Asimismo tuve que apaciguar a Pons, nuestro carcelero, enojado por la afluencia de prisioneros, y contratar los servicios de otro notario. Ni siquiera Raymond Donatus, pese a su rapidez y pericia, era capaz de asumir semejante cantidad de interrogatorios. El padre Augustin y yo tuvimos que interrogar no sólo a los habitantes de Saint-Fiacre, sino a testigos que pudieran servir para implicar a los cuatro sospechosos identificados por mi superior por haber sobornado supuestamente al padre Jacques: es decir, los sospechosos Aimery Ribaudin, Bernard de Pibraux, Raymond Maury y Bruna d'Aguilar. Dado que el padre Augustin se ocupaba única y exclusivamente de esos casos, dejó en mis manos las actas de Saint-Fiacre. Necesitábamos dos notarios, por lo que solicitamos unos fondos al administrador real de confiscaciones, quien nos proporcionó, a regañadientes, unas livres tournois para contratar a Durand Fogasset.
Durand había trabajado en algunas ocasiones para mí. Era un joven alto y desgarbado, de piel cetrina, con los dedos siempre manchados de tinta, la ropa raída y una tupida y negra pelambrera que le caía sobre los ojos. Su habilidad y experiencia concordaban con la modesta suma que le pagamos. Es más, fue sólo por necesidad por lo que trabajó para nosotros, pues en Lazet abundaban los notarios y en aquella época no había oportunidad de ejercer en las zonas rurales. Aunque no puede decirse que su conducta fuera impropia de su cargo, Durand no ocultó lo que opinaba sobre el Santo Oficio y sus funcionarios. Por esa razón, y porque no era tan competente como Raymond, el padre Augustin le tenía en muy baja estima. «Ese desmañado joven», era el epíteto que empleaba al referirse a Durand. Por consiguiente, el joven notario trabajó sólo conmigo.
Al revisar el párrafo anterior, me preocupa que pueda inducir a engaño. Durand no expresó ninguna opinión censurable o herética. No abrió la boca durante mis interrogaciones, ni me criticó después por algo que yo hubiera dicho. Pero a veces, con una mueca o un agrio comentario («¿deseáis que en lo sucesivo omita todas las jaculatorias a la Virgen, o que las incluya en la trascripción?»), lograba transmitir su silenciosa desaprobación.
En cierta ocasión, después de interrogar a una habitante de Saint-Fiacre de dieciséis años, pregunté a Durand con franqueza qué opinaba al respecto. La testigo había dedicado largo rato a expresar la devoción que sentía por su tía, y yo, como de costumbre, le había permitido apartarse del asunto sobre el que la estaba interrogando, sabiendo que hay que dejar que algunos temas se aireen y agoten, para aliviar un corazón abrumado, antes de pasar a otros. De este modo demuestro también mi talante comprensivo. Al término de la sesión, dije a Durand que cuando redactara la versión definitiva del protocolo, omitiera la mayoría de referencias a la tía de la testigo.
– Sus comentarios sobre el Sagrado Sacramento son pertinentes y, por supuesto, la visita del perfecto. El resto podemos descartarlo.
Durand me miró unos momentos.
– ¿Lo consideráis irrelevante?
– Por lo que respecta a nuestra investigación, sí.
– Pero la tía era como una madre para esa chica. Se ocupó de ella con gran ternura y cariño. ¿Cómo pudo esa joven traicionarla? Es antinatural.
– Quizá. -Discutir sobre lo natural, y lo que esto comprende, equivale a hundirse en un pantano teológico-. Con todo, no hace al caso. Recabamos pruebas, Durand. Pruebas de una asociación herética. Nuestra misión no es buscar excusas.
Me detuve y miré a Durand, que contemplaba el suelo con el ceño fruncido y sosteniendo los folios del protocolo contra el pecho.
– ¿Me consideráis injusto? -pregunté con tono afable-. ¿Creéis que he sido cruel con esa chica?
