto con agravante y lesiones corporales graves.

– ¿Y?

– Y bajaré a cuatro.

La oferta era una reducción sustanciosa; aun así, Roulet, si la aceptaba, sería condenado a cuatro años de prisión. La principal concesión era que eliminaba del caso el estatuto de delito sexual. Roulet no tendría que registrarse con autoridades locales como delincuente sexual después de salir de prisión.

Lo miré como si acabara de insultar el recuerdo de mi madre.

– Creo que eso es un poco fuerte, Ted, teniendo en cuenta cómo acaba de sostenerse su as en el estrado. ¿Ha visto al miembro del jurado que siempre lleva una Biblia? Parecía que iba a estrujar el Libro Sagrado cuando ella estaba testificando.

Minton no respondió. Sabía que ni siquiera se había fijado en que un miembro del jurado llevaba una Biblia.

– No lo sé -dije-. Mi obligación es llevar su oferta a mi cliente y lo haré. Pero también voy a decirle que sería idiota si aceptara.

– Muy bien, entonces ¿qué quiere?

– En este caso sólo hay un veredicto, Ted. Voy a decirle que debería llegar al final. Creo que desde aquí el camino es fácil. Que tenga un buen almuerzo.

Lo dejé allí en la portezuela, medio esperando que gritara una nueva oferta a mi espalda mientras recorría el pasillo central de la galería. Pero Minton mantuvo su baza.

– La oferta sólo es válida hasta la una y media, Haller -gritó a mi espalda, con un extraño tono de voz.

Levanté la mano y saludé sin mirar atrás. Al franquear la puerta de la sala comprendí que lo que había oído era el sonido de la desesperación abriéndose paso en su voz.

35

Al volver al tribunal desde el Four Green Fields hice caso omiso de Minton. Quería mantenerlo en vilo lo más posible. Todo formaba parte del plan de empujarlo en la dirección que quería que tomaran él y el juicio. Cuando todos estuvimos sentados a las mesas y preparados para la jueza, finalmente lo miré, esperé a que estableciera contacto visual y simplemente negué con la cabeza. No había trato. Él asintió, esforzándose al máximo para mostrar confianza en sus posibilidades y perplejidad por la decisión de mi cliente. Al cabo de un minuto, la jueza ocupó su lugar, hizo entrar al jurado y Minton de inmediato plegó su tienda.

– Señor Minton, ¿tiene otro testigo? -le preguntó la jueza.

– Señoría, la fiscalía ha concluido.

Hubo una levísima vacilación en la respuesta de Fullbright. Miró a Minton sólo un segundo más de lo que debería haberlo hecho. Creo que eso mandó un mensaje de sorpresa al jurado. A continuación me miró a mí.

– Señor Haller, ¿está listo para empezar?

El procedimiento de rutina habría consistido en solicitar a la jueza un veredicto directo de absolución al final del turno de la fiscalía. Pero no lo hice, temiendo que ésa fuera la rara ocasión en que la petición era atendida. No podía dejar que el caso terminara todavía. Le dije a la jueza que estaba listo para proceder con la defensa.

Mi primera testigo era, por supuesto, Mary Alice Windsor. Cecil Dobbs la acompañó al interior de la sala y se sentó en la primera fila de la galería. Windsor llevaba un traje de color azul pastel con una blusa de chiffon. Tenía un porte majestuoso al pasar por delante del banco y tomar asiento en el estrado de los testigos. Nadie habría adivinado que había comido pastel de carne poco antes. Muy rápidamente llevé a cabo las identificaciones de rutina y establecí su relación tanto sanguínea como profesional con Louis Roulet. A continuación pedí a la jueza permiso para mostrar a la testigo la navaja que la fiscalía había presentado como prueba del caso.