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– Pero…

– El padre Paul es un hombre sencillo con más de un centenar de almas a su cuidado. Esas mujeres son de buena familia, y muy inteligentes, en la medida en que una mujer puede ejercer esas facultades, más desarrolladas en el hombre.

El padre Augustin hizo una pausa. Aguardé unos instantes, pero no añadió nada más, por lo que me aventuré a decir:

– De modo que si esas mujeres han abrazado la fe errónea y el padre Paul las amonesta por ello, es más probable que ellas lo conviertan a él que a la inversa. ¿Es eso lo que pretendéis decir, padre?

Mi superior balanceó de nuevo la cabeza con aire enojado, como los que beben el vino de la ira del Señor y no descansan de día ni de noche. Su postrado estado empezaba a incidir en su talante, por lo general sereno y frío.

– Sois irreverente -rezongó-. Ese tono burlón… me atormenta…

Arrepintiéndome al instante, le pedí perdón.

– Lo lamento, padre. No debo expresarme de esa forma, es uno de mis defectos.

– Son asuntos muy graves.

– Lo sé.

– Pero os burláis de ellos. Siempre. Incluso ante unos presos encadenados. ¿Cómo puedo comprenderos?

Pensé: oíd y no entendáis. Era siempre así, me temo. Los monjes, al margen de la orden a la que pertenezcan, por lo general están obligados a hablar en voz baja, sin reír, con tono humilde, solemne, y con pocas palabras.

– No conseguirán convertir al padre Paul -prosiguió mi superior con el aliento resonando en la garganta-. Pero es posible que él no logre convencerlas a ellas.

– Desde luego. Comprendo.

– Esas mujeres necesitan una guía pastoral. Como fraile dominico, tengo el deber de impedir que caigan en el error. Me he ofrecido a visitarlas de vez en cuando y velar por la salud de sus almas. Es mi deber, hermano.

– Desde luego -repetí, pero sin comprender. La guía pastoral es deber del clero seglar, no de los frailes predicadores. Existen algunas excepciones (como sabéis, Guillaume de París es desde hace años el confesor del rey), pero la regla de santo Domingo, aunque envía a nuestros hermanos a los confines más alejados de la Tierra para que difundan la palabra de Dios mediante los persuasivos poderes de la amable retórica, no propicia (por más que invita a la gente a orar con nosotros a la hora de completas), la estrecha intimidad que crean los lazos de una guía pastoral. Y menos aún un trato abierto y frecuente con mujeres.

Confieso que eso fue lo que más me extrañó y preocupó. No es necesario que exponga un argumento demostrativo sobre los peligros de la amistad entre monjes y mujeres, ya se trate de matronas, vírgenes o rameras. San Agustín declaró sin ambages que esas amistades no eran sino ocasiones para pecar. «Debido a una desmedida propensión hacia los goces carnales, olvidamos los más nobles y elevados.» San Bernardo de Clairvaux pregunta: «¿No es más difícil estar siempre con una mujer y abstenerse de yacer con ella que resucitar a los muertos?». Incluso las amistades forjadas en una inspiración divina, como la de santa Cristina de Markgate y el eremita Roger, están erizadas de peligros, pues ¿no se aprovechó el diablo, enemigo de la castidad, de la íntima amistad que ambos mantenían para quebrantar la resistencia del hombre?

Ahora bien, hay muchos hombres en las órdenes sagradas que, debido a que Eva profanó el árbol prohibido y vulneró la ley de Dios (y debido a que la mujer es más amarga que la muerte, lazo para el corazón, y sus manos, ataduras), se niegan a hablar, o siquiera mirar, a las mujeres con quienes se cruzan. En ese sentido carecen de un espíritu caritativo, y su temor al contacto carnal es exagerado. ¿Acaso no permitió Jesús que una mujer le besara los pies, los lavara con sus lágrimas y los secara con su cabellera? ¿No le dijo: «Tu fe te ha salvado; ve en paz»? Yo he hablado con muchas mujeres en la calle, fuera del priorato, en portales y detrás de muros de conventos. He predicado para mujeres en iglesias y las he escuchado en prisiones. Esa clase de trato puede resultar muy provechoso en muchos aspectos.