– No -negó con la cabeza, aún con el ceño fruncido-. Os habéis… sois muy amable con personas como ella. -Luego me miró de soslayo, con aire irónico-. Es vuestro estilo, por lo que he observado. La técnica que soléis emplear.
– Y da resultado.
– Sí. Pero después de ganaros la confianza de los testigos y sonsacarles esas confidencias, las descartáis. Y podrían ser importantes.
– ¿En qué sentido?
– En la defensa de esa joven.
– ¿Os referís a que se vio obligada a traicionar a la Iglesia sagrada y apostólica por amor?
Durand pestañeó y dudó unos instantes. Parecía confundido.
– Durand-dije-, ¿recordáis las palabras de Cristo? «El que ame a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí.»
– Sé que esa joven obró mal -respondió Durand-, pero sus motivos, sin duda, eran menos innobles que los de su tía, pongo por caso… o su primo.
– Es posible. Y serán tenidos en cuenta cuando se dicte sentencia.
– ¿Cómo podrán tenerlos en cuenta si no constan en acta?
– Yo estaré presente cuando el tribunal dicte sentencia. Me ocuparé de que consten en acta. -Al observar el ceño fruncido de Durand, añadí-: Recordad el estado de las finanzas del Santo Oficio, amigo mío. ¿Podemos permitirnos gastar cientos de ares de pergamino en las reflexiones íntimas de cada testigo que interrogamos? Si lo hiciéramos, me temo que no podríamos pagaros vuestro sueldo.
Al oír esto Durand contrajo el rostro en una expresión extraordinaria, mezcla a partes iguales de disgusto, congoja y turbación. Luego se encogió de hombros y agachó la cabeza, como solía hacer, en un vago conato de inclinación de despedida.
– En eso tenéis razón -comentó-. Iré a redactar este protocolo. Gracias, padre.
Lo observé encaminarse a grandes zancadas hacia la escalera. Pero antes de que llegara a ella, decidí recalcar mi argumento con una última observación.
– ¡Durand! -dije, y él se volvió-. Recordad también -agregué-, que esa joven tomó una decisión. En última instancia, todos somos libres de tomar una decisión. Esa libertad es el don que ofrece Dios a la humanidad.
Durand reflexionó unos momentos.
– Quizá pensó que no podía obrar de otra forma.
– En tal caso estaba equivocada.
– Sin duda. Bien… gracias, padre. Lo tendré presente.
Pero me he apartado del tema que nos ocupa. Este diálogo no tiene nada que ver con el asunto de mi relato, que es la cantidad de trabajo que nos supusieron las indagaciones del padre Augustin sobre la moral de su predecesor, y el arresto de toda la población adulta de Saint-Fiacre. Estábamos tan atareados, como he dicho, que necesitábamos otro notario, que finalmente fue Durand; hasta el extremo de que un día llegué tarde a completas y fui castigado por mi desobediencia durante el capítulo de faltas. No obstante, en medio de ese caos, el padre Augustin visitó Casseras en tres ocasiones. Sabiendo como sabía lo agobiados que estábamos por el enorme trabajo que teníamos, no dudó en ausentarse, y confieso, que Dios me perdone, que yo estaba muy enojado. Al igual que Job, pensé: «No reprimiré mi boca, hablaré en la angustia de mi alma, me quejaré de la amargura de mi vida».
Así pues, acudí a mi confesor.
Es difícil purgar nuestro corazón de rencor y resentimiento en un priorato. Un fraile habla en raras ocasiones, y cuando lo hace es de acuerdo con unas fórmulas; sus infrecuentes conversaciones suelen ser oídas por otros, porque casi nunca está solo. Un fraile debe secuestrar sus sentimientos y dar la impresión de sobrellevar todas sus aflicciones con serenidad de espíritu. Pero no es necesario que os lo explique; todos hemos pasado noches en vela, bebiendo el vino de la ira mientras maldecimos en silencio a nuestro hermano, que suele estar acostado, despierto y furioso, en el catre junto al nuestro.