– ¿Cómo fue a parar la sangre a su mano y a su chaqueta?
– Lo único que sé es que alguien la puso allí, porque yo no lo hice.
– ¿Es usted zurdo?
– No.
– ¿No golpeó a la señorita Campo con la mano izquierda?
– No.
– ¿Amenazó con violarla?
– No.
– ¿Le dijo que iba a matarla si no cooperaba con usted?
– No.
Esperaba algo de la rabia que había visto aquel primer día en el despacho de C. C. Dobbs, pero Roulet estaba calmado y controlado. Decidí que antes de terminar con él en el interrogatorio directo necesitaba forzar las cosas un poco para recuperar esa rabia.
Le había dicho en el almuerzo que quería verla y no estaba seguro de qué estaba haciendo Roulet o adonde había ido a parar esa rabia.
– ¿Está enfadado por ser acusado de atacar a la señorita Campo?
– Por supuesto que sí.
– ¿Por qué?
Abrió la boca, pero no habló. Parecía ofendido porque le planteara semejante pregunta. Finalmente, respondió:
– ¿Qué quiere decir por qué? ¿Alguna vez ha sido acusado de algo que no ha hecho y no hay nada que pueda hacer sino esperar? Sólo esperar semanas y meses hasta que finalmente tiene la oportunidad de ir a juicio y decir que le han tendido una trampa. Pero entonces ha de esperar todavía más mientras el fiscal trae a un puñado de mentirosos y ha de escuchar sus mentiras y sólo esperar su oportunidad. Por supuesto que enfada. ¡Soy inocente! ¡Yo no lo hice!
Era perfecto. Certero y apuntando a cualquiera que alguna vez hubiera sido falsamente acusado de algo. Podía preguntar más, pero me recordé a mí mismo la regla: entrar y salir. Menos siempre es más. Me senté. Si consideraba que había algo que se me hubiera pasado por alto, lo limpiaría en la contrarréplica.
Miré a la jueza.
– Nada más, señoría.
Minton se había levantado y estaba preparado antes de que yo hubiera regresado a mi asiento. Se colocó tras el atril sin apartar su mirada acerada de Roulet. Estaba mostrando al jurado lo que pensaba de ese hombre. Sus ojos eran como rayos láser a través de la sala. Se agarró a los laterales del atril con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos. Todo era una representación para el jurado.
– Niega haber tocado a la señorita Campo -dijo.
– Así es -replicó Roulet.
– Según usted, ella simplemente se golpeó a sí misma o un hombre al que nunca había visto antes de aquella noche le dio una paliza como parte de una trampa, ¿correcto?
– No sé quién lo hizo. Lo único que sé es que yo no lo hice.
– Pero lo que está diciendo es que esta mujer, Regina Campo, está mintiendo. Entró en esta sala hoy y mintió de plano a la jueza y al jurado y a todo el ancho mundo.
Minton puntuó su frase sacudiendo la cabeza con repugnancia.
– Lo único que sé es que yo no hice las cosas que ella dice que hice. La única explicación es que uno de los dos está mintiendo. Yo no soy.
– Será cuestión de que el jurado decida, ¿no?
– Sí.
– Y esa navaja que supuestamente llevaba como protección. ¿Está diciendo a este jurado que la víctima en este caso de algún modo sabía que usted poseía una navaja y la usó como parte de la trampa?
– No sé lo que ella sabía. Yo nunca le había mostrado la navaja ni la había sacado en un bar en el que ella hubiera estado. Así que no sé cómo podría haber sabido de ella. Creo que cuando metió la mano en mi bolsillo para coger el dinero, encontró la navaja. Siempre llevo el dinero y la navaja en el mismo bolsillo.
– Ah, así que ahora ella también le robó el dinero del bolsillo. ¿Cuándo va a terminar esto, señor Roulet?
– Yo llevaba cuatrocientos dólares. Cuando me detuvieron no estaban. Alguien los cogió.
En lugar de tratar de señalar a Roulet con el dinero, Minton era lo bastante listo para saber que no importaba cómo lo manejara, se estaría enfrentando a lo sumo a una proposición en el punto de equilibrio.
