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Sólo la confesión nos ofrece alivio. Mientras describimos nuestros ruines sentimientos, enumeramos de paso las faltas e injusticias de nuestros hermanos. Y eso fue lo que hice, encerrado con el prior Hugues. Confesé mis amarguras y referí con detalle el motivo de las mismas. El prior me escuchó con los ojos cerrados; él y yo compartíamos una larga historia, pues nos habíamos conocido en la escuela del priorato en Carcasona. y respetábamos mutuamente nuestros criterios.

– No sé qué hacer -le dije-. El padre Augustin es tan constante y perseverante, tan diligente y celoso en su búsqueda de la verdad, que viaja a Casseras, a mi parecer sin ningún motivo fundado; a menos que se haya apartado de algún modo de la regla.

– ¿En qué sentido? -preguntó el prior abriendo mucho los ojos.

– Hay unas mujeres implicadas en el asunto, padre. Es imposible no hacer ciertas conjeturas.

– ¿Sobre el padre Augustin?

– Sé que parece increíble…

– ¡Desde luego!

– Pero ¿por qué, padre? ¿Por qué lo hace?

– Preguntádselo vos mismo.

– Ya lo he hecho. -Relaté con brevedad la explicación que me había dado el padre Augustin sobre su conducta-. Pero no somos curas de parroquia, sino monjes. No alcanzo a comprenderlo.

– ¿Y por qué tenéis que comprenderlo? «¿Acaso soy el guardián de mi hermano?»

Estuve a punto de responder «sí», porque en un priorato, el prior es el guardián de todos sus hermanos en Cristo. Pero sabía que esa frase ingeniosa no haría, sino desconcertar a mi viejo amigo. Aunque inteligente y sereno, el prior no era dado a los comentarios jocosos.

De modo que callé.

– El hermano Augustin cree con sinceridad que cumple el mandato de Dios -prosiguió el prior con su característica placidez, y comprendí que como pastor vigilante de nuestro rebaño, con toda seguridad ya había hablado del asunto con mi superior-. El deber de un inquisidor -señaló- es salvar almas.

– ¿A expensas de su trabajo en el Santo Oficio?

– Disculpadme, hijo mío, pero hacéis mal al poner en tela de juicio los actos de vuestro superior. -Con su benévola sonrisa, el prior logró amonestarme sin ofenderme-. Vuestro único deber es servir y soportar vuestra cruz con valor.

Callé de nuevo, pues comprendí que el prior llevaba razón.

– Tened por seguro que velo por nuestro hermano -continuó el prior-, y no dejaré que le ocurra ninguna desgracia. Limitaos a cumplir con vuestro deber y limpiad vuestro corazón de esos airados pensamientos, que sólo sirven para amargaros la existencia.

De modo que me esforcé en hacer que mi alma se sintiera apaciguada como un jardín debidamente regado, mientras el padre Augustin, al parecer en paz con su conciencia, seguía visitando Casseras más o menos cada dos semanas, persiguiendo con obstinación un fin que a quienes lo rodeábamos se nos escapaba. Esos viajes lo dejaban siempre gravemente debilitado, y le advertí en varias ocasiones que acabarían matándolo.

Y no me equivoqué, pues el día de su muerte el padre Augustin se encontraba en Casseras.

El padre Augustin murió en la festividad de la Natividad de la Virgen. Su ausencia del priorato ese día, que a mí me pareció una imprudencia, por no decir una falta de respeto, fue muy comentada. No obstante, el hecho de que no regresara para asistir a completas no suscitó ningún comentario; mi superior tenía la costumbre de pasar la noche con el padre Paul, en Casseras, antes de regresar a Lazet.

Pero la tarde del día siguiente, en vista de que él y su séquito seguían ausentes, empezamos a preocuparnos.

Llegado a este punto en mi relato, intentaré ofrecer una demonstratio de unos hechos que yo no presencié. No es empresa fácil parafrasear las palabras de otros, a fin de recrear con nitidez ciertos episodios cuyos aspectos siguen siendo vagos en mi mente. Pero debo hacerlo, pues esos episodios son cruciales para que comprendáis mi desgraciada situación.

