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– Bueno, deberían. Pero…

– Pero ¿qué?, señor Corliss.

– Es sólo que probablemente no hablarán, nada más.

– ¿Y eso es porque a nadie le gustan los soplones, señor Corliss?

Corliss se encogió de hombros.

– Supongo.

– Muy bien, vamos a asegurarnos de que tenemos todo esto claro. Usted no habló con el señor Roulet en el autobús, pero habló con él cuando estuvieron juntos en el calabozo. ¿En algún sitio más?

– Sí, hablamos cuando nos metieron en la sala. Te tienen en esa área acristalada y esperas a que te llamen. Hablamos un poco allí, también, hasta que se inició la vista de su caso. A él le tocó primero.

– ¿Eso fue en la sala de lectura de cargos, donde tuvo su primera comparecencia ante el juez?

– Así es.

– O sea que estaba allí hablando en la sala y allí fue donde Roulet le reveló su participación en esos crímenes que ha descrito.

– Así es.

– ¿Recuerda específicamente qué le dijo cuando estuvieron en la sala?

– No, en realidad no. No específicamente. Creo que podría ser entonces cuando me habló de la chica que era una bailarina.

– Muy bien, señor Corliss.

Levanté la cinta de vídeo, expliqué que era de la primera comparecencia de Louis Roulet y solicité presentarla como prueba de la defensa. Minton trató de impedirlo como algo que no había presentado en los hallazgos, pero eso fue fácilmente rebatido por la jueza sin que yo tuviera que discutir ese punto. Acto seguido él protestó otra vez, argumentando que no se había verificado la autenticidad de la cinta.

– Sólo pretendo ahorrar tiempo a este tribunal -dije-. Si es preciso puedo hacer que el hombre que grabó la cinta venga aquí en más o menos una hora para autentificarla. Pero creo que su señoría será capaz de autentificarla por sí misma con un solo vistazo.

– Voy a aceptarla -dijo la jueza-. Después de que la veamos, la acusación podrá objetar otra vez si lo desea.

La televisión y la unidad de vídeo que ya había utilizado previamente fueron llevadas a la sala y situadas en un ángulo en que fueran visibles para Corliss, el jurado y la jueza. Minton tuvo que colocarse en una silla situada junto a la tribuna del jurado para verlo por completo.

La cinta se reprodujo. Duraba veinte minutos y mostraba a Roulet desde el momento en que entraba en el área de custodia del tribunal hasta que fue sacado después de la vista de la fianza. Roulet en ningún momento habló con nadie salvo conmigo.

Cuando la cinta finalizó, dejé la televisión en su sitio por si era necesaria de nuevo. Me dirigí a Corliss con un tinte de indignación en la voz.

– Señor Corliss, ¿ha visto algún momento en esa cinta en que usted y el señor Roulet estuvieran hablando?

– Eh, no, yo…

– Aun así, ha testificado bajo juramento y bajo pena de perjurio que el acusado le confesó crímenes cuando ambos estuvieron en el tribunal, ¿no es así?

– Sé que he dicho eso, pero debo de haberme equivocado. Debió de contármelo todo cuando estuvimos en el calabozo.

– ¿Le ha mentido al jurado?

– No era mi intención. Así era como lo recordaba, pero supongo que me equivoco. Tenía el mono esa mañana. Las cosas se confunden.

– Eso parece. Deje que le pregunte algo, ¿las cosas se confundieron cuando testificó contra Frederic Bentley en mil novecientos ochenta y nueve?

Corliss juntó las cejas en un ademán de concentración, pero no respondió.

– Recuerda a Frederic Bentley, ¿verdad?

Minton se levantó.

– Protesto. ¿Mil novecientos ochenta y nueve? ¿Adonde quiere llegar con esto?

– Señoría -dije-, quiero llegar a la veracidad del testigo. Es una cuestión clave aquí.

– Conecte los puntos, señor Haller -ordenó la jueza-. Deprisa.

– Sí, señoría.

Cogí el trozo de papel y lo usé como atrezo durante mis preguntas finales a Corliss.

– En mil novecientos ochenta y nueve Frederic Bentley fue condenado, con su colaboración, por violar a una chica de dieciséis años en su cama en Phoenix. ¿Lo recuerda?