Si trataba de establecer que Roulet nunca había llevado el dinero y que su plan era agredir y violar a Campo en lugar de pagarle, sabía que yo podía salir con las declaraciones de renta de Roulet, que plantearían serias dudas sobre la idea de que no podía permitirse pagarse una prostituta. Era una vía de testimonios que no llevaba a ninguna parte, y se estaba apartando de ella. Pasó a la conclusión.
Haciendo gala de un estilo teatral, Minton sostuvo la foto del rostro de Regina Campo, golpeada y amoratada.
– Así que Regina Campo es una mentirosa -dijo.
– Sí.
– Pidió que le hicieran esto o incluso se lo hizo ella misma.
– No sé quien lo hizo.
– Pero usted no.
– No, no fui yo. No le haría eso a una mujer. No le haría daño a una mujer.
Roulet señaló la foto que Minton continuaba sosteniendo en alto.
– Ninguna mujer merece eso -dijo.
Me incliné hacia delante y esperé. Roulet acababa de decir la frase que le había dicho que de alguna manera buscara la forma de poner en sus respuestas durante su testimonio. «Ninguna mujer merece eso.» Ahora le correspondía a Minton morder el anzuelo. Era listo. Tenía que entender que Roulet acababa de abrir una puerta.
– ¿Qué quiere decir con «merece»? ¿Cree que los delitos de violencia se reducen a una cuestión de si una víctima obtiene lo que merece?
– No. No quería decir eso. Quiero decir que no importa cómo se gane la vida, no deberían haberla golpeado así. Nadie merece que le ocurra eso.
Minton bajó el brazo con el que sostenía la foto. La miró él mismo por un momento y luego volvió a mirar a Roulet.
– Señor Roulet, no tengo más preguntas.
37
Todavía sentía que estaba ganando la batalla de las cuchillas. Había hecho todo lo posible para conducir a Minton a una situación en la cual sólo dispusiera de una opción. Ahora era el momento de ver si bastaba con haber hecho todo lo posible. Después de que el joven fiscal se sentó, elegí no preguntar nada más a mi cliente. Había resistido bien al ataque de Minton y sentía que teníamos el viento a favor. Me levanté y miré el reloj situado en lo alto de la pared posterior del tribunal. Sólo eran las tres y media. Entonces volví a mirar a la jueza.
– Señoría, la defensa ha concluido.
Ella hizo un gesto de asentimiento y miró por encima de mi cabeza hacia el reloj. Anunció al jurado que se iniciaba el descanso de media tarde. Una vez que los componentes del jurado hubieron abandonado la sala, miró a la mesa de la acusación, donde Minton tenía la cabeza baja y estaba escribiendo.
– ¿Señor Minton?
El fiscal levantó la cabeza.
– Continuamos en sesión. Preste atención. ¿La fiscalía tiene refutaciones?
Minton se levantó.
– Señoría, pediría que suspendamos el juicio hasta mañana para que el Estado tenga tiempo de considerar testigos de refutación.
– Señor Minton, todavía disponemos de noventa minutos. Le he dicho que quería ser productiva hoy. ¿Dónde están sus testigos?
– Francamente, señoría, no esperaba que la defensa concluyera después de sólo tres testigos y…
– El abogado defensor le dio una justa advertencia de ello en la exposición inicial.
– Sí, pero aun así el caso ha avanzado con más rapidez de la que había previsto. Llevamos medio día de adelanto. Ruego indulgencia de esta sala. Tendría problemas sólo para que los testigos de refutación que estoy considerando llegaran al tribunal antes de las seis en punto.
Me volví y miré a Roulet, que había vuelto a sentarse en la silla contigua a la mía. Asentí con la cabeza y le guiñé el ojo izquierdo para que la jueza no viera el gesto.
Parecía que Minton había mordido el anzuelo. Ahora sólo tenía que asegurarme de que la jueza no le hacía escupirlo. Me levanté.
– Señoría, la defensa no tiene objeciones al retraso. Quizá podamos aprovechar ese tiempo para preparar los alegatos finales y las instrucciones al jurado.