– Si hubiera herejes en Casseras, el sacerdote os lo habría comunicado, padre. Es un hombre de fiar.
– ¿Lo conocéis?
– Procuro conocer a la mayoría de los párrocos de esta comarca.
– Y supongo que a muchos de los parroquianos.
– Sí.
– En tal caso quisiera que me hablarais de estas gentes. -A continuación mi superior recitó una lista de seis nombres: Aimery Ribaudin, Bernard de Pibraux, Raymond Maury, Oldric Capiscol, Petrona Capdenier y Bruna d'Aguilar-. Los nombres de esas personas constaban en algunas actas del padre Jacques, aunque nunca fueron acusadas ni condenadas.
– ¡Aimery Ribaudin! -exclamé-. ¿Aimery Ribaudin?
– ¿Os dice algo ese nombre? -inquirió el padre Augustin.
Me detuve, le tomé del brazo y señalé la calle frente a nosotros, a la derecha. La calle estaba llena de imponentes hospitia, unos edificios de dos pisos que en la planta baja albergaban grandes comercios y almacenes abovedados-. ¿Veis ese hospitum? Pertenece a Aimery Ribaudin. Es un armero, un cónsul y un hombre muy rico.
– ¿Habéis oído a alguien difamarlo alguna vez?
– Jamás. Es un benefactor de Saint Polycarpe.
– ¿Y los otros? ¿Qué opinión os merece Bernard de Pibraux?
– Pibraux es una aldea situada al oeste de Lazet. La familia señorial tiene tres hijos varones, y Bernard es el menor. No lo conozco personalmente. -Nos habíamos detenido, pero al percatarme de que la gente nos observaba con curiosidad, reanudé el paso-. Raymond Maury es un panadero, vive cerca del priorato. Es un tipo quisquilloso, pero tiene nueve hijos que alimentar. Bruna dAguilar es una viuda de la parroquia de Saint Nicholas, rica, cabeza de familia. Sí que he oído habladurías sobre ella.
– ¿Qué habladurías?
– Unas habladurías absurdas. Que escupe tres veces para bendecir su pan. Que su puerco recita el pater noster.
– Ya.
– Los otros dos nombres no los conozco. He oído hablar de varios Capiscol, pero no de un Oldric. Quizás haya muerto.
– Quizá. Lo vieron en una reunión que se celebró hace cuarenta y tres años.
– Entonces es muy posible que haya muerto. Quizá lo acusaron y condenaron antes de que viniera aquí el padre Jacques. Os recomiendo que examinéis los viejos expedientes.
– Lo haré -respondió el padre Augustin.
Y cumplió su palabra. Ordenó a Raymond que examinara los archivos en busca de expedientes de hacía cincuenta años y mandó a Sicard que los leyera, cada noche, desde completas a maitines, hasta que al pobre Sicard se le enrojecieron los ojos y se quedó ronco. Un buen día, en nuestra sede, mientras yo escribía una carta a Jean de Beaune, el inquisidor de Carcasona (que nos había pedido una copia de ciertos documentos que conservábamos nosotros), el padre Augustin bajó laboriosamente por la escalera circular y se detuvo frente a mi mesa.
– ¿Habéis consultado hace poco los archivos, hermano Bernard? -me preguntó.
– ¿Yo? No.
– ¿No tenéis ningún archivo en vuestro poder?
– No. ¿Por qué? ¿Falta algún libro?
– Creo que sí. -El padre Augustin parecía un tanto distraído; mientras hablaba observó mis plumas, mi tierra de batán y mi piedra pómez-. Raymond no consigue dar con uno de los antiguos archivos.
– Puede que no lo haya buscado en el lugar correspondiente.
– Dijo que quizá se lo habíais enviado a otro inquisidor.
– Nunca envío los originales, padre, sino que mando hacer unas copias. Raymond lo sabe bien. -Confieso que empezaba a compartir la preocupación de mi superior-. ¿Cuánto hace que falta ese archivo?
– No lo sé. Raymond no puede asegurarlo, pues rara vez son consultados los antiguos archivos.
– Quizás alguien haya depositado por error ambas copias en la biblioteca del obispo.
– Es posible. En cualquier caso, he pedido a Raymond que busque la copia del obispo y la traiga.