El camino que discurre desde Casseras hasta la forcia, que he descrito con anterioridad, era, como he dicho, una vía accidentada e inhóspita, poco transitada por los aldeanos salvo los que llevaban a sus ovejas a pastar en los terrenos del rey. Su último y más empinado tramo, situado entre peñascos y un nuevo bosque, casi nunca era utilizado. Sólo las personas que habitaban en la forcia, y el inquisidor que hacía poco iba a visitarlas, tenían por fuerza que recorrer ese impracticable camino de cabras. Pero al día siguiente de la festividad de la Natividad, dos muchachos decidieron visitar la forcia, para saludar y admirar a los guardaespaldas del inquisidor y los espléndidos corceles que montaban esos magníficos hombres. Los muchachos, podéis suponer, eran hijos de Casseras.

Se llamaban Guido y Guillaume.

Guido y Guillaume jamás habían visto unos caballos antes de la llegada del padre Augustin. Ni una espada, ni una maza. Por consiguiente, acogían con euforia esas tardes que traían al inquisidor de Lazet a la casa del sacerdote local, pues el inquisidor siempre era atendido por cuatro hombres armados y sus monturas, los cuales dormían hacinados en el granero de Bruno Pelfort. A los chicos les fascinaba la noción de la guerra. En más de una ocasión habían sido sorprendidos siguiendo a nuestros familiares Bertrand, Maurand, Jordan y Giraud como sus sombras, y algunas veces habían sido recompensados por su asiduidad con restos de comida o un breve paseo a caballo.

Por tanto, cuando sus héroes pasaron por Casseras en la festividad de la Natividad y no regresaron por la noche, los jóvenes se sintieron profundamente decepcionados. Al igual que el resto de la aldea, dedujeron que el padre Augustin había decidido pernoctar en la forcia. («Supusimos que vuestro fraile había decidido por fin divertirse con su amiga», declaró después un habitante.) De modo que, a la mañana siguiente, salieron corriendo para ver a sus ídolos, sin querer desaprovechar esa oportunidad.

Cuando conversé con Guillaume, que era el mayor de los dos, describió esa mañana con todo detalle. Según dijo Guillaume, la forcia inspiraba cierto temor a Guido, pues creía, como todos los chicos de la aldea, que estaba habitada por unos «demonios». El significado de ese comentario siempre se me ha escapado, dado que los aldeanos adultos parecían sentir simpatía por las mujeres que eran vecinas suyas. Quizá la noción de los «demonios» derivara de las creencias heréticas de la familia de Rasiers. Es posible que se hubieran manifestado allí ciertas apariciones demoníacas. Sea como fuere, Guillaume tuvo que convencer a su amigo para que lo acompañara allí, señalando que era imposible que quedaran demonios en la forcia, puesto que el inquisidor de Lazet ya los habría ahuyentado.

Los chicos hablaban sobre el inquisidor, comentando la cantidad de demonios que habría encerrado en jaulas en Lazet, cuando de pronto percibieron un olor fétido. (Recordad que era el mes de septiembre y hacía mucho calor.) A medida que avanzaron, el hedor aumentó; Guillaume dedujo enseguida que habría una oveja muerta cerca de allí, víctima de una enfermedad, de unos perros o alguna de las desgracias que, según tengo entendido, suelen ocurrirles a las ovejas. Cuando Guillaume hizo un comentario al respecto, Guido se apresuró a contradecirle, alegando que nadie había informado sobre la pérdida de una oveja.

De improviso oyeron el sonido de moscas. Al principio temieron que fuera un enjambre de abejas que se aproximaba, y Guido quiso renunciar a la expedición. Pero Guillaume utilizó sus dotes de razonamiento para analizar el asunto: al relacionar el hedor con el sonido, dedujo que el cadáver de un animal había atraído a los insectos, y dado que los insectos eran muy numerosos, el animal debía de ser muy grande.