La jueza primero me miró con un ceño de desconcierto, porque era una rareza que la defensa no protestara a una demora de la fiscalía. Sin embargo, la semilla que había plantado empezó a germinar.
– Puede ser una buena idea, señor Haller. Si suspendemos temprano hoy espero que lleguemos a los alegatos finales justo después de la refutación. No quiero más dilaciones salvo para considerar las instrucciones al jurado. ¿Está claro, señor Minton?
– Sí, señoría. Estaré preparado.
– ¿Señor Haller?
– Fue idea mía, señoría. Estaré preparado.
– Muy bien, pues. Tenemos un plan. En cuanto vuelvan los miembros del jurado les daré el resto del día libre. Saldrán antes de la hora punta y mañana las cosas irán tan deprisa y sobre ruedas que no tengo duda de que estarán deliberando en la sesión de tarde.
Miró a Minton y después a mí, como si nos retara a mostrarnos en desacuerdo con ella. Al no hacerlo, se levantó, probablemente en pos de un cigarrillo.
Veinte minutos más tarde el jurado se dirigía a casa y yo estaba recogiendo mis cosas en la mesa de la defensa. Minton se acercó y dijo:
– ¿Puedo hablar con usted?
Miré a Roulet y le dije que saliera de la sala con su madre y Dobbs, y que yo lo llamaría si lo necesitaba para algo.
– Pero quiero hablar con usted -dijo.
– ¿Sobre qué?
– Sobre todo. ¿Cómo cree que lo he hecho allí arriba?
– Lo ha hecho bien y todo va bien. Creo que estamos bien colocados.
Señalé con la cabeza a la mesa de la acusación a la que había regresado Minton y bajé mi voz hasta convertirla en un susurro.
– Él también lo sabe. Va a hacer otra oferta.
– ¿Puedo quedarme a oírla?
Negué con la cabeza.
– No, no importa cuál sea. Sólo hay un veredicto, ¿no?
– Sí.
Me dio un golpecito en el hombro cuando se levantó, y yo tuve que calmarme para no reaccionar al hecho de que me tocara.
– No me toque, Louis -dije-. Si quiere hacer algo por mí, devuélvame mi puta pistola.
No replicó. Se limitó a sonreír y avanzó hacia la portezuela. Después de que se hubo marchado, me volví a mirar a Minton. Ahora tenía el brillo de la desesperación en los ojos. Necesitaba una condena en el caso, cualquier condena.
– ¿Qué pasa?
– Tengo otra oferta.
– Estoy escuchando.
– Bajaré todavía más. Lo reduciré a simple agresión. Seis meses en el condado. Teniendo en cuenta la forma en que lo vacían cada final de mes, probablemente no cumplirá ni sesenta días.
Asentí. Estaba refiriéndose al mandato federal para reducir la superpoblación del sistema penitenciario del condado. No importaba lo que se dispusiera en un tribunal; obligados por la necesidad, con frecuencia las sentencias se reducían de manera drástica. Era una buena oferta, pero yo no mostré nada. Sabía que la oferta tenía que haber salido de la segunda planta. Minton no podía tener la autoridad necesaria para bajar tanto.
– Si acepta eso, ella le sacará los ojos en la demanda civil -dije-. Dudo que lo acepte.
– Es una oferta formidable -dijo Minton.
Había un atisbo de rabia en su voz. Suponía que el informe del observador sobre Minton no era bueno y que estaba acatando órdenes para cerrar el caso con un acuerdo de culpabilidad. Al cuerno con el juicio, la jueza y el tiempo del jurado, lo único importante era conseguir una declaración de culpabilidad. A la oficina de Van Nuys no le gustaba perder casos y estábamos a sólo dos meses del fiasco de Robert Blake. Buscaba acuerdos cuando las cosas se ponían mal. Minton podía bajar todo lo que necesitara, siempre y cuando consiguiera algo. Roulet tenía que ser condenado, aunque sólo pasara sesenta días entre rejas.