Me esforcé en descifrar el enigma, pues no podía dejar que quedara sin resolver.
– ¿Ha visto el hermano Lucius ese archivo?
– No.
– ¿Y el obispo?
– Se lo preguntaré.
– Ninguna otra persona tiene acceso a nuestros archivos. A menos que… -Me detuve y, por una maravillosa coincidencia de pensamiento, el padre Augustin concluyó la frase que yo había iniciado.
– A menos que lo tomara el padre Jacques.
– A menos que lo colocara en un lugar erróneo.
– Ya.
El padre Augustin y yo nos miramos. ¿Había estado borrando sus huellas el padre Jacques? Pero no dije nada, porque el que refrena sus labios es sabio.
– Indagaré en el asunto -declaró por fin mi superior. Pareció dejar de lado el tema con un brusco movimiento de la mano; de repente cambió de tema y dijo-: Mañana necesitaré unos caballos -dijo-. ¿Qué hay que hacer para conseguirlos?
– ¿ Unos caballos?
– Deseo visitar Casseras.
– Ah. -Después de explicarle que debíamos comunicárselo al mozo de cuadra del obispo, pregunté a mi superior si había recibido más informes del padre Paul de Miramonte-. ¿Se han confirmado las sospechas de Grimaud? -inquirí-. ¿Es cierto que en la forcia de Casseras viven unas herejes?
El padre Augustin guardó silencio durante un buen rato. Cuando me disponía a repetir mi pregunta (ignorando que mi superior poseía un oído extraordinariamente fino), éste me demostró de pronto que sí me había oído.
– Que yo sepa -respondió-, esas mujeres son buenas católicas. Asisten a misa, aunque no de un modo regular, debido a su precaria salud. El padre Paul, dice que la forcia se encuentra a cierta distancia de la aldea, y que tal vez sea éste otro de los motivos que les impide asistir cuando hace mal tiempo. Viven de forma modesta y piadosa; crían pollos y truecan los huevos por queso. El padre Paul no ve nada censurable en sus costumbres.
– ¿Entonces…? -pregunté confundido-. ¿Por qué deseáis ir a Casseras?
De nuevo, el padre Augustin reflexionó unos momentos antes de responder.
– Las mujeres que viven juntas de esa forma se exponen a peligros y calumnias -dijo por fin-. Si las mujeres desean vivir con castidad, sirviendo a Dios y obedeciendo sus leyes, deben buscar la protección de un sacerdote o un monje e ingresar en un convento. De lo contrario corren un grave riesgo, en primer lugar porque viven aisladas, exponiéndose a ser violadas o a que les roben sus pertenencias, y segundo porque la gente recuerda que las seguidoras femeninas del error albigense vivían antaño en unas circunstancias análogas, y fundaron numerosos «conventos» heréticos. La gente desconfía de mujeres que prefieren vivir como María antes que como Marta, pero rechazan la disciplinada guía de la autoridad ordenada.
– Es cierto -dije-. Esos casos siempre suscitan recelos. Como bien decís, ¿por qué no ingresan en un convento?
– Además… -El padre Augustin se detuvo antes de repetirse enfáticamente, con toda la parsimonia de esa figura retórica llamada conduplicatio-. Además, una de ellas sabe leer.
– Ah. -El don de las letras, entre personas legas, puede ser una bendición o una maldición-. Imagino que no en latín.
– No lo creo. Pero como sabéis, la gente instruida corre más peligro que la ignorante.
– Sin duda.
He presenciado la obstinada vanagloria de hombres y mujeres instruidos a medias en materia de letras, quienes después de haber aprendido de memoria algunos pasajes del Evangelio, se consideran superiores a las más eruditas autoridades. He oído a patanes recitar fragmentos de las Sagradas Escrituras errónea y corruptamente, como en la epístola de Juan que dice «los suyos se negaban a recibirlo», traduciendo «los suyos» por «los cerdos», confundiendo sui con sues. Y en el salmo que reza «espanta a las fieras del cañaveral», dicen «espanta a los animales de las golondrinas», confundiendo harundinis con hirundinis. Asumen la apariencia de erudición como un manto, que para otros analfabetos oculta su abismal ignorancia.