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– Si esas mujeres corren el peligro de caer en el error, viviendo de un modo peligroso, procuraré guiarlas por el camino recto -dijo el padre Augustin-. Lo único que necesitan es una paternal amonestación. Un amable discurso.

– Como santo Domingo -apostillé. El padre Augustin pareció complacido con esa comparación.

– Sí, como santo Domingo. -Acto seguido el padre Augustin añadió a su manera seca pero contundente-: A fin de cuentas, los Domini Canes no son sabuesos del Señor sólo porque atacamos a los lobos feroces. También estamos aquí para hacer que las ovejas descarriadas regresen al redil.

Tras expresar esa opinión, el padre Augustin se alejó renqueando, resoplando como un fuelle y apoyado en su bastón. Confieso que en aquel momento se me ocurrió un pensamiento despreciable, la imagen de un perro viejo, pelón, desdentado y cojo, y sonreí al tiempo que observaba la pluma que sostenía en la mano.

Pero mi sonrisa se borró cuando me pregunté: «¿Cómo se alimentan los perros desdentados si no es escarbando en busca de criaturas muertas?».

Era evidente que el padre Augustin estaba decidido a perseguir a los herejes hasta la tumba, e incluso más allá. Yo sabía que si lo hacía, nos causaría graves problemas. La gente protestaría y nos censuraría por ello. Más de uno echaría mano de sus influyentes benefactores.

Pero no había previsto lo peor. Lo cual demuestra mi falta de previsión.

Casseras está cerca de Rasiers, una población más grande. Si la memoria no me falla, calculo que Rasiers cuenta con una población de unos trescientos habitantes, entre los cuales se halla el preboste real. El preboste ocupa el castillo, antaño propiedad de la familia que construyó la forcia en las afueras de Casseras, una familia sobre la que sé poco salvo que hace unos cien años el cabeza de familia, un tal Jordan de Rasiers, entregó su castillo a las fuerzas del norte. Después de consultar los archivos de nuestro Santo Oficio, puedo deciros también que su nieto, Raymond-Arnaud, perdió la forcia de Casseras, junto con una mansión en Lazet, cuando le condenaron por hereje en 1254.

Antaño tanto Rasiers como Casseras estaban infestadas de herejes. He visto centenares de documentos, de los interrogatorios de 1253 y 1254, cuando la mayoría de aldeanos fueron llamados a Lazet, en grupos reducidos, para ser interrogados. Según recuerdo, unas sesenta personas pertenecientes a cuatro familias de Casseras fueron condenadas. (He comprobado a menudo que la herejía infecta la sangre, como algunas enfermedades hereditarias.) Esas familias ya no están representadas en la aldea; sus miembros fueron encarcelados, ejecutados o enviados a cumplir largas peregrinaciones de las que jamás regresaron. Algunos, en su mayoría niños, fueron enviados a vivir con parientes lejanos. Como declaró Jerónimo en su comentario sobre los gálatas: «Extirpad la carne putrefacta, expulsad a las ovejas sarnosas del redil, si no queréis que toda la casa, toda la masa, todo el cuerpo, todo el rebaño se abrase, perezca, se pudra y muera». Una vez cauterizada la infección de la herejía, Casseras recobró la salud (aunque, como decía el padre Augustin, no conviene bajar nunca la guardia).

Para llegar a la aldea desde Lazet, debéis viajar hacia el sur durante media jornada hasta alcanzar la verde meseta de los pastizales, bosques y trigales de Rasiers, un armonioso cuadro de tesoros naturales que deleita la vista y ofrece numerosos y variados productos al diligente labrador. «¡Cuántas son tus obras, Oh Yavé, y cuan sabiamente ordenadas! Está llena la tierra de tus beneficios.» Casseras está situada más al sur, entre colinas, y la tierra allí no es tan fértil. No hay huertos ni viñas, carros ni caballos, ni un molino, ni una posada, ni un priorato, ni un herrero. Sólo dos casas poseen unos cobertizos independientes para las ovejas, las mulas y los bueyes. La iglesia constituye un modesto receptáculo de la gracia de Dios: una caja de piedra caliza oscura que contiene un altar de piedra, un crucifijo de madera y un arcón que contiene el cáliz, la patena, los lienzos y las vestiduras. También hay unos cuadros en las paredes, mal ejecutados y en pésimo estado. Por supuesto, mejor es humillar el corazón con los humildes, pero allí hay poco para glorificar la majestad de Cristo.

Un camino pedregoso discurre desde Casseras a través de los campos de la aldea y un agreste monte hasta los pastizales en bancales de la antigua forcia de Rasiers. Ahí veréis con frecuencia unas ovejas pastando, pertenecientes a familias del lugar que pagan al preboste unas tasas forestales y de pastoreo por el privilegio de utilizar los terrenos reales. (Esas tasas provocan numerosas quejas, que oigo por doquier. Los campesinos dicen que son excesivas. ¿Cómo podemos dar dinero a la Iglesia cuando el rey nos exige tanto?) En algunos puntos, el camino al que me refiero es empinado como una escalera y en otros profundo como una zanja, casi impracticable cuando llueve, peligroso cuando nieva, más apto para las cabras que las personas, inseguro incluso para los jinetes más avezados. Por ello el padre Augustin y los sargentos que lo escoltaban, después de cruzar el Agly, decidieron apremiar a sus monturas a través de escarpadas colinas bajo un sol abrasador y arriesgar sus vidas al atravesar un frondoso bosque conocido por su población de bandoleros, se enfrentaron, al término de su viaje, con una escalada más difícil que todas las anteriores.

Asimismo decidieron regresar el mismo día, y también más rápido, para llegar a Lazet antes de que cerraran las puertas al anochecer. Es decir, fue el padre Augustin quien tomó esa decisión, una imprudencia que por poco le cuesta la vida. A resultas de ella pasó casi tres días en cama, ¿y por qué? Porque no quería (o eso dijo) dejar de asistir a la celebración de completas. Entiendo que todo hermano dominico tiene el deber de asistir a completas, la oración que constituye la corona y culminación de nuestra jornada, que ninguna abstención pasa inadvertida y ninguna excusa basta para justificarla. No obstante, como señala el mismo san Agustín, Dios ha creado la mente humana racional e intelectual, y la razón nos dicta que un hombre débil, postrado debido a los dolores y la fatiga de un largo viaje, se abstendrá de asistir a completas en más ocasiones que otro que decida sabiamente interrumpir su viaje para pernoctar bajo el techo de un sacerdote local.

Así se lo manifesté a mi superior cuando lo visité en su celda el segundo día de su convalecencia, y él convino en que había calculado mal sus fuerzas.

– La próxima vez, pasaré la noche allí -dijo.

Yo estaba asustado.

– ¿Es que pensáis regresar?

– Sí.

– Pero si esas mujeres son heterodoxas, debéis hacer que vengan aquí.

– No son heterodoxas -me interrumpió el padre Augustin con voz débil y ronca. No obstante, como yo había agachado la cabeza a la altura de sus labios, logré captar las palabras que farfulló a la par que el airado tono, el más leve eco de la cólera que rezumaban. Esa cólera, que brotaba de una fuente oculta, me sorprendió. No me explicaba el motivo-. Necesitan una orientación espiritual -prosiguió el padre Augustin, cerrando los ojos. Percibí su fétido aliento sobre mi mejilla y observé con nitidez el contorno de su cráneo bajo la piel.

– Pero el mismo padre Paul puede ofrecerles esa orientación -dije.

Mi superior movió la cabeza con irritación, casi febrilmente.

– No.