– Quizá desde su punto de vista es una oferta formidable. Pero todavía me supone convencer a un cliente de que se declare culpable de algo que asegura que no hizo. Además, la disposición abre la puerta a una responsabilidad civil. Así que mientras él esté en el condado tratando de protegerse el culo durante sesenta días, Reggie Campo y su abogado estarán aquí preparándose para desplumarlo. ¿Lo ve? No es tan bueno cuando se mira desde su ángulo. Si dependiera de mí, llegaría hasta el final. Creo que estamos ganando. Sabemos que tenemos al tipo de la Biblia, así que como mínimo tenemos un apoyo. Pero quién sabe, quizá tenemos a los doce.
Minton dio una palmada en la mesa.
– ¿De qué coño está hablando? Sabe que lo hizo, Haller. Y seis meses (por no hablar de sesenta días) por lo que le hizo a esa mujer es un chiste. Es una parodia que me hará perder el sueño, pero ellos han estado observando y creen que usted se ha ganado al jurado, así que he de hacerlo.
Cerré el maletín con un chasquido de autoridad y me levanté.
– Entonces espero que tenga algo bueno para la refutación, Ted. Porque va a tener que jugársela con el veredicto de un jurado. Y he de decirle, colega, que cada vez se parece más a un tipo que viene desnudo a una pelea de cuchillos. Será mejor que se quite las manos de los huevos y luche.
Me dirigí hacia la puerta. A medio camino de las puertas de la parte de atrás de la sala me detuve y me volví a mirarlo.
– Eh, ¿sabe una cosa? Si pierde el sueño por este caso o por cualquier otro, entonces deje el empleo y dedíquese a otra cosa, porque no va a resistirlo, Ted.
Minton se sentó a su mesa, mirando al frente, más allá del banco vacío del juez. No respondió a lo que le había dicho. Se quedó sentado, pensando en ello. Pensé que había jugado bien mis cartas. Lo descubriría por la mañana.
Volví al Four Green Fields para preparar mis conclusiones. No necesitaría las dos horas que la jueza nos concedió. Pedí una Guinness en la barra y me la llevé a una de las mesas para sentarme yo solo. El servicio de mesas no empezaba hasta las seis. Garabateé unas notas, aunque de manera instintiva sabía que lo que haría sería reaccionar a la presentación de la fiscalía. En las mociones previas al juicio, Minton ya había solicitado y obtenido permiso de la jueza Fullbright para usar una presentación de Power Point para ilustrar el caso al jurado. Se había convertido en una moda entre los jóvenes fiscales preparar la pantalla con gráficos de ordenador, como si no se pudiera confiar en la capacidad de los miembros del jurado para pensar y establecer conexiones por sí solos. Ahora había que darles de comer en la boca, como en la tele.
Mis clientes rara vez tienen dinero para pagar mis minutas, menos aún para presentaciones de Power Point. Roulet era una excepción. Por medio de su madre podía permitirme contratar a Francis Ford Coppola para que preparara una presentación de Power Point para él si quería. Pero ni siquiera saqué nunca el tema.
Yo era estrictamente de la vieja escuela. Me gustaba saltar al cuadrilátero solo. Minton podía presentar lo que quisiera en la gran pantalla azul. Cuando llegara mi turno, quería que el jurado me mirara sólo a mí. Si yo no podía convencerlos, tampoco podría hacerlo nada de un ordenador.
A las cinco y media llamé a Maggie McPherson a su oficina.
– Es hora de irse -dije.
– Puede que para los superprofesionales de la defensa. Nosotros los servidores públicos hemos de trabajar hasta después de que anochece.
– ¿Por qué no te tomas un descanso y vienes a reunirte conmigo a tomar una Guinness y un poco de pastel de carne? Luego puedes volver y terminar.
– No, Haller. No puedo hacer eso. Además, ya sé lo que quieres.
Me reí. No había ni un momento en que ella no creyera que sabía lo que yo quería. La mayor parte de las veces acertaba, pero en esta ocasión no.
– ¿Sí? ¿Qué quiero?
– Quieres corromperme otra vez y descubrir qué pretende Minton.
– No hace falta, Mags. Minton es un libro abierto. El observador de Smithson le está poniendo malas notas. Así que Smithson le ha dicho que recoja la tienda, que consiga algo y lo deje. Pero Minton está trabajando en ese cierre de Power Point y quiere jugar, llegar hasta el final. Además de eso, tiene auténtica rabia en la sangre, así que no le gusta la idea de retirarse.