– Apenas -dijo Corliss-. He tomado muchas drogas desde entonces.

– Testificó en el juicio que le confesó el crimen cuando estuvieron juntos en una comisaría de policía. ¿No es así?

– Ya le he dicho que me cuesta mucho acordarme de entonces.

– La policía le puso en ese calabozo porque sabía que usted quería delatar, aunque se lo tuviera que inventar, ¿no es así?

Mi tono de voz iba aumentando con cada pregunta.

– No lo recuerdo -respondió Corliss-. Pero no me invento las cosas.

– Luego, ocho años después, el hombre del que testificó que le había contado que lo hizo fue exonerado cuando un test de ADN determinó que el semen del agresor de la chica procedía de otro hombre. ¿No es correcto, señor?

– Yo no…, o sea…, fue hace mucho tiempo.

– ¿Recuerda haber sido entrevistado por un periodista del Arizona Star después de la puesta en libertad de Frederic Bentley?

– Vagamente. Recuerdo que alguien llamó, pero no dije nada.

– El periodista le dijo que las pruebas de ADN exoneraban a Bentley y le preguntó si había inventado la confesión de éste, ¿verdad?

– No lo sé.

Sostuve el periódico que estaba agarrando hacia la jueza.

– Señoría, tengo un artículo de archivo del Arizona Star aquí. Está fechado el nueve de febrero de mil novecientos noventa y siete. Un miembro de mi equipo lo encontró al buscar el nombre de D. J. Corliss en el ordenador de mi oficina. Pido que se registre como prueba de la defensa y se admita como documento histórico que detalla una admisión por silencio.

Mi solicitud desencadenó un enfrentamiento brutal con Minton acerca de la autenticidad y la fundación adecuada. En última instancia, la jueza dictaminó a mi favor. Fullbright estaba mostrando parte de la misma indignación que yo estaba fingiendo, y Minton no tenía mucha opción.

El alguacil entregó a Corliss el artículo impreso desde el ordenador y la jueza le pidió que lo leyera.

– No leo bien, jueza -dijo.

– Inténtelo, señor Corliss.

Corliss sostuvo el papel e inclinó la cara hacia él al leerlo.

– En voz alta, por favor -bramó Fullbright.

Corliss se aclaró la garganta y leyó con voz entrecortada.

– «Un hombre condenado erróneamente de violación fue puesto en libertad el sábado de la Institución Correccional de Arizona y juró buscar justicia para otros reclusos falsamente acusados. Frederic Bentley, de treinta y cuatro años, pasó casi ocho años en prisión por asaltar a una joven de dieciséis años de Tempe. La víctima del asalto identificó a Bentley, un vecino, y las pruebas sanguíneas coincidían con el semen recogido en la víctima después de la agresión.

»El caso quedó cimentado en el juicio por el testimonio de un informador que declaró que Bentley le había confesado el crimen cuando estaban juntos en un calabozo. Bentley siempre mantuvo su inocencia durante el juicio e incluso después de su sentencia. Una vez que los tests de ADN fueron aceptados como prueba válida por los tribunales del Estado, Bentley contrató abogados para que se analizara el semen recogido en la víctima de la agresión. Un juez ordenó que se realizaran las pruebas este mismo año, y los análisis demostraron que Bentley no era el violador.

»En una conferencia de prensa celebrada ayer en el Arizona Biltmore, el recién puesto en libertad Bentley clamó contra los informantes de prisión y pidió una ley estatal que establezca pautas estrictas a la policía y los fiscales que los utilizan.

»El informante que declaró bajo juramento que Bentley admitió ser el violador fue identificado como D. J. Corliss, un hombre de Mesa que había sido acusado de cargos de drogas. Cuando le hablaron de la excarcelación de Bentley y le preguntaron si había inventado su testimonio contra Bentley, Corliss declinó hacer comentarios el sábado. En su conferencia de prensa, Bentley denunció que Corliss era un soplón bien conocido por la policía y que fue usado en varios casos para acercarse a sospechosos. Bentley aseguró que la práctica de Corliss consistía en inventar confesiones si no conseguía sonsacárselas a los sospechosos. El caso contra Bentley…»