Pero comer con una mujer, dormir bajo su techo, reunirse a menudo con ella y abrirle el corazón representa un gran peligro. Lo sé (y aquí debo hacer una vergonzosa confesión), porque yo mismo corrí ese peligro cuando era joven, exponiéndome a pecar y perder la gracia divina. De joven, antes de ordenarme, yací con mujeres, pecaminosamente, fuera del matrimonio. ¡Con qué diligencia estudié el arte del amor! ¡Con qué afán leí las obras de los trovadores y empleé sus dulces frases como flechas dirigidas a los corazones de numerosas doncellas! Pero cuando tomé el voto de castidad, lo hice con la solemne intención de cumplirlo. Incluso cuando era un predicador ordinario y viajaba por la campiña con un predicador general, mayor y más experimentado que yo (el reverendo padre Dominic de Radel), sentía el vehemente deseo de arrojar contra Jesús, como contra una roca, los pensamientos perversos e impuros que tenía. Me afanaba en volver la cabeza para no contemplar ninguna, forma femenina, esforzándome en alcanzar el amor perfecto de Dios y desechar todo temor.

Pero todos somos pecadores. Y yo caí, como Adán, cuando tuve que permanecer varias semanas en una aldea de Ariege debido a una enfermedad que contrajo mi compañero, dejándolo postrado. Mis sermones en la iglesia local hicieron que una viuda se me acercara en busca de guía espiritual. Conversamos no una, sino muchas veces, y… ¡oh, Señor, apiádate de mí, pues soy débil! Para no detenerme en un incidente profano y deshonroso, me limitaré a decir que gozamos juntos de los placeres de la carne.

Por supuesto, no creí que el padre Augustin fuera a sucumbir en ese sentido. Sospeché que el estado de su salud no se lo permitiría. Por lo demás, le consideraba un hombre que seguía a pies juntillas los estatutos del Señor (si no fuera una frivolidad, diría más bien que seguía renqueando los estatutos del Señor). El padre Augustin era puro como un olivo verde en la casa del Señor, y no imaginé que su alma se uniera al alma de otra persona, ni que la llama de la infame lascivia encendiera su pasión.

Con todo, los viajes del padre Augustin a Casseras me irritaban. No eran periódicos, ni muy frecuentes, pero lo bastante frecuentes para retrasar los asuntos del Santo Oficio. Para comprender el motivo, debéis comprender la magnitud de la inquisitio que habíamos emprendido.

Jean de Beaune me había escrito desde Carcasona para informarme de que estaba interrogando a unos testigos de Tarascón, o una población cercana. Uno de los testigos había implicado a un hombre de una aldea llamada Saint-Fiacre, situada en los dominios de Lazet. Cuando fue llamado e interrogado, ese hombre difamó casi a todos los habitantes de Saint-Fiacre, acusando incluso al sacerdote local de albergar y ayudar a algunos perfectos. Al enfrentarme a un testimonio de tal envergadura, me sentí perdido. ¿Por dónde debía empezar? ¿A quién debía llamar a testificar en primer lugar?

– Arrestadlos a todos -me ordenó el padre Augustin.

– ¿A todos?

– No sería la primera vez. Place diez años, el antiguo inquisidor de Carcasona arrestó a toda la población de una aldea en las montañas. No recuerdo el nombre.

– Pero padre, en Saint-Fiacre habitan más de ciento cincuenta personas. ¿Dónde vamos a meterlas?

– En la prisión.

– Pero…

– O en los calabozos reales. Hablaré con el senescal.

– ¿Por qué no los convocamos en grupos reducidos? Sería más sencillo…

– ¿Si el resto huyera a Cataluña? En tal caso, sin duda tendríamos menos trabajo. -Mi superior se abstuvo de añadir: «¿Alegaréis esa excusa cuando resucitéis y os presentéis ante Aquél ante cuyo rostro la Tierra y el Cielo huirán?». Pero su fría expresión era tan elocuente como cualquier lengua. Aunque dudaba que toda la población de Saint-Fiacre huyera a través de las montañas, tuve que reconocer que algunos habitantes, en especial los pastores, quizá tomaran esa ruta. Así pues me dispuse, de mala gana, a convencer a Roger Descalquencs para que me ayudara, pues sin el senescal no conseguiríamos obligar a más de ciento cincuenta personas a desplazarse hasta Lazet, y menos aún a que se entregaran en manos del Santo Oficio. (Como es lógico, Roger había pronunciado el voto de obediencia exigido a todo el que ocupa un cargo oficial, pero era un hombre muy ocupado y en ocasiones había que aplacarlo.)